lanovelaberinto

“Para salir del laberinto, tenemos que encontrar el laberinto…”
—Manuel Ramos Otero, La novelabingo

 

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L@s lector@s se habrán dado cuenta de que estoy dedicando mis colaboraciones crítico-literarias en Cruce a autores que yo llamaría “los nuevos clásicos”. Dediqué la primera a La belleza bruta de Francisco Font Acevedo. La segunda, a Mundo cruel de Luis Negrón. La tercera inescapablemente le corresponde a Manuel Ramos Otero y a la que considero su obra cumbre: La novelabingo (1976). Hago, no obstante, una aclaración fundamental: este comentario se refiere a la primera edición[1], y no a la más reciente, lanzada por el ICP hace pocas semanas.

La novelabingo (1976), de Manuel Ramos Otero tiene sus precursores en la novela en imágenes de Max Ernst titulada Une semaine de Bonté (1934), realizada a base de collages de pedazos, ilustraciones de libros del s. XIX, y en Rayuela (1963), de Julio Cortázar[2], que se fragua pa’lante y pa’trás siguiendo los saltos en un juego de peregrina (la “rayuela”). La novelabingo —un cruce entre la técnica del collage y el juego de azar/la peregrina— tiene una (falsa) trama policial que investiga la muerte de La novelabingo evidenciada en la accidentada prestidigitación de una serie de desapariciones, escamoteos y pistas falsas. En su hacerse discursivo, convoca con predilección la figura del laberinto, que pespuntea y organiza el repertorio de símbolos que nos dan acceso a este texto. Es la figura del laberinto el acceso privilegiado a esta diégesis delirante del Mamutcandungo.[3]

La novelabingo es una novela en busca de autor, o una novela en busca de lector, o una novela en busca de género, o un género en busca de expresión, o la autobiografía de una novela que se canta y se llora, o una parodia de sí misma, o un manuscrito encontrado producto de la partenogénesis narrativa… o todas las anteriores. Cada capítulo toma su título del nombre popular con que se cantan los bolos del bingo: el 66 se conoce como “las comadres”, el 50 como “mediopaquete”, el 15 es “niñabonita”, el 2  “Duque de la Victoria”, el 22 “los patitos comiendo arroz”, etc., nombres iniciáticos que conocen sólo las bingueras profesionales. El texto reproduce una narración descoyuntada subordinada al azar.

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La premisa es que los personajes-lectores extraen de una bolsa de bolos los capítulos al azar que pueden definirse como conflagración de posibilidades o, como lo llama el texto mismo, un bolocausto. Los capítulos son como una delirante red de asociaciones erráticas que nunca pasan de la página 1; las páginas no están numeradas y sólo sabemos el número de la primera, que sería, por supuesto, el [1]. Así que esta novela tiene una sola página larguísima en pliegos sin numerar, para que quepa por la puerta de la casa. Es una una sola página gigante que nos arropa.

Se propone que el autor ha renunciado a la autoridad sobre su texto y que cualquiera de los que figuran en él podría perfectamente asumir su papel. De hecho, el autor, la protagonista —una tal Nairí, desaparecida del texto por renunciar al papel protagónico y que sólo existe como motivo de la búsqueda y exploración memorística de los personajes—, un tal manolo [sic] que sueña ocasionalmente la novela, varias mujeres que se figuran como fuerzas naturales, y la propia maquinilla “electra 110” en la que se teclea el “manuscrito definitivo” de La novelabingo, atrapados todos en la bolsa de bolos —la “Bolsa Floreada” o “Mamutcandungo”, que se propone como un laberinto—, constantemente discurren la forma, el origen, la jerarquía de autoridades y el acceso al “texto” que tiene cada cual. El texto busca fisurar la ya existente fisura entre la realidad y la ficción y mete dentro del texto-candungo el texto mismo, la narración de su escritura, los personajes, los autores y los lectores. Como dijo Jacques Derrida, aquí no hay “rien hors du texte”, o “nada fuera del texto”.

