Nota de lxs editorxs: "La fiesta" es el primer capítulo de la novela inédita, La noche de los canguros* asesinos, de Juan Carlos Quiñones, quien nos ha brindado la oportunidad de participar de este experimento literario.
Nota del autor: cada vez que una palabra en este texto vaya seguida por el siguiente símbolo (*), es permisible su sustitución por las siguientes palabras, y aún por otras: lemures, boricuas, avestruces, coquíes, payasos, australianos, aborígenes, aborígenes australianos (esta última a su vez sustituible por las siguientes, y aún otras: Barundji, Wilhali, Nawu, karina, Yitha Yitha, etcétera) cetáceos, mariachis, puertorriqueños, astrólogos, pintores de brocha gorda, dromedarios, etcétera, sin que estos cambios modifiquen significativamente la superficie y el desarrollo a vuelo de pájaro de esta historia. No obstante, no dejaría de resultar interesante explorar los vericuetos posibles, alternos y/o paralelos que recorrería la trama del relato como resultado de dichas sustituciones. Esta tarea queda de ti, aguzado lector. Como decimos por acá, cuidado con cambiar chinas* por botellas*.
De modo que, Achtung!: dos sustituciones sí que resultarían peligrosas, y si las practicas, lo haces a tu propio riesgo: si colocas el nombre del autor detrás de cada asterisco, parecería como si no pasara nada, pero esta aparente inmutabilidad solo es prueba de que has enloquecido y te has tomado esta fábula literalmente; si colocas tu propio nombre, que dios te coja confesado, pues has fabricado un singular infierno hecho de espejos.
I. La fiesta
–Puñeta– me dije, encendiendo un cigarrillo, o apagándolo con la punta del zapato de charol sobre el asfalto duro de la acera, como en la film noir más cursi del mundo. Prender/apagar. No estoy seguro del rumbo binario que tomó el interruptor del acto, no estoy seguro de cuál es la versión correcta/acertada de los hechos. ¿Prendí? ¿Apagué? No me acuerdo. [cuestión de las versiones] O no me enteré. Esto no debe sorprender a nadie. Yo nunca me entero de un carajo en esta isla de mierda. Fue esta la razón por la que me dije lo que me dije arriba, al principio de esta historia. Hay las celebraciones, las verbenas, los días de recordar, los días de próceres, las fiestas patronales, los aniversarios patrios, los bautizos de ilustres inocentes, las tomas de posesión de los elegidos a todas las ramas de gobierno, las inauguraciones de administraciones públicas, de hospitales, de centros comerciales y de salud mental, todas esas vainas y yo nunca, pero nunca me entero. Despistado que soy, mal detective*. Soy, literalmente, un mal seguidor de pistas.
[ver versión en JC, cual es mejor]
Dicho esto, se haría innecesario decir que yo nunca me enteré de que esa noche se estaban celebrando las Fiestas de la Bahía precisamente en la bahía del Viejo San Juan. No obstante, lo diré. O ya lo dije, que no es lo mismo, pero es igual. ¡Oops! ¡Hay que joderse! Yo me cago en Silvio Rodríguez*, y juro por la santa madre de todo en lo que no creo que no es por razones políticas. Yo no creo en la política. Yo no creo en nada, o en casi nada que no es lo mismo, pero es igual. ¡Oops! ¡Otra vez! ¿Será posible? ¿Será que esta frasecita chula y repleta de poesía de la que se le pega a uno en el cielo de la boca como algodón de azúcar esconde alguna clave imprescindible para el desarrollo y el entendimiento cabal de este relato* y es por eso que ocurre la repetición tan de seguido? ¡Dios nos coja confesados!
[¿Es mejor esperar al final del párrafo “Pero esos son otros veinte $$$” Para explicar el principio (versión final) o aclarar el puñeta en ese mismo párrafo (versión arriba). [preguntar, Talia]
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XXXXXXVersión originalXXXXXXXX
-Puñeta- me dije, encendiendo un cigarrillo, o apagándolo con la punta del zapato de charol sobre el asfalto duro de la acera, como en la film noir más cursi del mundo. Prender/apagar. No estoy seguro del rumbo binario que tomó el interruptor del acto. O no me enteré. Esto no debe sorprender a nadie. Yo nunca me entero de un carajo en esta isla de mierda. Hay las celebraciones, las verbenas, los días de recordar, los días de próceres, las fiestas patronales, los aniversarios patrios, los bautizos de ilustres inocentes, las tomas de posesión de los elegidos a todas las ramas de gobierno, las inauguraciones de administraciones públicas, de hospitales, de centros comerciales y de salud mental, todas esas vainas y yo nunca, pero nunca me entero. Despistado que soy, mal detective*. Soy, literalmente, un mal seguidor de pistas.
