Fragmentos de un viaje a Citerea: el Baudelaire de Palés

1. Embocadura: la alucinación

Hace más de diez años acudí, como todos los fanáticos de Sigourney Weaver, a ver el filme Alien: Resurrection, la última de la serie de SciFi que reflexiona sobre la problemática frontera entre el yo y el otro. La famosa anti-heroína Ellen Ripley, muerta en la película anterior, es resucitada  como el más perfecto de ocho clonos cosechados del material genético original. Puesta en la mesa de disección, le extirpan de su tórax el horrendo feto de un alien hembra —todo boca y dientes— que colocarán los científicos piratas en una incubadora gigante para producir una lucrativa multitud de aliens. Los científicos someten a Ripley a una serie de pruebas. ¿Habrá sido resucitada a la normalidad? ¿Habrá en ella algún rastro del alien? ¿Estará su sangre tocada por la acídica sangre de ese ser otro, indestructible, irreductible?

Pronto nos enteramos de que sí. Cada vez que Ellen Ripley sufre una cortadura, de ella mana sangre de vitriolo. Una sola gota puede horadar las paredes de la nave pirata que surca el espacio de un futuro feo y destartalado. Ripley le confiesa a la cyborg Winona Rider: “The alien? It’s here. I feel it behind my eyes; under my skin.” En el laberinto de sus venas habita el alien. Sus humores vitales son los del alien. Siempre a punto de corroer su piel, de despanzurrar el fuselaje de la nave, de infectar el universo entero. Ella misma es el otro. Su piel es el frágil muro de contención de una sangre propia, amenazante.

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En la oscuridad del cine, como una alucinación me vino a la memoria el episodio del ahorcado en la novela incompleta y pseudo-autobiográfica de Luis Palés Matos, Litoral. Reseña de una vida inútil (1949), cuyo episodio trajo consigo, por analogía, la imagen del ahorcado de Baudelaire en el poema “Viaje a Citerea”, incluido en Las flores del mal (1856). Usando como pretexto estas dos carroñas, deseo hacer un breve comentario sobre una las afinidades electivas de Palés: Charles Baudelaire.

2. A mis afinidades voy…

Litoral es eso mismo: la historia improbable de un baudelaireano en Guayama, ahogado en el tedio miasmático de provincias. Obra fragmentaria, probablemente incompletable, presenta, como nos dice Walter Benjamin en su ensayo sobre Baudelaire, un sujeto en fuga, en un discurso en el cual “el papel del héroe está vacante”.

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 En Francia, fue Victor Hugo el que prosiguió el proyecto  heroico del romanticismo, y quizás por eso Baudelaire le  dedica su poema “El cisne”[1], que explora el fracaso  del proyecto romántico:

 Pienso en la negra, enflaquecida y tísica,
 que patina sobre el lodo, buscando, con ojo huraño,
 los cocoteros ausentes del África espléndida,
 tras la muralla inmensa de la bruma

 […]

 ¡Pienso en los marineros en una isla olvidada,
 en los cautivos, en los vencidos… y en muchos más!

 Baudelaire rechazaba al Hugo épico y político, que fue desterrado a una isla olvidada: Guernesey. Y Palés  probablemente cita la que propone “El cisne” desde su propia isla olvidada —Guayama—, llena de frenéticos  negros nostálgicos, de cautivos, de vencidos, y de “muchos más”. No resultará, pues, tan curiosa la intuición  de Palés, al postular Litoral, su Kunstlerroman, como una guerra a muerte entre el asumir para sí la voz-del-poeta-como-representante-de-su-comunidad, y asumir la voz poética enrarecida, sutil, resbaladiza, no comprometida, del poeta-como-dandy.