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En pugna con esta labor de construcción del texto desde adentro por parte de los personajes, y desde afuera por el binguero lector, van apareciendo (o se anuncia la desaparición de) una serie de personajes de resistencia que tratan de construir otra novelabingo, esta vez La falsanovelabingo. Este equipo de pesadilla atenta constantemente contra la integridad de la historia (la biografía de la Desaparecida Nairí y la historia de la construcción y desaparición de la propia novelabingo).

Es lidereado por una tal Monserrate (que lleva el epíteto de “la más temible”), presidenta del club de las bingueras desafortunadas (Iubidis) quienes, al nunca poder cantar la palabra ¡bingo! durante un juego, pues siempre pierden la partida, tratan de silenciar La novelabingo que se quiere “cantada” y “azarosa”. Desplazados y fragmentados los enunciantes, la escritura también aparece como desplazamiento y fragmentación, como investigación de un pasado (el pasado de La novelabingo) constituido por la imaginación, en ruta hacia un futuro (el futuro de La novelabingo en que será leída) que se sabe igualmente inventado e imposible, pues la novela muere antes de de terminada y, en teoría nunca será leída.

La novela incluye, como su antinovela, un guión cinematográfico (el Bingofilm) que con sus imágenes mudas trata de eliminar el rastro de la escritura que forma la novela —inútilmente ya que este film se hace figurar en el texto como una descripción verbal que  elimina la temporalidad básica del medio cinematográfico y lo espacializa sobre la página—. La novelabingo termina en un velorio donde una plaga de lombrices y gusanos se arroja sobre el cadáver “velado” (tanto tapado por un velo, como objeto de las exequias), que no es otro que el manuscrito de La novelabingo, cuya página final aún yace dentro de la maquinilla electra 110. Estos gusanos salen de los propios intestinos laberínticos del texto que ha sido ejecutado (literal y figurativamente) ante los ojos del lector, de los personajes y del autor.

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La novelabingo narra la disolución de La novelabingo por fallas internas constitutivas. Es lo que parece afirmar Ramos Otero: la novela como género lleva en sí la larva de su propia destrucción. Aunque en La novelabingo, “el único remedio contra la muerte”[4] es la escritura la que constituye el desplazamiento que lleva a la muerte porque señala hacia el número Uno y hacia su consecuente soledad: la irredimible de la página. Como le ocurre al Innombrable en la novela homónima de Samuel Beckett o a la Scherezada de Las mil y una noches, el hilo de la vida (“el único remedio contra la muerte”) es el hilo de la trama, o (lo que es más desolador) el mero hilo del discurso.

Y el hilo aquí es esencial, pues se trata del de una Ariadna no tan buena tejedora y cuyo hilo no es tan efectivo como para resolver la salida del laberinto de La novelabingo. Desde el comienzo, la narración manifiesta la ansiedad de la salida, la ansiedad del laberinto. Ya en la primera página del primer capítulo, que se titula “50/Mediopaquete” se alude a este siniestro símbolo arquitectónico: “quién sabe de tus viajes interfloreados para ponerte a vender periódicos radicales en el semáforo de los laberintos de papel que aguanta lo que le pongan…” La línea textual, que aspira al sentido, se nos propone como la ruta tortuosa del laberinto:

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“somos redondos hasta desconocernos en nuestro propio espejo cóncavo y tenemos corazón de holograma y ahora que la mano se asoma por la claraboya de la Bolsa Floreada —primero las cinco uñas cepilladas luego los poros despidiéndose del agua florida y la silueta incoherente de los dedos que comenzaron a sobarse a cielo raso de nuestro laberinto donde nosotros los bolos de la novelabingo hemos esperado mediosiglo— luego fue toda la mano que se conocía la suerte al dedillo aquella mano porosa cubierta de luz cenital era mano de binguera desafortunada y fuen aquel instante mágico revelado por la libertad del Mamutcandungo que los noveleros personajes de la novelabingo comprendimos que no importaba cual de nosotros cayera entre el dedo gordo y el índice de aquella mano (todo indicaba que será el Mediopaquete del 50) todos correríamos novelabajo hasta desparramarnos por las islas y jugar esta novela de círculos concéntricos.” (p. [8]).