Dicho esto, no habría que decir que yo nunca me enteré de que se estaban celebrando las Fiestas de la Bahía precisamente en la bahía del Viejo San Juan. No obstante, lo diré. O ya lo dije, que no es lo mismo, pero es igual. ¡Oops! ¡Hay que joderse! Yo me cago en Silvio Rodríguez*, y juro por la santa madre de todo lo que no creo que no es por razones políticas. Yo no creo en las políticas. Yo no creo en nada, o en casi nada, que no es lo mismo, pero es igual. ¡Oops! ¡Otra vez! ¿Será posible? ¿Será que esta frasecita chula y repleta de poesía de la que se le pega a uno en el cielo de la boca como algodón de azúcar esconde alguna clave imprescindible para el desarrollo y el entendimiento cabal de este relato* y por eso la repetición tan de seguido? ¡Dios nos coja confesados!
Pero, esos son otros veinte $$$. La cosa es que me tropiezo de frente y full force con las Fiestas de la Bahía que están en todo su apogeo o, como dicen por acá, a to’ jender. Me tropecé tan y tan duro con este jolgorio descomunal que juro que, aunque el choque inicial fue con los ojos (luces, machinas vistas de lejos, nube de humo como techo flotante y fosforescente en la noche) y con los oídos (música, alboroto súbito y general), donde más me dolió fue en la nariz, como cuando uno va de prisa o simplemente despistado (entiéndase mal detective*) y se lleva por el medio un poste, el cristal transparente de una puerta o una ventana, un espejo o, en el peor de los casos, a otro de esos seres bípedos que algunos santos inocentes llaman el prójimo*. ¡Ouch! Yo expresé el dolor del golpe figurado y la sorpresa del encontronazo real con otra interjección, ésta carente de signos de exclamación. Con esa interjección soez –precedida, eso sí, de un flamante e inicial guión– es que comienza esta historia* (véase arriba).
XXXXXHasta aqui versión originalXXXXXXXXXX
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Pero, esos son otros veinte $$$. La cosa es que me tropiezo de frente y full force con las Fiestas de la Bahía que están en todo su apogeo o, como dicen por acá, a to’ jender. Me tropecé tan y tan duro con este jolgorio descomunal que juro que, aunque el choque inicial fue con los ojos (luces, machinas vistas de lejos, nube de humo como techo flotante y fosforescente en la noche) y con los oídos (música, alboroto súbito y general), donde más me dolió fue en la nariz, como cuando uno va de prisa o simplemente despistado (entiéndase mal detective*) y se lleva por el medio un poste, el cristal transparente de una puerta o una ventana, un espejo o, en el peor de los casos, a otro de esos seres bípedos que algunos santos inocentes llaman el prójimo*. ¡Ouch! Yo expresé el dolor del golpe figurado y la sorpresa del encontronazo real con otra interjección, ésta carente de signos de exclamación. Con esa interjección –precedida, eso sí, de un flamante e inicial guión– es que comienza esta historia* (véase arriba).
Pero, prosigo, porque queda cuento para largo, ya que esta vaina está empezando. Sigo, de hecho, caminando por la encendida calle antillana luego de prender o apagar el cigarrillo según haya sido el caso –no se sabe– hasta llegar al predio donde se celebraba el vacilón. La fiesta estaba encendida. Al menos tan encendida como la ya mencionada encendida calle antillana (perdónese la redundancia s’il vous plait) y acaso más que aquella (perdónese esta afrenta al ilustre y difunto poeta Luis Palés Matos*, Q.E.P.D), entiéndase: machinas*, fuegos artificiales*, algodones de azúcar*, bacalaitos*, alcapurrias*, cerveza*, mucha cerveza, música* descomunal, estridente, pegajosa como los bacalaitos*, las alcapurrias* y el algodón de azucar*, banderas*, muchas banderas* del estado* libre* asociado* de puerto rico*, cuerpos* tan descomunales, tan estridentes y tan pegajosos como todo lo descomunal, lo estridente y lo pegajoso arriba mencionado y ron, pero muchísimo ron.
