Decía antes que el arte es acción y la religión adoración. En tanto que el hombre actúa, no está sujeto a la imploración. Se implora porque se quiere algo que no está en nuestras manos. El hombre que acude ante su dios, lo hace movido por la impotencia de obrar ante una situación que se le resiste.
-Virgilio Piñera, “El país del arte” (Buenos Aires, 1947)
La victoria del “no” en el plebiscito sobre el derecho a la fianza, la elección de Carmen Yulín a la alcaldía de San Juan, la victoria raspa-cum-laude del Partido Popular Democrático durante las pasadas elecciones, el boicot y cancelación del programa Super-Exclusivo-La Comay regenteado por Kobbo Santarrosa, y al filo de estas letras, la derogación de la cuota a los estudiantes de la Universidad de Puerto Rico, han levantado señales de esperanza en algunas pantallas utópicas. En medio de esas circunstancias las plataformas mediáticas cobijan intercambios en torno a lo que significaría regresar o marcharse de Puerto Rico en esta coyuntura.
Semanas atrás, la guitarrista Ana María Rosado (me) preguntaba en Facebook: “Y después de un cuarto de siglo de partida empiezan a soñar con el regreso... es posible regresar?” Es una importante pregunta por difícil y heterogénea. Sobre todo porque declara que se trata de un “sueño” personal. Nunca me atrevería a condenar o a prescribir, de manera sumaria, el regreso como tampoco la partida de la isla. Podría sugerir algo si se me preguntara o si compartiera con el(la) interlocutor(a) cierta proximidad y un deseo por conversar el asunto, de escucharnos de veras.
Dicho sea de paso, no me interesa detenerme a considerar si en estos momentos que insinúan cambios es necesaria la alegría o el escepticismo, creer en el optimismo o si es inevitable algún despliegue afectivo que le confirme a la comunidad que cualquier negatividad es la forma misma de lo maligno. Ya en las redes sociales comienzan a circular aspavientos que entorpecen cualquier discusión sensata sobre el presente. Sobreabundan avivamientos de la buena fe, entrevistas a los nuevos funcionarios donde exhortan al uso apropiado y efectivo de los afectos o las esperanzas y, lo que es peor, orientaciones gremiales para el primer día de regreso a labores disfrazados de agenda administrativa.
Creo pertinente, no obstante, pensar en la posibilidad política de estos afectos. ¿Inauguran algo más fuera del círculo de los que celebran o se lamentan, o queda todo siempre igual dentro del bonche de los convencidos? ¿Cuáles son las condiciones de ese momento cuando una subjetividad decide intervenir “afectivamente” en una coyuntura? ¿Potencian estos afectos lazos, o comunidades de sentido que alteren la situación que los mueve? ¿Qué efectos reales, si alguno, tienen en este contexto “las emociones” y cómo estas podrían alterar las “medidas” que ejecuta la cultura del poder puertorriqueña? ¿Cómo ese sentirse bien o mal, alegre o decepcionado, ante las victorias puede traducirse en una conversación política verdadera? ¿Son estas emociones potencialidad para otra cosa ética o política, o son otra estación más para el eterno goce boricua?
Ante el reavivamiento de las esperanzas, cuestionarlas o definirles su legitimidad no sólo me parece pueril, sino de crasa condescendencia. Esto no implica que se deba inhibir alguien de asediarlas con entusiasmo o crueldad (Nietzsche) críticos. Soy creyente, doy por ciertos los poderes de la fuga, de la salida. Creo en el escape cuando una situación vivencial amenaza o es la forma misma de la intransitividad o del ahogo. Me gusta nadar. Sin embargo, me parece que la pregunta de Ana María sobre la posibilidad del regreso a Puerto Rico siempre recalará en paradojas y situaciones irresolubles, sobre todo porque sectores importantes de la comunidad donde se inscribe algún puerto de la travesía miran con sospecha al migrante o a los modos no consagrados de lidiar con este “problema”. Por otra parte, creo que la realidad afectiva del regreso puede darle paso a la realidad metafórica del regreso como dispositivo para una reflexión en torno a la lengua del demos puertorriqueño.
¿Es posible regresar? Desde un punto de vista, digamos, experimental, desde el tejido de la experiencia, nunca se regresa al lugar que se dejó una vez atrás, porque el tiempo modifica históricamente los términos de la travesía: el punto de partida, el punto de llegada y claro las circunstancias del migrante. Se regresa cuando algo está por comenzar, cuando una diferencia abre su abanico afectivo. Nunca se regresa a lo mismo,como de igual manera hay algunos que aunque lleguen al aeropuerto de Tombuctú su identidad no los dejará salir de casa o de su miopía vivencial.Se sale o se regresa porque la posibilidad de ambos recorridos insinúa una transformación, porque alguien imagina la promesa, la llegada de una eventualidad que destrabe la cosa y abra otro mundo. Por otra parte, hoy los viajes migratorios ya no dibujan líneas unidireccionales de sentido.