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Recordemos una de las veladas masónicas en que el padre del protagonista de Litoral, Manuel Pedralves, se regodeaba en la declamación de poemas de Hugo para sus amigos, como preámbulo a la discusión de temas sociales, religiosos y políticos. En ese capítulo de la novela —“Tertulia del domingo”— la recitación de un poema de Hugo promueve el recuerdo de la vez que el maestro Pedralves fue encarcelado por su intolerancia religiosa y puesto en libertad por aclamación de la comunidad. El maestro Pedralves es en su comunidad el equivalente de Victor Hugo, la voz del clamor por la justicia igualitaria. A esa figura prepotente, el jovenzuelo Manuel Pedralves oponía su insistente lasitud de dandy baudelaireano. En Litoral, la falta de proyecto del hijo socava el proyecto del padre.

3.  …de mis afinidades vengo, o “la isla del día después”

En Las flores del mal, Baudelaire nos invita a más de un viaje. Deseo aquí resaltar dos: “Invitación al viaje”[2] y “Viaje a Citerea". En el primer poema, Baudelaire, bajo la guisa de un orientalismo lánguido, configura su deseo de fuga hacia una utopía de los deseos satisfechos, donde todo es orden y belleza, lujo, calma y voluptuosidad, ese espacio paradisíaco en que alma y naturaleza se comunican en una lengua común: la “dulce lengua natal”, materna, originaria. Paraíso prelapsario, en cuyo ámbito el “menor deseo” es satisfecho antes de ser deseo. Tierra fecunda y amable que nos recuerda el mullido regazo de las pardas hembras de Gauguin, y esa Isla Afortunada tropical, cálida, benévola, intocada por el Occidente europeo:

¡Mi niña, mi hermana,
sueña con el dulzor
de ir allá a vivir juntos!
¡Amar holgadamente,
amar y morir
en el país que te semeja!
Los soles mojados
de esos cielos nublados
para mi alma tienen el encanto
tan misterioso
de tus traidores ojos
brillando a través de tu llanto. 

Allá no hay sino orden y belleza,
lujo, calma y voluptuosidad. 

Muebles esplendentes,
bruñidos por los años,
decorarían tu alcoba;
las más raras flores
mezclando sus olores
a los vahos del ámbar,
los ricos techos,
los profundos espejos,
el esplendor oriental,
todo allí hablaría
al alma en secreto
su dulce lengua natal. 

Allá no hay sino orden y belleza,
lujo, calma y voluptuosidad. 

Mira sobre esos canales
dormir esos navíos
cuyo humor es vagabundo.
Es para saciar tu menor deseo
que vienen desde el fin del mundo.
—Los soles ponientes
revisten los campos,
los canales, la urbe toda,
de jacinto y de oro;
el mundo se duerme
en una cálida luz. 

Allá no hay sino orden y belleza,
lujo, calma y voluptuosidad.

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Si comparamos “Invitación al viaje” con algunas estrofas de “Viaje a Citerea”[3], vemos que este poema narra la caída:

¿Qué isla es esta, triste y negra? —Es Citerea,
nos dicen, país famoso en las canciones […] 

Citerea era apenas un terreno baldío
un desierto rocoso turbado por agrios gritos,
¡y sin embargo, se entreveía un objeto singular! […] 

Posadas sobre su pasto, las aves feroces
se ensañaban sobre un ahorcado ya maduro
cada una sobre él plantando su pico impuro
de la sangrante carroña en todos los rincones; 

los ojos eran dos huecos, y del hundido vientre
los intestinos sobre los muslos manaban pesados,
y sus verdugos, de horribles delicias cebados,
a picotazos lo habían castrado totalmente. […]
Habitante de Citerea, hijo de un cielo tan bello,
padecías en silencio los insultos
en expiación de tus infames cultos
y de los pecados que te privaron del entierro. 

¡Ridículo ahorcado, tus dolores son los míos!
Sentí, al ver tus miembros en el aire flotar,
hacia mis dientes como un vómito montar,
el largo río de hiel de los dolores antiguos […] 

—El cielo era encantador, la mar estaba en calma:
desde entonces, para mí todo fue sangrante y negro,
¡ay! y tenía, como en un sudario grueso,
el corazón amortajado en esa alegoría. 

