Desde nuestras tumbas: 'esquela y cuento para un maestro'

foto

 


Encontré en el disco duro de la computadora de Juan Manuel (luego de 5 años y medio de su muerte) varios documentos interesantes. Uno en particular es espeluznante. Se trata de una columna que dejó escrita para que se publique luego de su muerte. Y él creía en que "los muertos mandan". La columna, que además es una esquela, trata sobre el entierro de José Luis González a quien le unió una gran amistad. No es meramente el entierro sino la historia secreta de cómo se las agenció para cumplir con la voluntad expresa de José Luis de que Juan Manuel se encargara de que se incluyeran en su ataud las cenizas de su mamá. El problema es que esas cenizas estaban en una urna en su casa de México y tanto ataud como urna tenían que venir en avión para cumplir con su deseo de ser enterrado en San Lorenzo, en el mismo lugar que su padre.

Gracias a mi amiga Sonia Cabanillas puedo cumplir con este mandato de mi marido para que se publique lo que escribió hace 15 años atrás.

—Ivonne Acosta Lespier

 


Jueves 12 de diciembre de 1996.
bandera PR

In memoriam
JOSÉ LUIS RODOLFO DE LA ALTAGRACIA GONZÁLEZ COISCOU

Al Maestro.

Bienvenido a tu tierra. Más allá de tu nueva visita al cuarto piso, la muerte te nos trajo, como siempre quisiste, y te deposita en San Lorenzo para que tu espíritu viva, como vivirá tu corazón, para siempre en tu patria, entre tu pueblo, nosotros.

~IVONNE & JUANMA~

Familias García-Acosta, Oliver García, García Maymí, Mahoney García y los pinos nuevos Idris, Miguelito, Mariana, Bianca. 


Jueves 11 de enero de 2001.

 

"Murió papá". La llamada había llegado sin anunciarse, como tantas otras en la noche en que suena, amenazante, el maldito teléfono. Era el hijo de José Luis, con voz que denotaba gravedad, desde México. "Quiso que lo enterraran en San Lorenzo. Me dijo que tú sabes. Ayúdame". La solicitud estaba de más.

Hoy, que preparo mi curso sobre la historia geocultural de la afirmación nacional para el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, se me presenta en casi toda lectura la figura enorme, campechana, del Maestro José Luis González. Y siento que me convoca desde la tumba para hacer ahora el cuento que me había pedido no relatase hasta que yo estuviese muerto.

foto

Me contó José Luis que él me había conocido en un foro en la Universidad al que Manolo Maldonado Denis me había invitado a debatir con Roberto Sánchez Vilella sobre su propuesta de crear un centro de estudios en la Universidad. Yo me había ido a almorzar con Manolo con algunos tragos, y dije sin ambages y sin respeto en el almuerzo y luego en el foro que no se necesitaban más estudios, que se inauguraba la administración del Presidente Jimmy Carter, y que nosotros iniciaríamos un proceso para obligar a Puerto Rico a optar entre alternativas soberanas. Fui imprudente con Sánchez y José Luis me contó que entre el público me hizo una pregunta que no recordamos ninguno de los dos, y que yo no le hice caso. Hasta ahí nuestro primer, y muy abortado, encuentro.

Años después, leí con asombro y deleite El País de cuatro pisos, y quise conocerlo. Él vivía en México, así que me inventé con Manolo un seminario allá auspiciado por la Fundación Ana G. Méndez, de la que yo era Asesor Legal y "consiglieri". La historia de ese seminario quedará inédita por la objeción del prurito de Chuco Quintero, que nunca ha sido muy efectivo que digamos. Pero Ronald Reagan acababa de llegar al poder, el modelo puertorriqueño se abandonaba por el jamaiquino de la CIA que eran Edward Seaga y Jamaica, y nosotros lo discutimos allá.

foto

La noche del seminario, en casa de Gabriel Guerra, conocí de verdad a José Luis. Hablamos por horas de sustituir su visa por una permanente, y de su regreso a Puerto Rico. Acordamos un breve ensayo de su visita de tres meses, que luego se convertiría en Nueva visita al cuarto piso, que sus antiguos aliados desdeñaron luego de que se desentendieran de un hombre mucho más valioso que ellos.