En estos días, preguntar sobre la posibilidad del regreso no es tan difícil como preguntar si es posible lo mínimamente posible. Nada hay más difícil, quizás, que preguntar por el estatuto de la potencialidad de los proyectos éticos y políticos en Puerto Rico. ¿Es posible hoy preguntar sobre las condiciones de posibilidad de la potencialidad puertorriqueña? ¿Qué es lo que se puede hacer en Puerto Rico? ¿Qué o quiénes lo movilizarían? ¿Qué se permite hacer? ¿Cuán posible es lo posible allí, cuáles son las condiciones reales, materiales, que ayudarían a diseñar(nos) un futuro abierto a la novedad, a la heterogeneidad o al avance del evento? Quien escribe no se conforma con la fe, las genuflexiones de la tradición o con la creencia en las buenas intenciones de los vencedores. Para ciertos ciudadanos estas situaciones se cargan de una urgencia estético-política particular:
“Todo escritor debe fundar su propia estética –los dogmas y las determinaciones previas deben ser excluidas de su visión del mundo. El escritor debe ser, según las palabras de Musil, un “hombre sin atributos”, es decir un hombre que no se llena como un espantapájaros con un puñado de certezas adquiridas o dictadas por la presión social, sino que rechaza a priori toda determinación. Esto es válido para cualquier escritor, cualquiera sea su nacionalidad. En un mundo gobernado por la planificación paranoica, el escritor debe ser le guardián de lo posible”. Juan José Saer, “Una literatura sin atributos” (1980, énfasis mío)
Irse, por lo tanto, no es solamente dejar el lugar donde se reside, puede ser también desalojar los términos con los que la migración es representada por el sentido común puertorriqueño. Irse, fugarse es también abandonar esa escena discursiva que insiste en sus congestiones y en sus certidumbres irrefutables.
Más aún, irse o quedarse, para muchos, es una situación íntima. Aun para aquellos que empujados por situaciones profesionales, económicas o materiales urgentes deciden partir, el proceso de salida se les convierte en un antes y después subjetivo; les inaugura un calendario afectivo. Las posibilidades son el combustible de la travesía. Quizás algunos no quieran saber que esta fecha, para muchos, carece de mayúsculas, de desgarramientos, ni posee auras nimbadas ni temblores magníficos. La intimidad de estos asuntos, sin embargo, es un elemento decisivo para pensar en los efectos políticos y culturales de estos desplazamientos.
Regresemos al no-lugar de los hechos. La pregunta de Ana María Rosado era parte de una cadena de idas y venidas, de comentarios idos y venidos en Facebook. Creo que la in-patria mediática que ha hecho posible Facebook ensaya regresos afectivos y exhibía el espacio virtual, frágil, de la crítica ante este asunto. La pregunta de Ana María había aparecido, en mi muro, bajo la reproducción de un comentario hecho por el estudiante doctoral en planificación urbana, Deepak Lamba-Nieves, a su vez colgado por este el 20 de enero de 2013. Lamba-Nieves había citado la oración que cerraba un reportajillo sobre la diáspora puertorriqueña titulado: “Miles sueñan con un boleto de ida, Puerto Rico ya no es su lugar” del periódico El Nuevo Día. Esta es la oración que cierra la notita periodística y que Lamba-Nieves usa de epígrafe: “Busca la edición impresa para que conozcas los detalles de la diáspora boricua y cómo esta desangra la economía del país”. Bajo ella Lamba-Nieves escribe:
“La profunda falta de conocimiento reproduce una imagen nefasta del migrante. Según la opinión de algunos periodistas y editores, somos culpables de la hemorragia de oportunidades económicas, pues no aportamos ni apostamos al futuro del país. Esta imagen absurda y errada fomenta el odio y alimenta el desprecio. Resulta imposible adelantar una "agenda ciudadana" cuando se fomenta la ignorancia”.