Papel-laberinto, islas-bolos y círculos concéntricos nos recalcan la imagen del laberinto; sus características fundantes son la obstrucción y la disyunción. Los ramales y veredas que surgen a derecha e izquierda —siempre disyuntos— en el laberinto no son accesos razonables a este espacio. En un laberinto, todos los pasadizos son potencialmente falsos en tanto disyuntos, y pegar una y encontrar “el camino” por un rato no nos garantiza que peguemos la próxima y demos con la salida. La disyunción depende del azar: no se aprende nada cuando se acierta. Cada callejón sin salida es una trampa, cada entrada también. “Las sendas del laberinto sirven para hacer la travesía del laberinto, para perderse, desorientarse, sentir el ánimo alterado, la mente obnubilada, la conciencia confusa.”[5]

Y así lo definen los diccionarios: “lugar artificiosamente formado de calles y encrucijadas [disyunciones], para que, confundiéndose el que está dentro, no pueda acertar con la salida,” dice el Diccionario de la Real Academia.  Los laberintos operan como castigos horribles a los que los padecen. Siendo artificiales, presuponen la mente de un artífice que sabría ostentar su clave —es decir, su salida—.

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El repertorio mundial de laberintos subsume en sus recámaras mitos, símbolos, edificios, sueños, deseos e íconos, y suele proyectarse como el espacio proceloso de la aventura.[6] De ahí los monstruos que lo habitan, las leyendas que lo apuntalan, los ritos iniciáticos que lo legitiman, y los castigos que lo hacen temible. “El laberinto [ha sido considerado] como emblema del mundo al revés, donde están custodiados misterios y verdades superiores, por tanto, según los casos, puede ser paradigma de los cielos o de los infiernos; expresión de una lógica opuesta a la humana, se presenta como lo inútil y gratuito, y de ahí su atribución lúdica”.[7] Pero el laberinto es una cosa para quien lo sufre y otra para quien lo construye. El paciente del laberinto lo asume como una prueba o como una pena a cumplir. El arquitecto del laberinto, –el que ostenta sus claves indispensables y juega el juego de la tortura— es el que tiene el poder de otorgar o no la salida del laberinto.

El texto de La novelabingo recoge los elementos paradigmáticos necesarios para formarse. Dos giros son importantes aquí: Ramos Otero por un lado advierte que su paradigma del laberinto es la alcantarilla de San Juan, que es más como un complejo de cavernas que nítido laberinto sagrado, visible para deleitar a su hacedor. Nadie avista el trazo o la traba de las alcantarilllas; nadie lo conoce. Por otro lado, el escritor propone una parodia del laberinto, de modo que la novela avanza espasmódicamente intercambiando los papeles alternos de los que conocerían el trazo y los que lo desconocen.

Así tenemos un escritor que no sabe lo que escribe, unos personajes que no saben lo que buscan, una sabia encantadora cervantina que se pierde en el silencio de las nubes de la Bolsa Floreada, una Bolsa Floreada sin exterior: el Mamutcandungo. Fundamentada en la cuadrícula azarosa del bingo, lo que se piensa como azar para fines de los jugadores son reglas que sólo conoce el detentor de las reglas o claves o el mapa o los secretos del bingo, que hace de esa cuadrícula una trampa pues es indescifrable y sólo se puede escapársele por azar.

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Los personajes que tratan desesperadamente de componer la novela de la cual son los personajes se percatan que existen innombrables planos en la estructura novelesca y que quizás los ha producido aquella de quien la novela resulta ser la autobiografía, constantemente escamoteada por sus sucesivas desapariciones. Por tanto, La novelabingo deviene la imagen de una red para atrapar a la que, por desaparecida, impide la concreción de una trama y de un discurso narrativo estricto. El orden de los bolos, los olores de un pan, el mapa de las islas, el mantel de Nairí, las palabras mismas de esta novela, son pistas que permiten adivinar una estructura cuyas claves están vedadas a todos menos, quizás, a la Desaparecida.