Desde entonces, hasta unos meses antes de su muerte, nuestra amistad fue una honda, sencilla, entusiasmante. No éramos almas gemelas, sino lo contrario. Él era el pensador y el escritor, yo era el operativo de los medios y el eterno conspirador. El "intelectual mediático" me han llamado mis detractores, que no me ofenden con ello. Pero las largas tertulias, con otros o sin ellos, siempre eran cómodas, gentiles, como si quisiera que me sintiera igual, que no lo era. E Ivonne era su "socia", decía con ternura amable de mi compañera, a la que admiraba y quería.

Me dijo Luis Rafael Sánchez en la rotonda de La Torre de la Universidad de Puerto Rico cuando le rendían homenaje los universitarios a José Luis muerto, que creía él, Guico, que yo era otra persona desde que había conocido a José Luis. No me atreví a contradecirlo pero pensé que quizá había algo de ambos, que cambiamos ambos, como resultado de nuestra amistad. Yo aprendí de su historia (violentamente anticorsa, que eran los míos, y los suyos dominicanos, pero que él desdeñaba, prefiriendo al mulato boricua vendedor de mosquiteros que era su padre) y sé que él (tuvo ocasión de decírmelo varias veces) aprendió de mi práctica conspiratoria. Hubo simbiosis privada, pero no se lo dije a Guico por no contradecir a una leyenda. Yo volví a aquella Torre que había habitado como "anarcoletrado" (el término para nosotros de Alfredo Matilla) ese día, como "joseluista", y eso era más que suficiente, y a la interpelación de Guico, callé.

foto

La última vez que visité el apartamento en las Canteras de Oxtopulco (para hablar de la novela final que él deseaba escribir sobre Miguel Enríquez, y que escribieron luego sin éxito Enrique Laguerre y López Cantos) y que no estaba nada tan cerca como él decía de la Universidad Nacional Autónoma de México, ya José Luis estaba perennemente en bata, y bajaba con tiento la escalera que llevaba a su cuarto, y se sentaba, con algún dolor que no mencionaba, en su viejo butacón algo desvencijado, frente a la mesita llena de papeles y revistas viejos, en la que descansaba (hacía años, con una presencia algo amenazante como si ella estuviese allá con nosotros), la pequeña urna con las cenizas de su madre. 

Ese día, en que conversamos sobre nuestro fracaso y el de Marcos Rigau en ofrecer la República Asociada al regente Partido Popular Democrático, en medio del desgano que ello nos causaba a ambos, me pidió un favor: "cuando muera, me dijo, quiero que me entierren en San Lorenzo, en la tumba donde está mi padre. Pero quiero también unir a mamá con él. La familia de su segunda esposa se podrá oponer, así que quiero que vayas pensando cómo metemos estas cenizas en la tumba, para que reposemos papá, mamá y yo, juntos".

Era una encomienda clandestina. Traté de entender el acuerdo tácito con detalles, pero su mano se levantó y me calló. No se hablará más del asunto. Me tocaba a mí implementar el mandato.

"Murió papá", me había dicho su hijo. "Tú sabes lo que tenemos que hacer". Asentí de inmediato, y pensé en un plan. Me comuniqué con Washington para expeditar el trámite y con American Airlines para trasladar el cadáver. Todo iba bien. En el Instituto de Cultura, la hermana de Rafi Anglada me dijo que interesaban hacerle un homenaje póstumo y un entierro de Estado. José Luis no lo hubiese tolerado, pero a Eva, su mujer, le gustaba. Accedí en nombre del hijo y de la viuda. Valía la pena.

Pero surgió un enorme inconveniente. El Alcalde de San Juan, Héctor Luis Acevedo, que nunca lo conoció, quería convertir el entierro en un espectáculo político para su beneficio, y quería enterrarlo en el Panteón de los Próceres, en el cementerio fuera de las murallas al lado de la barriada La Perla. Yo sabía que un entierro de prócer en San Juan hubiese horripilado al maestro muerto, y como buen espiritista que era, me hubiese salido de noche. Hubiese sido como lo que hicieron los mismos inconscientes a Luis Muñoz Marín, a quien le dedicaron un aeropuerto, cuando odiaba intensamente los aviones. Pero esos son los avatares de la mediocridad e insensibilidad de los políticos.

foto

Y la cosa era peor. Tenía que evitar que el Estado secuestrase el cadáver pues si lo lograban, la madre no se uniría con el padre en la eternidad, y como fiel creyente de que los muertos mandan, se me hizo imperativo detener aquella estupidez política. El hijo y la madre casi se rieron de la ironía y se mantuvieron firmes en cumplir la voluntad del muy voluntarioso José Luis.