Fascinante este doble movimiento de necedad discursiva que con la misma mano que exhorta a conocer los “detalles” históricos de la diáspora, coloca veloz un juicio de valor como autorización para no enterarse de nada. Por su parte, el nuevo gobernador, García Padilla, al parecer confrontado con “los números” alarmantes del éxodo puertorriqueño, en dicho reportaje parece implorar: “Necesito que no se vayan porque todos esos asuntos pertenecen al país y esto es una lucha de país”. Tanto la desastrosa metáfora médica, como la pobre traducción guberna-mental de “we as a country need to own this situation”, coinciden en culpar a los que piensan en irse o a los que ya se fueron. Locos están por citar al presidente John F. Kennedy pero se les notarían las costuritas: “Ask not what your country can do for you, ask what you can do for your country.” La “necesidad” gubernamental sitúa en el país la “lucha”, sin embargo, estar allí no ha garantizado que se esté bregando con el asunto. Mucho menos la “lucha de país” no viene acompañada de los pormenores que “necesitarían” los que se van para quedarse.
Ya sea como desolladores o como herederos de una deuda, los migrantes siguen siendo causa moral y no señal social, sujetos perdonables, aspirantes a no-ciudadanos puertorriqueños. La esfera pública puertorriqueña al interpelar a los que se van no puede dejar de ensayar el gesto propio, familiar, de quien se siente agraviado, herido ante lo que parecen significar esas travesías de ida que no prometen vuelta. El manipuleo ideológico de todo nacionalismo que iguale país con administración, comunidad con buenas costumbres, nación con arrebato patriótico, tiene que ser confrontado con incesantes preguntas.
Me considero parte de una minoría afortunada que, luego de sus estudios graduados, en los años 1990’s pudo regresar a su país y a su Universidad. Era mi proyecto y mi fantasía hacerlo. Nadie dude que el posesivo es también parte de la fantasía. Lo pude hacer por un tiempo y participé de experiencias importantísimas dentro y fuera de la institución que, en parte, me formó. Sin embargo, los mandatos discursivos y familiares (en cualquier acepción de ambos términos), la ineptitud, la mezquindad y la fila obligada de los asuntos cotidianos comenzaron a enrarecer los días. Que conste que no me molesta hacer fila si esta es efectiva y reparte sus efectos con equidad. Me refiero a la naturalización e hipertrofia de la espera, al de-eso-no-se-habla y a la entronización discursiva del eso-es-lo-que-hay-mijo. Me refiero a la tranquilidad con la que “los recién llegados” debíamos aceptar y heredar las malas mañas de una cultura institucional, de una marcha cotidiana que se afianzaban en su eternidad protocolaria y en su sempiterna chapuza incluso en la oficina más insignificante o en medio del trámite más trivial.
De igual manera (y creo que esto es inevitable) enumerar las razones para irse o quedarse es seguir cuantificando lo que se resiste a ello. Al tomar la decisión siempre estarán implicadas contingencias y creencias. ¿Qué decir ahora Ana María, de algunos de los que parecen esperarte en la isla? A veces a los que se fueron “no se los juzga”, “se los entiende”, se les concede que también “los que resistimos aquí” “hemos pensado” atrevernos a tamaña barbaridad. La condescendencia, la envidia y el golpe de pecho (vaya usted a saber qué más) les amarra la lengua a muchos de los que hacen patria. Los que se van “abandonan”, “dejan”, “temen”, “no saben lo que hacen”, “no piensan en _________________ (coloque aquí lo que usted quiera)”, “no le echan ganas” a los problemas…
Percibo en cada entrada mediática o en las conversaciones dedicadas al tema, una alteración tonal y emotiva entre los implicados por esto. La siento además en mi voz y en mis letras. Quien se va, sin prometer el regreso, levanta un signo de pregunta para sí y para los demás. Digo más, los suyos, los queridos, los de a diario comienzan también a exhibir múltiples signos que inciden en la decisión de irse. Inclusive el paisaje comienza a hablar de tantos modos… Antes de salir de la isla o durante la salida la compañía de amigos y familiares, la que siempre ha sido y la que nunca lo fue, desvela sus verdades y sus perfiles. El paisaje deviene en ocasiones un encuadre estético que subraya la cualidad ética de sus habitantes.
En Puerto Rico esta situación y los modos de pensarla, en los días que corren, ha devenido una plataforma moral, moralizante con la cual se miden y se proyectan conductas, superioridades: en esta tarima se escuchan tarde o temprano: ¿quién quiere más a la isla?, ¿quién contribuye más?, ¿quién la sabe más o mejor?, ¿de quién emana más “fuerza positiva” para nosotros y para lo que tenemos que hacer? Al final suenan las trompetas y se abre el cielo: ¿Quién tiene derecho a usar la palabra aquí, si tú ni estás aquí, ni te sufres esta melcocha? Lo penoso de estas preguntas o presupuestos es cómo pasea desconocimientos y retorcimientos casi absolutos. Las estéticas transeúntes, los exilios y los éxodos son constitutivos tanto de nuestra cotidianidad como de nuestro archivo estético e histórico y nos vincula de innumerables maneras con el resto de América Latina y el mundo.