La actividad delirante de búsqueda que ocupa el tiempo narrativo de cada personaje de La novelabingo señala esta actividad hermenéutica como elemento principal de la trama. Su obstrucción/disyunción es el constante escamoteo de la clave. Así se nos asegura: “cada uno de los personajes sería conocedor de un número limitado de claves secretas y nadie sería conocedor de todas las claves del juego cósmico.” (p. [52]). La respuesta es el juego de azar, cuyas reglas estrictas no predicen la ruta o el resultado del acto lúdico.

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En oposición al gesto de búsqueda que vertebra la acción de los personajes presentes, está la proliferación de laberintos que deja a su paso la constante desaparición de la Desaparecida Nairí. En el capítulo titulado “11/las patitas de Monse”, el vértigo ante el abismo laberíntico ocurre en el intersticio entre cualesquiera dos palabras del idioma. La carencia hermenéutica es tal que la mención de una hemorragia de palabras unidas por la aliteración (una larga secuencia de palabras que empiezan con la misma letra, por ejemplo) al menos le otorga al mundo el orden alfabético. La anfibología y el barbarismo se convierten en lugares léxicos favoritos. Suscita el laberinto tan sólo tropezar con una errata cambiante del derrotero de la enunciación. La forma del laberinto nos amenaza desde la tradición literaria: entre un intertexto y otro, quién sabe a dónde vamos a parar al ramificarse hasta el infinito las alusiones.

Los géneros literarios también se ven erosionados por el laberinto: nos encontramos ante una novela laberinto, un laberinto operático, el laberinto de la realidad del pintor renacentista, en el bingofilm. Se esconde un laberinto en cada mención de la Equivocada Soledad, que una y otra vez se desparrama en alusiones a Octavio Paz. Laberinto también es el cadáver agusanado de la novelabingo, que yace a costados de la maquinilla electra 110 (¿una alusión quizás al hecho de que la suma de las dos patitas de Monse dan cero?), y es la casa donde yacen los personajes en el velorio de la novela que nunca acaba de comenzar y es La novelabingo natimuerta, quizás la promesa de un laberinto futuro; y es esa ciudad en cuyas calles se pierde la trama y nunca se encuentra; y es el mar sobre el cual las islas asemejan las habichuelitas sobre el cartón del bingo; y es el cuerpo de Monse la Más Temible, que, si subimos patas arriba por ella, nunca llegamos a su ombligo, a su clave: el omphalos mítico, el centro del mundo. Y laberinto son las piezas de samuelsón, que siempre pierden la clave (de su cucuplá cuplá); y es todo lo que es en La novelabingo. La geografía de la novela es un laberinto de alusiones a otros laberintos; de modo que cada uno son alegorías, modos de referirnos al Laberinto con mayúscula.

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Casi al final de La novelabingo, mientras se nos dice que “manuelo soñavisaba el laberinto”, la narración misma sentencia: “Para poder salir del laberinto tenemos que encontrar el laberinto. Estamos atrapados en la invisibilidad de una búsqueda”. La novela deviene así la ocasión de una intuición acerca de los límites de inteligibilidad de un mundo que ha perdido —o, más bien, escamoteado— sus reglas del juego, y el juego ahora se ha convertido en buscar reglas alternas para no olvidar que jugamos, como si jugar el juego de la construcción de la diégesis novelesca constituyera el mejor remedio contra la muerte, y sólo nos queda añorar la salida que anunciaría, claro está, el momento final de la trama.