Todos los clisés sandungueros, sabrosos, sudorosos, salivantes, sobados, sobantes, sibaríticos y sodomitas, además de cuanta cosa aliterativa con eses sibilantes como silbido de serpiente que se le pudiera ocurrir al aguzado lector se dieron cita en el fiestón, como suelen hacer en todo fiestón que se celebra en esta islita de cartón. La vida es una cosa fenomenal, vive y vacila, voy subiendo voy bajando tú vives como yo vivo y yo vivo vacilando, va tembantumba de la quimbamba, la joda aunque me joda, toda esa manteca que nos une, baile botella y baraja, entiéndase. Compré una cerveza, por aquello de que una de tres no es buen promedio, pero vale para empezar.
Entre sorbo y sorbo pude ver allí, con mis propios ojos, las siguientes cosas:
/un enano
/una mujer encinta con unos mahones apretadísimos
/una niña con un globo en forma de coquí mucho más grande que ella
/una piñata
/un hombre sentado en el piso con unos bongoces entre las piernas
/un quiosco que vendía celulares a precios módicos
/un tiovivo
/un payaso
/un perro sin sarna en el pellejo
/un niño con un siquitraque que no paraba de sonar y sonar
/un carrito de mantecados
/una mujer con unos globos en forma de senos en el pecho
/un señor vestido de rojo
/una tarima
/una cantante de merengue trepada en una tarima
/otra vez un enano
\un tipo que me pidió un cigarrillo
No soy, o no suelo ser de esos que privilegian el detalle y se regodean en la descripción de los personajes (como se ha visto, tiendo a preferir más a la enumeración que a la descripción, apostándole más $$$ a la acumulación que a la radiografía), pero este hombre que se me acercó, todo él una cosa hecha de desfachatez ambulante, definitivamente merece una excepción, aunque seré sucinto: estaba vestido de puertorriqueño*.
- Coño, ahora dame fuego. –añadió y, recibido éste, encendió.
Estábamos parados frente a la tarima donde la antes mencionada merenguera cantaba a viva voz. Para serles sinceros, lo cierto es que no cantaba verdaderamente, sino que abría y cerraba la boca sincronizadamente con el sonido de su voz pregrabada en una pista que se escuchaba a través de los amplificadores más descomunales, estridentes y pegajosos jamás vistos. La imagen de la merenguera, digamos el simulacro del simulacro que estaba ocurriendo en la tarima, era reproducido fielmente en dos pantallas enormes que se apostaban como guardianes, una a la izquierda y otra a la derecha del escenario. He dicho como guardianes y he dicho bien: gracias a ellas, era absolutamente imposible escapar a la experiencia del espectáculo.
- Esa que tú ves ahí –me dijo el tipo, mientras me golpeaba con el codo derramándome la cerveza y señalaba hacia la tarima con un gesto ladeado de la cabeza–, esa que tú ves ahí es, nada más y nada menos, que la próxima J-Lo*.
- Y, ¿quién es Ieilo*? – pregunté yo, mal detective.
- ¡Diablo mano! ¡Se ve que no conoces! – respondió el tipo, mientras sacudía la cabeza entre decepcionado e indignado y sacudía el resto del cuerpo al ritmo de la pista que boqueaba aquella merenguera como un pez fuera del agua.
De pronto, y a mitad de canción, mi nuevo amigo me derramó el resto de la cerveza con el codo para informarme que ahora venía a cantar el próximo Ricky Martin*. Y así fue. Un joven idéntico al cantante se subió al escenario al finalizar la canción que balbuceaba la merenguera y comenzó a cantar, o al menos a imitar lo que había hecho antes la merenguera con la boca. El muchacho era tan y tan parecido a Ricky Martin* que, siendo el caso que no era el susodicho cantante, lejos de provocar confusión del tipo “¡Miren, miren! ¡Es Ricky Martin*!” provocaba una reacción un poco apenada y muy burlona por parte del público.
Y es que, para el público, aquella inquietante similaridad solamente acentuaba las diferencias que, hay que decirlo ¿en favor? del proto-Martin*, eran mínimas. Las reacciones apenadas eran del tipo “Bendito, el chamaco tiene talento, pero debe encontrar su propio estilo y no imitar a Ricky Martin*”. Las reacciones burlonas eran tantas y tan distintas que es imposible enumerarlas todas (aún conociendo mi predilección por este recurso literario), pero baste con un botón, o con varios: “¡Chacho! ¡Bájate de ahí, fresco, canto de copión! ¿Tú no entiendes que Ricky* es RICKY*? ¡Qué poco tú has vivido tipo! ¡No hay nadie como Ricky*! ¡Ricky es ÚNICO, INIGUALABLE, ORIGINAL! ¡Ricky Martin* es el único Ricky Martin*! ¡No hay comparación posible hermano!” Entiéndase.