Todo termina, entonces, con una suerte de juicio moral incluso sobre la persona que se fue: “resentido”, “ambicioso”, “cínico”, “cobarde”, “fascinada con el Imperio”, “pesimista”, “arrogante”, “sin fe”, “cómplice”, guanabí (en el) extranjero. Nadie esconde tampoco aquello que Héctor Lavoe cantara: “Hay jíbaros que al llegar/de los Estados Unidos,/ ellos miran a sus amigos/ con aire de superioridad”. De igual manera, estas descalificaciones las padecen muchos de los que se quedan en la isla y usan la lengua de otro modo en la arena pública puertorriqueña. Todos estos reproches, en verdad, todas estas simplificaciones morales son el registro de una necedad comunitaria que teme decir o desconoce su nombre.
Hay poca o ninguna reflexión sobre esa suerte de atmósfera (ideológica) que ha hecho transparente y familiar el estar en el país con ser su mejor “hij@”, su mejor representante ungido por la ley del Sacrificio de ese corderito sentado sobre el montículo marino de nuestro escudo. Se enumeran las causas para el cierre de tantos horizontes y perspectivas pero se medita poco sobre lo que la diáspora ya significa en el cuerpo y en las condiciones materiales de una subjetividad comunitaria. Peor aún, mientras esta situación sea parte de algún protocolo que diagnostique traiciones o enajenamientos, mientras esta situación vuelva a circular nuestra Gloria Cultural como una Verdad incuestionable, los efectos de larga duración en la cultura política puertorriqueña seguirán haciendo casa y erigiendo estrecheces.
Concedo, en paz, que irse es desacomodar los signos y discursos de la pertenencia de todos. Por eso hay grandes “idos” que viven entre nosotros y grandes quedaos entre los que incluso han asumido ciudadanías allende los mares. Las formas múltiples de construirse una vida feliz, el llamado “pursuit of happiness”, ni se idealizan, ni se subestiman. Su enorme poder imaginario reside en que es un horizonte abierto, ( ) una promesa que no se le puede legislar a los ciudadanos, o empujárselo como genuflexión natural extraída del templo de nuestra fe pública. Inclusive el capital la incorpora consciente de su fuerza de interpelación y de la enorme productividad de este relato por igual utópico como material. Las ideologías y las estatalizaciones gustan de estos horizontes porque movilizan cuerpos y deseos, porque contemplarlos parece volver “manejable” la carga diaria, como la zanahoria mueve al burro que hambriento la percibe frente a sus narices.
De igual forma, esta abertura, esta apertura ( ) es lo que una comunidad debe salvaguardar y proteger como la piedra angular de su cultura política: la posibilidad siempre abierta de otro horizonte, de un más allá de lo familiar, de otra cosa, de hacer las cosas de otra manera, esa posibilidad apenas vislumbrada en la perspectiva incandescente de nuestra actualidad. Esa posibilidad negativa como horizonte es lo que (se) niega, es lo que niega lo ya dado y consentido en una cultura, es lo que no se ve aún, es el negativo necesario por donde podríamos hacer aparecer la ficción demasiado real e imperfecta de la felicidad.
Esto representaría un principio ético y político: dejar siempre vacío un espacio para los que no son como nosotros, ni piensan como nosotros, dejar y pugnar por un espacio libre (de imágenes, de presupuestos, de tradiciones, de genealogías, de pactos, de lenguajes) para los que vienen después o para esos que en ciertos asuntos están en otra parte. Abrir un espacio cuyo uso o habitación no requiera, como rito de paso, adorarlo. Esta libertad abierta es la posibilidad de inclusive usar, de querer de otro modo, de descartar, y hasta de polemizar sin cortapisas, ni ñéñéñés morales con lo que todavía allí persiste. No es posible envolverse en prácticas políticas efectivas cuando la arena donde estas circularían ha cristalizado, ya sea de un modo deliberado o inconsciente, la naturalidad de discursos y formaciones ideológicas reaccionarias.
Irse, ir(se): sin un saber de la ida, sin la posibilidad de un saber salir, de un querer asomarse más allá de lo que siempre nos es familiar, de un saber de la salida, de un saber salir por otros medios y lenguajes del brete de lo siempre idéntico, el sentido de pertenencia y del lugar propio deviene calabozo o apenas autocomplacencia.
