Fotograma de Abre los ojos, de Alejandro Amenábar, 1997.
Seguro que los que han sido espectadores de Abre los ojos, el segundo largometraje de Alejandro Amenábar, estrenado en 1997, recuerdan de entre todas sus escenas, a cada cual más tensa y estremecedora, aquella en la que Eduardo Noriega llega en su coche a la Gran Vía madrileña -la avenida más transitada de la capital, ya sea de noche o de día-, y descubre, atónito, que ha desaparecido de ella toda presencia humana posible. Seguro que la escena llama también a las puertas de su memoria si sustituyen la Gran Vía por la neoyorkina Times Square y sitúan allí a un desconcertado Tom Cruise quien, sin aliento, emprende una febril carrera en busca de algún alma que le confirme que no es víctima de la pesadilla sobre la que se construye Vanilla Sky, la versión estadounidense dirigida por Cameron Crowe.
Existen espacios, en efecto, de los que no podemos desligar el tránsito humano cuando se evocan en nuestra memoria o cuando son escenario de nuestra experiencia directa; espacios que, al fin y al cabo, se levantaron con el propósito de gestionar grandes masas de transeúntes en sus instalaciones. La experiencia de encontrarlos desnudos y despojados del hormigueo humano para el que fueron diseñados ha atraído el objetivo de diversos fotógrafos en los últimos años, cuyos propósitos se inclinan a transmitir la pureza de las líneas de su diseño, libres ya de todo figurante de carne y hueso, o a servir de traductor visual al poético silencio –silencio a veces cargado de estremecimiento– que se respira entonces en su esqueleto.
Foto: José Gutiérrez, Universidad, 2010.
Uno de los artistas que se ha atrevido más recientemente a revelar estos espacios libres de ocupante alguno es el puertorriqueño José Gutiérrez, quien estrenaba hace un año una serie fotográfica protagonizada por cada una de las estaciones de tren urbano, fulgurantes y serenas, dejando traslucir con atractiva fascinación su inmaculada estructura y la simetría de sus líneas. La senda de esta exploración fotográfica de espacios colectivos exentos de personas lleva dos décadas siendo una práctica constante para la cámara de una de las maestras de este género, Candida Höfer. En lugar de estaciones de tránsito entre el viajero y su destino, esta fotógrafa alemana retrata –podríamos decir incluso que hasta cataloga– diferentes categorías de la arquitectura social, esto es, edificios de uso público o semipúblico, tales como bibliotecas, archivos, bancos, iglesias y museos.
El enorme formato de las imágenes envuelve al espectador y éstas desvelan tras su rigor, sobrio sólo en apariencia, la palpitación formal y la voluptuosidad lumínica y cromática que se albergaban en la mente del arquitecto cuando ingeniaba cada uno de estos espacios. Pero no es la precisión técnica ni la interpretación cultural del uso de estos edificios lo que nos ha traído hasta aquí, sino de nuevo esa ausencia de rastro humano que también pesa en sus fotografías, la cual llega a encender el desasosiego en algunas miradas ante esta certeza de soledad que ha venido a sustituir al tumulto. En una entrevista publicada hace unos años en el diario El País, la artista declaraba que, precisamente, la gente se hace más visible cuando está ausente de los espacios destinados para ella.
Candida Höfer, Musée du Louvre, París XVIII, 2005.
No puede ser casualidad entonces que Höfer eligiera para su ejercicio de taxonomía fotográfica de espacios públicos las salas de un museo, pero en concreto el más visitado del mundo, el parisino Musée du Louvre. Si, lamentablemente, algunos museos cuentan los días hasta que algún ticket se factura en sus taquillas, otros, como éste de la capital francesa, acumulan filas en su entrada y aglomeraciones en sus salas, por lo que las instantáneas de Höfer no dejan de provocar una hipnotizante fijación y logran revelar ese espectáculo de desnudez y silencio sólo reservado a guardias de seguridad nocturna o a curadores en preparación de sala. Otros artistas, sin embargo, se han atrevido a exprimir aún más el desconcierto de las miradas en un museo de arte, y no precisamente evacuando sus salas, sino desalojando sus cuadros.
José Manuel Ballester, Lugar para una Anunciación, 2007.