En tu isla, ¡oh, Venus! sólo encontré en alto
un cadalso simbólico del que colgaba mi imagen […]
—¡Ah, Señor! ¡dame la fuerza y el coraje
para contemplar mi corazón y mi cuerpo sin asco!

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Citerea, la isla de Venus, diosa del amor, ha perdido su turgencia. La Isla Afortunada de la voluptuosidad satisfecha no es ya. En su lugar se levanta de las olas su ruina: una roca inhóspita, azotada por agrios gritos. En la playa, el cadáver de un ahorcado ofrenda su cuerpo purulento a las bestias de rapiña. No tarda el sujeto poético en identificarse con esta carroña estallada. Si en “Invitación al viaje”, el sujeto poético iba hacia un nuevo mundo, abierto como una promesa, en “Viaje a Citerea” ve que se ha cerrado el camino de retorno a la fuente de la belleza grecolatina, apoyatura de la cultura occidental. Su cuerpo se descompone como el cuerpo castrado de la tradición; las pústulas son tantas bocas explayadas, asquerosas, que nada dicen sino descomposición y desesperanza. Dado a escoger entre el nuevo mundo y el viejo, Baudelaire claramente escoge el nuevo como locus esperanzador, abierto a la posibilidad de un nuevo comienzo. En Citerea, la isla de Venus, sólo Dios puede dar fuerza para soportar el asco de sí propio. Por el contrario, en la Isla Afortunada, basta con estar: ningún esfuerzo es necesario.

Para su descripción del litoral guayamés, Palés no escoge la descripción de la Isla Afortunada, tradicional para la isla tropical —una piensa, por ejemplo, en la “Canción de las Antillas” de Lloréns, o en “La tierruca”, de Virgilio Dávila—, isla virgen antes de la caída, sino la descripción de la árida isla de Venus, “tierra estéril y madrastra”, isla del día después de la caída, para parafrasear el título de la novela de Umberto Eco. Para Palés, su “Isla Afortunada” es una especie de paraíso al revés, y así lo vemos en el Capítulo X de Litoral: “Vacaciones”.

 “Alrededor de la casa, ni un árbol, ni un mezquino retoño. La tierra, rasa y yerma, dilátase ante los ojos como una piel escaldada, con algunos grumos de vello vegetal y algunos claros de agua pantanosa. […] Todo el salitral brilla como una masa vidriosa, despidiendo un vaho candente. El cielo, por contraste, es de un azul angélico y tierno […] Rebota el sol contra las techumbres y borbollea, como caldo suculento, el agua espesa de las marismas […] Detrás del malezal la tierra se abre en claro nuevamente, dura y roja. Es entonces una carne magullada rota de heridas y pústulas. De las quiebras del terreno sube un humor salobre, un humedal estéril y maloliente. A trechos, crecen pelados escambrones, acribillados de nidos de parásitos que trepan por las ramas en tupidas ringleras […] Esta tierra cosida de agujeros despide un tufo mareante de mocho, de cosa descompuesta, de verija”.

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La tierra misma se describe como un cadáver tumefacto, que se pudre con parsimonia y lasitud bajo un cielo hermoso e indiferente. La referencia a la Citerea baudelaireana se concreta con la descripción del ahorcado en el Capítulo XIV de Litoral, y cito:

“Allí pende el cadáver de un hombre. Es un horror. Sobre los hombros y la monda cabeza grotescamente desnucada por el lazo de la horca, abátese una feroz y aleteante lluvia de pájaros, que hunden sus picos inquisidores en los pocos grumos de piel fungosa que aún permanecen adheridos a la calavera. Los ojos son dos enormes agujeros y la boca, rígidamente cerrada por el trismo de la muerte, nos ríe con su mueca horripilante desde su descarnada dentadura. […] Para los negros pájaros, ese géiser nauseabundo y vertical de gusanos, hueso y piltrafa, resulta el festín de Baltasar…”

