Machuchal

arte

El vecino llama con el pito, y el mediodía de pronto se detiene. Lo dejo entrar, y por primera vez está en mi casa. Ya ha pasado un año y medio desde que nos conocimos. Dice que estuvo por afuera algunos días, al aire libre, por el campo. Que ha pensado en mí, y que como sabe que estoy solo, me ha traído inciensos, frutas y semillas. Me cuenta que los inciensos él mismo los hizo, junto con otras cosas que ya luego me enseña. Por ejemplo, dice, está este pito. Me explica que en su barrio era costumbre, ante la falta de teléfonos u otros medios comunicativos, que las visitas se anunciaran distintivamente por medio de sus ruidos. Siendo así las cosas, un ruido se le asignaba, por concenso general, a cada familia. Una sábana sonora distendía la separación de las viviendas. El ruido, entonces, funcionaba como alivio, un remedio accidentado que mermaba las distancias.

Siendo un barrio tan pobre y segregado, era difícil concertar previamente las visitas. Algunas casas nacían a mitad de la colina como muertos que de pronto despertaran. En ocasiones, me dice, dar un solo paso equivalía a reinventar el paisaje por completo. Era, en esos tiempos, demasiado fácil que la gente se perdiera. El régimen sonoro, en ocasiones como esta, resultaba ser de un valor incalculable. La distribución de los sonidos era opcional para cada familia. Había, eso sí, gradaciones singulares que se repartían respectivamente entre sus miembros. Tu forma de sonar te particularizaba.

El ruido, naturalmente, también disminuía la intimidad de las personas. Es por esta razón que en el barrio se ensayaba la prudencia de un ascetismo silencioso. Si Edgardo, por ejemplo, visitaba a Adriana al extremo opuesto del pueblo, más de la mitad del barrio, inclusive antes de que Edgardo llegara, ya lo sabría.

Mi vecino se llama José y tiene ochentaicuatro años. Me cuenta mi vecino que siempre fue de los más ruidosos. Que de un tiempo para acá la ciudad le ha sentado distinto. Que el ruido es una cosa que se da por sentado. Que ya no hay voces ni sonidos que resuenen de forma transparente. Que todo está confundido, que ya nada se le revela. Que puede que tal vez regrese, y que se quede donde todo es parranda.

José me dice esto mientras me obsequia unas semillas que ya germinaron. He visitado el jardín en la casa de José y yo, al menos, nunca he visto plantas. Sé que José está casado, pero que ya no vive con su pareja. Lo ha intentado, me ha dicho, en varias ocasiones, pero que en sus últimos años se ha inclinado un poco más por el silencio. Él y su esposa tienen una hija que no aprueba, me dice, la convivencia de sus padres. Recuerdo haber oído en más de una ocasión sus discusiones. Abundaban palabras como "tiempo", "armonía", "historia", "intensidad", "paciencia". Y recuerdo también entre sus frases un "ya no puedo, me he cansado". Recuerdo el ruido que hacían, sobre todo.

He querido preguntarle por qué me ha regalado unas semillas viejas, pero hace días que no duermo, y el pensamiento no me sale claro. La vecina de al lado por fin decidió remodelar su patio. Pero en su decisión no estaban incluídos todos los vecinos. Hace días que despierto al compás de martillazos. Las mañanas me han nacido con un rumor de bocas. Siempre he pensado, desde antes de mudarme, que en este pueblo las casas estaban demasiado juntas. Que la avenida queda demasiado cerca. Desde entonces las ventanas se regulan por cadencia. Sé que estás solo, me dice José, y sopla el pito. Todavía no has germinado. La música en la casa de José se oye casi tan alta como en la barra de la esquina. Los carros de la avenida transitan todas las noches por mi pasillo. He leído que las plantas reaccionan al sonido. Mi vecino desconoce que todavía es ruidoso. Que mi casa es una colina que despierta entre dos muertos que no se silencian.

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Lista de imágenes:

1) Paolo More, Do You Really Know Your Neighbors?, 2014.
2-4) Arne Svenson, de la serie The Neighbors, 2014. 


 

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