El reciente ganador del Premio Nacional de Fotografía 2010 en España, el madrileño José Manuel Ballester, ha sido un artista audaz en esta hazaña, capaz de provocar un éxodo de personajes en algunas de las pinturas más significativas de toda la historia del arte. Su forzosa invitación al abandono de las figuras viene a subrayar lo que ya apuntaba con perspicacia aquella fotógrafa alemana, que su ausencia reafirma su presencia, elevando su contundencia narrativa ahora que han escapado fuera de los límites del marco y estimulando magistralmente nuestra memoria, incitando nuestro desconcierto y algún que otro estremecimiento de melancolía, de nostálgico vacío.
Como toda buena obra de arte, estas intervenciones digitales de Ballester abren un espectro amplio de posibles lecturas visuales. La revelación del escenario sobre las figuras que lo solían ocupar, que es aquella con la que tradicionalmente se lee a los artistas anteriores y que él mismo lleva practicando con su fotografía arquitectónica durante años, es una de las iniciales. En el caso de la operación sobre la Anunciación de Fra Angélico, un temple sobre tabla de 1426, la ausencia de los personajes en tan sobrecogedora escena ha dejado al descubierto la pureza de las líneas clásicas de las bóvedas, la estilización de las columnas y la austeridad del espacio.
Si de los marcos arquitectónicos dirigimos la mirada a los escenarios naturales que envuelven tan legendarias escenas, Ballester se ha atrevido a subvertir la historia de los géneros de la pintura y su caduca jerarquía, otorgando el protagonismo a paisajes que durante siglos, hasta llegar a rozar el XVIII, tuvieron que conformarse con ser comparsa ornamental de escenificaciones humanas –mitológicas, históricas o literarias– como la que se sucede en el episodio de La historia de Nastagio degli Onesti, de Sandro Botticelli, tomada del Decamerón de Boccaccio.
José Manuel Ballester, Bosque italiano II, 2008.
La exclusión de los personajes del entorno artístico que siempre han ocupado adquiere en las fotografías de José Manuel Ballester un alcance que no es comparable, en cambio, a la de la marea humana, anónima, homogénea y circunstancial que estaría circulando con arritmia por los andenes o por los pasillos de los espacios reales que intervinieron aquellos otros fotógrafos. Las obras de Ballester traen consigo también un secuestro indefinido –físico o simbólico– del corazón argumental del legado pictórico del pasado.
Un aposento del desaparecido Palacio del Alcázar madrileño sin que en él aparezcan detenidos en un eterno instante ni la Infanta Margarita, ni los reyes, ni Velázquez, ni cortesanos ni meninas que atiendan a la tierna niña puede ser que nos convierta en privilegiados ocupantes que espían, vacía, una de las salas virtuales más célebres de la historia del arte, pero también nos despoja con amarga contundencia de la defensa más ilustre que jamás se haya pintado de la nobleza de la pintura y de aquellos que la practican.
José Manuel Ballester, detalle de intervención fotográfica en Las Meninas, de Diego Velázquez, 2011.
Cuando Ballester transforma con sus intervenciones al bosquiano Jardín de las Delicias en El Jardín deshabitado, elimina de un digital plumazo pecados y torturas, placeres, perversiones, castigos, desenfrenos, así como dioses, evas y adanes que provoquen y condenen a una humanidad longeva por la curiosidad y la tentación que es inherente a ella misma.
José Manuel Ballester, El jardín deshabitado, 2008.
En la montaña de Príncipe Pío donde se ejecutan los fusilamientos del 3 de mayo de 1808 –ahora sin pelotón justiciero, sin héroes que esperan su sacrificio en un improvisado matadero, sin cúmulo de cadáveres ni gritos de amarga entrega–, sólo quedan como huella la lámpara que iluminó la tenebrosa masacre y un charco de sangre aún caliente y palpitante. Los desastres de una guerra que con tormentoso ahínco retrató Francisco de Goya están aquí enterrados pero no han podido silenciarse. Con el simbólico efecto de ocultarlos, Ballester confirma nuevamente, con un taciturno lirismo, que al estar ausentes se transforman en presentes, que el tiempo avanza, que las vidas se consumen, pero que el arte permanece.
José Manuel Ballester, 3 de mayo, 2008.