Esta descripción del paisaje, que nos recuerda las “fofas carnaciones y “los inútiles deseos apagados” que registra el poema palesiano “Topografía”, establece el paralelismo entre el paisaje del litoral y la descripción del muerto, desde los pocos grumos de pelo vegetal sobre la tierra como cabeza pelada, los claros de agua pantanosa que recuerdan los ojos del ahorcado, las pústulas asqueantes en la piel de la tierra magullada y rota que remiten a otras tantas pústulas y desgarraduras en el cadáver: tierra ahorcada, cadáver solitario e insepulto que despierta en el poeta una dolorosa empatía:

“Ante ese ahorcado, vuelvo a sentir la soledad que me infundieron las noches estrelladas del páramo; vuelvo a presenciar la lucha sin cuartel de los peces bajo las aguas. Se repite ahora idéntico drama, aunque con distintos actores. Pero ahora, también siento, contemplando la ruin carroña, el dolor de aquella lucha y aquella soledad, como en carne propia”.

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Y de esa carne propia se trata. En el capítulo XXVII, “Iniciación”, así describe el dandy Manuel Pedralves su triste figura al explicarnos su tardía iniciación al mundo de la voluptuosidad carnal:

“Mi carácter tímido y retraído había tirado una invisible frontera entre el mundo salaz de la carne y el de mis sentimientos amorosos. Además, estaban mi pobreza y el forzado desaliño de mi indumentaria en la que el costurón y el siete alternaban con la lámpara y la rodillera y el parche o remiendo de gran porte […] Andábame alto y flaco, tan huido de carnes como de fondos; llevaba la melena a lo mistral, más quitada de barbero que sobrada de romanticismo y en mi rostro se prendían unos ojos afiebrados de hambre y de tristeza”.

Las desgarraduras en esa otra piel social que es la vestimenta, el talante solitario de páramo desierto, los ojos afiebrados y hambrientos, presumiblemente hoscos y hundidos, la cabeza rapada, remiten de nuevo a la tierra desgarrada, a la piel, rota del ahorcado. Cuerpo propio, ahorcado y tierra estéril se responden, como se responden en el poema de Baudelaire “Viaje a Citerea”.

4. El muerto devorante

Volvamos a Ellen Ripley. Por sus venas laberínticas fluye una sangre gástrica producto de su clonación cruzada con el alien; sangre dañina que amenaza con deglutir el universo entero, de volverlo savia propia, extraña, extranjera. Me gustaría partir de esta corrosividad estallada del alien para seguir leyendo la carroña palesiana: corrosividad en la que hierve, como en caldo primigenio, un “pueblo negro”.

En su ensayo “Hacia una poesía antillana” (1932), Palés comentaba la desigual adaptación del blanco al trópico y la ventaja que parece llevarle el negro. Ambos trasplantados, el negro, al contrario del blanco, “se expande y desenvuelve como en su propia casa”. El blanco responde a su nuevo ambiente tropical con lo que llama Palés “el tedio de las islas —ese insondable tedio que produce la inadaptación”, en cuyo “estado espiritual… toman ventaja las potencias oscuras del alma negra para implantar en las Antillas sus modos, rasgos y ritmos peculiares, cuya realidad en el carácter del antillano es imposible de rebatir y que desvinculan nuestro pueblo de lo hispánico, forjándole una identidad propia […] Porque si la cultura habrá de tener […] valor substancial y no meramente externo y formativo, habrá de ser un constante fluir, un perenne reproducirse del ser o de la raza, en armonía con el paisaje”.

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Ya lo vimos en la nueva Citerea que es Guayama: tedio del blanco que en su abulia es penetrado por el negro y esa misma negritud parasitaria coloniza su cuerpo, lo descompone, transforma sus entrañas en otredad —ese alien interno— dejándole apenas la piel, esa delgada frontera, para contener el caldo hirviente, la melaza pegajosa, siempre a punto de estallar como estalla el cadáver maduro, como estalla la tierra del litoral, cuarteada, magullada. La palabra misma litoral nos remite a esa frágil línea donde florece el fermento de la podredumbre.