Los de aquí y los de allá. En estos días no sé si podemos seguir hablando con tanta tranquilidad del adentro o del afuera, de ser isleños por el mero hecho de estar en la isla. El espacio mismo donde Ana María Rosado pregunta es su mejor manifestación. La posibilidad de construir una cotidianidad productiva, sabrosa, de estar a gusto en un lugar haciendo lo que se quiere hacer no tiene que convertirse en una panacea que expulse negatividades y criterios, ni un fiestón perpetuo, ni mucho menos un sueño hipotecado por profetas o administradores de un futuro que nunca inauguran o que entorpecen con esa disciplina férrea ante los hábitos de la mediocridad, del autoritarismo (incluido el lite),del remiendo o del ay bendito.
Irse no es una tragedia perfecta como tampoco es una caída irrefutable. Irse (en mi caso al menos) fue relacionarme de otro modo con el lugar donde nací y tratar de hacer (mejor) algo que en la isla se me dificultaba sin necesidad. Irse no nos vuelve sinónimos del ser “de allá” o del ser “de acá”. Irse es ganar y perder, con el mismo movimiento, en asuntos y experiencias que nada tienen que ver con las competencias o con inclusive devenir aspirante a “winner” entre los desechos.
Irse es o será siempre un asunto político en el momento que una comunidad lo exponga como el espacio donde una subjetividad ha recibido o hace un daño. Este daño es, cómo dudarlo, subrayado por la partida. Sin embargo, la salida de la isla, como tampoco habitar la isla, son el origen del daño social que apalabra la comunidad cuando piensa esta situación. El daño emana, en parte, de una concepción moral, religiosa, del pertenecer social o culturalmente a una identidad. El triunfo de la fantasía yoica de un sujeto que imagina que si re-liga sus creencias con lo que no está todavía entre nosotros, que si vuelve a vincularse con lo que es o puede llegar a ser (él, ella o su nación), este religarse hará posible el descenso del bien común en la historia puertorriqueña. El daño se cocina precisamente allí donde los protocolos adversativos dan por hecha y evidente esta decantación. El daño se administra a través de estos templates simplones, morales, binarios de pensar la soberanía, cuando la soberanía es precisamente todo aquello que nos permite vivir mejor en las afueras de ese templo donde se adora o se comercia con “lo que somos”.
La identidad puertorriqueña que presupone esta discusión sobre “los cerebros que se van y el corazón que se queda”, los modos de decir yo soy Puerto Rico y creo en mi identidad, ese yo idéntico = al país, el todos somos _______________, han contribuido a la erección de la tarima discursiva donde se expone la adoración narcisista que sostiene la cultura del poder del Estado Libre Asociado. Podríamos intentar no ser siempre los mismos todo el tiempo, abrir todos los términos del enunciado, deponerlos incluso. En ese daño estamos implicados y todos somos responsables del mismo. Es más (o menos), es lo mismo, es la mismidad lo que manifiesta la ida como problema común. Nos corresponde conversar la naturaleza y complejidad de este daño y pensarlo como posibilidad para un comienzo, para otros usos de la voz, inclusive otros usos del Estado, que por fin le hagan justicia a esta brecha. Este daño no tendría que ser una línea divisoria más entre ellos y nosotros, ni otro síntoma que debe ser medicalizado o suturado, ni otro kiosquito yoico que exhiba y venda por igual sus “yo me quedo” o sus “yo me largo”.
Irse o quedarse podría ser la posibilidad que permita vivir la promesa de un bien común, de dis-frutar, de deshacer la fruta de un bien personal en esta tierra. Irse es, en otro registro, lo que hacen siempre nuestros muertos. Nadie sabe irse como se van los muertos. Nadie como los muertos para poner en estado crítico a los que se quedan. Irse o quedarse como un modo de lidiar, de nunca acabar, con nuestra soledad.
Lista de imágenes:
1. Kamil Vojnar, No Title, 1998.
2. Kamil Vojnar, Entangled 1, 1999.
3. Kamil Vojnar, Open at Sea, 1998.
4. Kamil Vojnar, Entangled 2, 1999.
5. Kamil Vojnar, Voyage 1, 2009.
6. Kamil Vojnar, Crucifixion 1, 2008.
7. Kamil Vojnar, Acrobat St. Remy, 2008.
8. Kamil Vojnar, Voyage 2, 1999.
9. Kamil Vojnar, Levitation, 2013.