Esto se repitió varias veces de acuerdo al siguiente protocolo: una y otra vez, propinándome un codazo, aunque ya no tenía cerveza que derramar, mi nuevo amigo me avisaba del turno inminente en tarima del próximo Daddy Yankee*, la próxima Shakira*, los próximos RBD*, el próximo…según fuera el caso. ¡El tipo no fallaba ni una! Siempre predecía cada cambio de artista segundos antes de que el artista vigente terminara su última canción, con una certeza fenomenal. Delfos, había que llamarlo, hay que joderse. ¿Cómo se enteraba? Yo no sé. Yo nunca me entero de nada en esta isla de pacotilla.
Pude notar que todos estos artistas del porvenir recibían el mismo trato del público, entiéndase los dos tipos de reacción descritos arriba. Además, gracias a la vigilancia de las pantallas gigantes, había nada menos que cuatro copias y copias de copias ocurriendo ante los ojos de los espectadores, mientras que el original, si es que existía, estaba ausente, entiéndase: el artista de cuerpo presente que imitaba a otro artista “verdadero” (entiéndase famoso) que no se encontraba por ningún lado; ese mismo artista imitador, pero en función de imitador de sí mismo, dado el hecho de que simulaba que estaba cantando en vivo mientras en realidad sólo movía los labios sincronizadamente con su propia voz en la pista musical; la copia de ese artista imitador de otro y de sí mismo reproducida fiel y descomunalmente en la pantalla ubicada a la izquierda de la tarima; y la copia correspondiente a la anterior, ahora situada en el lado derecho del escenario. ¡Carajo! Si es para volverse loco, ¿verdad? Como una casa de la risa de esas de feria.
Tengo que decir que algunos de aquellos nombres que designaban el estadio futuro y final de la metamorfosis que, según yo entendía, estaban experimentando aquellos wannabes para llegar a ser las gentes en las que se convertirían algún día que no era hoy me eran familiares: soy despistado y mal detective y soy el primero en admitirlo, mas no soy extraplanetario. Cierto es que la mayoría de aquellos nombres rebotaban limpiamente contra la gruesa pared de mi despiste y mi ignorancia. Pero, eso sí: ninguno de los nombres propios de aquellos cantantes que posaban de cuerpo (que no de voz) presente sobre la tarima me resultaba conocido. Desconozco cuán pertinente sea el siguiente dato para el desarrollo y la comprensión cabal de esta historia (como se irá viendo con el tiempo, yo sé mucho, pero no lo sé todo), pero aquí va: al menos para mí, aquellos bípedos que brincaban, se agitaban y se contorsionaban moviendo mucho los brazos, las piernas y la boca sobre el escenario eran seres ignotos.
Estas cosas y otras que no digo porque no vienen al caso en este caso estaba yo pensando mientras miraba al próximo Ricardo Arjona*, a sus clones y a los clones de sus clones brincar, agitarse y contorsionarse trepados todos en el escenario. De pronto, mi nuevo amigo –de quien me había olvidado completamente en mis cavilaciones, cosa difícil dada la frecuencia con que me golpeaba inmisericordemente con el codo y no sólo con el codo como se verá inmediatamente– me dio una palmada sólida en el homoplato derecho que me sacudió violentamente, sacándome bastante aire y, acto seguido, me pidió otro cigarrillo. Luego me pidió fuego, encendió y habló.
- Hermanito, nos vemos, yo me voy – me dijo el tipo, alzando la mano izquierda casi en un saludo nazi a modo de despedida.
- Pero, ¿te vas ahora? Si esta vaina parece que está empezando. – le pregunté y no sé ni porqué, ya que no estaba exactamente disfrutando de su compañía.
-¡Chacho, se ve que no conoces! –me respondió, retrocediendo en su retirada – ¡Qué poco tú has vivido mano! ¿Tú no ves que este bembé se acabó?
- No, no lo veo. – le respondí, mirando a mi alrededor buscando pistas que evidenciaran o mostraran que el evento estaba en sus postrimerías, sin percibir ninguna – ¿Cómo lo sabes?
- Porque ahora vienen los canguros. –respondió mi nuevo amigo, ya lejano– ¡Chequeamos!
Ahora es que llegan los canguros.