El pueblo negro hierve en las pústulas. Pero lo que en Baudelaire era el cadáver de la tradición, en Palés ha quedado reducido a la frágil piel que en cualquier momento puede quebrarse para que se desborden “las potencias oscuras del alma”. En el argumento palesiano, y cito de Litoral, “sólo el negro se desenvuelve como en su propia casa”. La acelerada actividad de ese  proceso de fermentación se ubica en las fisuras purulentas de esta tierra, en las heridas del cadáver.  

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De la sangre negra, corrosiva,  casi basta una gota, como ocurre con la sangre gástrica de Ellen Ripley, cuya mordedura —recordemos que así se llama, en el arte  del grabado en metal, el acto de marcar la plancha con ácido para crear la imagen— tiene su igual en la enorme boca y en los  afilados dientes del alien. El otro devora desde adentro del yo hacia fuera. La cultura occidental, emblematizada, creo yo, en esta piel  blanca y frágil, casi equívoca, es apenas quebradizo continente: pintura y capota. Bien pudiera decirse que el apostolado de renuncia  del dandy guayamés, su voluntad de cadáver colgante, es más bien un “apustulado”: el escenario de la devoración cultural, del  sancocho borbollante de los imaginarios.

 5. Final

 Todo esto es ficción.

 Palés parte de nociones de determinismo geográfico para explicar la adaptabilidad de los negros a nuestra isla, buscando armonía  entre el paisaje y la raza. Basa sus guerras emblemáticas entre propuestas poéticas —por ejemplo, Baudelaire versus Hugo. Produce  la devoración como relato. Crea un blanco libresco y un negro igualmente libresco. que producen un mulato también libresco, como si  en su obra la llamada poesía “negra” y la llamada “blanca” no fueran más que el frágil litoral y su florescencia, complejo inseparable,  casi indistinguible.

 Todo nos remite a una sola boca devoradora: la del poeta, a su bibliofagia producto del “tedio de las islas”. Y una sola secreción  gástrica: su verso, su palabra, que todo lo corroerá. En el muerto devorante, Palés se construye como sujeto poético, propone su  autobiografía posible. Esto es Litoral, escenas fragmentarias, un texto apenas digerido, casi defecado, incompletable, carroña, ruina  futura. Por la fisuras entre los capítulos de Litoral mana la purulencia. Tal vez la aguda fetidez de este cadáver textual le obligó a  cerrar su cuaderno antes de ponerle al escrito el punto final.

 

 

 

Habría que ir más lejos. No hay redentorismos en Palés. En su obra, literalmente, el papel de héroe está vacante. Su actitud es la del cronista prolijo devorado por dolorosos talantes encontrados entre el inyecto y el abyecto, combate que se da, literalmente, a flor de piel. ¿Nos propone Palés la mulatería como utopía de encuentros/borradura de toda frontera? ¿O, más bien, narra las tensiones y distensiones de la piel volátil, florecida, gastricada, secretante? Porque la nueva Citerea es un lugar lleno de muerte pero lleno de vida, espacio de ambigua celebración, de oscuridades iluminadas de noche por el fuego fatuo de la cadavérica marisma y, de día, por un sol de canícula.

Notas:

[1] Traducción del francés de Lilliana Ramos Collado y Maribel Pintado.

[2] Traducción del francés de Lilliana Ramos Collado y Maribel Pintado.

[3] Traducción del francés de Lilliana Ramos Collado y Maribel Pintado.

*Este ensayo es una versión muy abreviada y un poco retocada del que leí bajo el título Viaje a Citeres: El Baudelaire de Palés” en el  Primer Congreso Internacional Luis Palés Matos celebrado por la Universidad Interamericana, Recinto de Guayama. Hotel Sands, San Juan, Isla Verde, PR, 19-20 de marzo, 1998. El ensayo se publicó en las actas de ese Congreso y en la Revista de Estudios Hispánicos, UPR, Vol. XXV, Núms. 1 y 2 (1998): 33-44.

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