Diseñamos el plan subversivo. Recluté de inmediato al Alcalde anexionista de San Lorenzo (el padre de José Luis había sido republicano de clavo pasao, y fue razón suficiente, y el Alcalde había sido discípulo de mi esposa Ivonne Acosta) para que exigiera que el muerto fuese enterrado en tierra de su padre, y se opusiera a la pretensión del Alcalde de San Juan. El Instituto de Cultura se puso de nuestro lado. Ganamos.

La conjura se implementó impecablemente. Para no levantar sospechas de las aduanas o de otras instrumentalidades de inteligencia norteamericana que podían estar interesadas, la urna con las cenizas de la madre viajarían en la cartera de Eva en todo el vuelo. En algún momento las depositaríamos en el féretro de José Luis, antes de que la escolta partiese para San Lorenzo.

foto

En el salón que se habilitó en el nuevo edificio del Instituto de Cultura, detrás del Cuartel de Ballajá, velamos el féretro.

Fue un acto sencillo, amable, más de sus amigos que de pomposos oficiales u oficios. No pudimos evitar que el Alcalde de San Juan viniese con camarógrafos a rendir un honor de militarito que deshonraba al muerto. Menos pudimos evitar que nos recriminase por no haberle permitido un majestuoso entierro en las bóvedas del Viejo San Juan. Pero nos reímos de él por dentro. José Luis, con aquél hermoso sentido del humor con que nos deleitó por tantos años, estábamos seguros, se reía a carcajadas dentro de su caja de muerto, y su espíritu, paradito al lado de nosotros, le hacía muecas al pretencioso Señor Alcalde. Era nuestra última broma común y conjunta, de las tantas que gozamos.

Tan pronto se fue el Alcalde, pedimos unos minutos solos en el salón para la viuda y el hijo. Ellos abrieron el ataúd, dieron el último beso al muerto, y Eva descargó de su cartera la urna con las cenizas de la madre y las colocó al lado del corazón de José Luis. Cerrado el ataúd nuevamente, madre e hijo, juntos, comenzaron entonces su travesía de honor hacia la tumba del padre. En la travesía hasta San Lorenzo, escoltados por pundonorosos policías motociclistas de San Juan, los niños salían de las escuelas para decirle adiós al Maestro suyo y mío.

foto

La madre del Maestro, desde la muerte, negaba su divorcio, se volvía a casar con su marido, se reconstituía la alianza boricua-dominicana, se reunía la familia del hijo único, gracias a la capacidad subversiva de su nieto, su mujer, y de un amigo.

Ya deben haber volado desde las almenas del Morro hacia la estrella de Belén mis cenizas. Muerto él y muerto yo, ya tienen permiso los que lean esta esquela y este cuento, para decirle a Puerto Rico que en San Lorenzo, en la humilde tumba en el promontorio, no descansan juntos (José Luis nunca descansará pues ya es inmortal) sino sobreviven juntos, la familia González Coiscou, y que yo me fui a los aires calurosos de El Morro hacia la estrella sola, orgulloso de nuestra conspiración exitosa.

Los muertos, creemos todavía los dos, en efecto, mandamos. 

 

 

 

 

 

 


Lista de imágenes:

1. Bandera de Puerto Rico; una petición especial del autor.
2. José Luis González.

3. José Luis González en simposio sobre Puerto Rico en el Caribe, Colegio de Abodagos, 1985.
4. José Luis González, Pepe Méndez y Juan Manuel García Passalacqua.
5. José Luis González en seminario de la UNAM, 1981.
6. José Luis González en simposio, 1985.
7. José Luis González, Juan Manuel García Passalacqua y Rafael Hernández Colón en La Fortaleza, 1985.
8. Tumba de José Luis González, en San Lorenzo, Puerto Rico.