La encrucijada disyuntiva inenarrable equivale a nunca comenzar, finalmente, la novela, y escamotea la trama que nos llevaría a una muerte irremediable. La novelabingo, que nunca ha sido dicha, encontrada, cantada o visitada —está desaparecida, no lo olvidemos— muere, pero su muerte no es más que otra encrucijada en el laberinto. Como decimos en Bayamón, la matan pero no muere, porque ahí están las palabras que aluden a ella sin acabar de comenzar a narrarla. “Las palabras son el primer laberinto de la vida” afirma el texto”. Y el laberinto se funda en el hecho aterrador de que Una palabra nunca es Una palabra. Cada una está preñada, cada una es una encrucijada, cada una abre un nuevo pasadizo en el laberinto, cada una tuerce la ruta o posibilita otra ruta, o la cierra, o la abre, o la recuerda, o la olvida, o la encuentra, o la pierde, o la….

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 *Con la excepción de la primera imagen (1era edición de "La novelabingo" de 1976), todas las imágenes son de Juan Caramuel y de "El libro de los laberintos" (Editorial Siruela), de Paolo Santarcangeli.

Notas:

[1] Manuel Ramos Otero. La novelabingo. Diseño y montaje de John Anthes. New York: El Libro Viaje (1976)

[2] ¡Casualidad de casualidades! La edición de Dover Publishing de la novela de Ernst (Une semaine de bonté. A Surrealistic Novel in Collage by Max Ernst. New York: Dover Publications, Inc., 1976) se publicó el mismo año en que se publicó La novelabingo… yo las adquirí las dos en 1977... Varios amigos me cuentan, entre ellos Armindo Núñez, que Manuel les leía su manuscrito en voz alta desde 1975, y que escribió bastante rápido. En una conversación que tuve con Manuel en 1981, me comentó que había decidido usar ilustraciones casi al final de su proceso de escritura, posiblemente en 1976, de modo que no me extraña que se inspirara en la edición de Dover de la novela de Ernst, pues La novelabingo puede leerse también como una novela surrealista… Quizás incluso Manuel conoció la edición original de otra novela surrealista llena de ilustraciones extravagantes: La Belle Captive, de Allain Robbe-Grillet (1975), que contenía 77 pinturas de René Magritte, creadas en espíritu similar de la novela de Ernst, pero todas haciendo referencia a una cautiva “desaparecida”, como ocurre en la novela de Manuel con la Desaparecida Nairí… Conociendo a Manuel, un escritor que era además de ser lector extraordinario, puede argumentarse que, en el desarrollo de La novelabingo se enfrascara en la lectura de los textos surrealistas más recientes, pues él tenía la virtud de estar al día. Desconozco si John Anthes, quien realizó el diseño y el montaje de La novelabingo, conocía estas referencias. Intuyo que sí, por las similaridades.

El surrealismo de Manuel se me queda en el tintero por ahora, pero es veta de análisis que promete ser muy productiva. Ya he comenzado mi pesquisa y los hallazgos son... pues… surrealistas

[3] La descripción que consigno aquí es un híbrido tomado de dos artículos que publiqué hace tiempo: “Verso y prosa de Manuel Ramos Otero”. Prólogo a Tálamos y Tumbas: Prosa y verso de Manuel Ramos Otero. Guadalajara Ediciones de la Universidad de Guadalajara (1998), pp. 11-34; y “Cervantes en el Mamutcandungo: Manuel Ramos Otero lee el Quijote”, Revista de Estudios Hispánicos, Vol. XXVI Núm. 3 (2001), pp. 241-264.

[4] Es el título del último capítulo de La novelabingo.

[5] Miguel Rivera Dorado. Los laberintos de la Antigüedad. Madrid: Alianza Editorial (1995), p. 19.

[6] Véase el erudito texto de Paolo Santarcangeli. “Cap. II. Inremeabilis error”. El libro de los laberintos. Historia de un mito y de un símbolo. Madrid: Editorial Siruela (1997), pp. 49-59. Ver también, en una onda más funky pero brillante, de Jacques Attali, The Labyrinth in Culture and Society. Pathways to Wisdom. Berkeley: North Atlantic Books (1999), especialmente el capítulo más funky de todos, “Traversing”, pp. 75-105.

[7] Rivera Dorado, op. cit., p. 25. 

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