Aydasara Ortega, El nombre dado: "Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino". -De La muerte y la brújula, Jorge Luis Borges. 2013.
-Confe, ¿tú ves ese tipo que va allí?- le dijo la mujer a su marido. -¿Lo ves?-
El hombre afinó su mirada, dejándose llevar por el dedo de su esposa. Dijo que sí con la cabeza.
-Ese es el tipo que nos robó las herramientas. Es él, Confe, es él-.
Es sábado por la mañana. Confesor y Austria esperan el cambio de luz en el semáforo del cruce de Trujillo Alto. Se dirigen al Walmart de El Escorial para hacer la compra.
Confesor observa al muchacho que, en ese instante, cruza la avenida 65 de Infantería desde la esquina del edificio Concordia hacia el área de la De Diego. Va sorteando los carros sin respetar el peligro, como si llevara una prisa de vida o muerte.
Echando a un lado su apariencia totalmente desaliñada, a lo sumo el muchacho tiene entre veinticinco o veintisiete años de edad. No más de eso. Pero, aunque joven, su cuerpo acusa la carga de un vicio crónico y las penurias de habitar en la calle desde hace tiempo.
-¿Estás segura?- pregunta Confesor.
-Segurísima, mi amor. Es él-.
Entonces, ella le cuenta que días atrás había estado hablando con su amiga Puri y, entre una cosa y la otra, salió a relucir que su vecino le había dicho que vio a ese muchacho por Villa Prades vendiendo unos taladros. Pero, como ellos no sabían que los taladros eran de Confesor, lo dejaron ir. Austria se quedó con eso en la cabeza e hizo cálculos. Sin duda, tenía que haber sido él quien les dio el tumbe.
-¿Por qué no me habías dicho nada?- dijo Confesor mirando a su mujer de reojo.
-Porque quería que lo viéramos juntos, amor, para que supieras con exactitud quién es el tipo-.
Confesor no añadió más. Siguió observando al muchacho que, a su izquierda pero bastante alejado, pasaba por al frente del taller de mecánica Marrero. La cara mañanera de Confesor, hasta ahora tranquila tras dos cafés con leche y un plato grande de maicena, comienza a mostrar matices que oscilan entre la repugnancia y la malevolencia. Un dispositivo de maldad se le encendió en la mente, echando a correr esa maquinaria de conspiración macabra que lo distingue como ser humano. Porque así es Confesor: tranquilo, civilizado y hasta muy centrado en sus cosas hasta que algo altera su normalidad. Y cuando eso ocurre, se descompone y todo se enturbia en su cabeza. Confesor se vuelve un ser totalmente distinto, capaz de hacer cualquier cosa.
Al tiempo que una caterva de malos pensamientos irrumpe en la cabeza de Confesor, Austria permanece relajada, retocándose las cejas con un lápiz de color marrón. Utiliza el espejito de la visera para atender su asunto estético. Permanece tranquila y con el pulso firme para evitar regueros en su cara. Nada perturba su paz en éste sábado.
Está tranquila pero plenamente consciente de cómo actúa su marido y cómo él va procesando la información que ella acaba de darle. Sabe que Confesor no lo pasará por alto. Algo hará y, precisamente por la certeza que tiene, compartió el detalle con él.
Confesor es extremadamente violento, implacable cuando se le mete el mal entre ceja y ceja. Lo sabe Austria porque conoce a su esposo muy bien. De hecho, nunca había conocido a alguien que pudiera ser tan atroz como lo es él. Pero, también, sabe que es capaz de canalizar su violencia sin que a ella le afecte y, por consiguiente, sin que le de miedo, inseguridad o repelillo. Jamás esa violencia ha ido contra ella. Ni una pizca. Y no es que se duerma en los laureles pero confía en que nunca pasará. Parecerá increíble pero así es. Confesor es un ser humano equilibrado y se lo ha demostrado hasta la saciedad. Por eso se llevan tan bien. Son muy parecidos. Son almas gemelas que ven la vida como una trifulca perenne; una trifulca para que te dejen vivir, gozar y nadie te joda. Si él es atroz, ella también.
A Confesor el robo de sus herramientas de trabajo le parece una vil ofensa, una agresión que debe ser castigada fuertemente. Quien te roba tus herramientas de trabajo, dice él, quiere joderte sin compasión y nunca, nunca va a ser bueno contigo. Y, sobretodo, robarle a él que no le quita nada a nadie y que no ataca a ninguna persona gratuitamente. A él que, después de todas las cosas que ha hecho y deshecho, quiere pasar el resto de sus años sin complicaciones, disfrutando de lo que ha obtenido trabajando duro. Pero ya ve que siempre viene alguien a joder el parto. Entonces, la decisión es bien sencilla: dejarlo o impedírselo. En eso, Confesor es tajante. Él no se lo permite a nadie. Le haces algo y él te lo cobrará. Confesor piensa y actúa como los hombres de antes que validaban su honra y seguridad fraguando vendettas contra el enemigo. Así, Confesor le envía un mensaje claro y preciso al que se mete con él: tú no jodes más. No sólo le rompieron el cristal de la guagua de trabajo por dos taladros y una caja de mechas, sino que lo hicieron al frente de su hogar. De su hogar, justamente el último bastión de seguridad que tienen él y Austria frente a todos los demás.
-Va apuraíto el nene- dijo él. -¿De dónde es ese chamaco?
-De Los Peña, el caserío que está allá atrás- contestó ella.
Confesor quita la mirada del retrovisor y hace memoria a ver si conoce a alguien de allí. No le viene ningún nombre a la mente. Ese sitio es totalmente desconocido para él. La verdad es que hace mucho tiempo que Confesor no tiene nada que ver con caseríos ni nada que se le parezca. Está quitado de ese nivel de la calle y no quiere volver a esas faenas.
-Ese tipo es un desperdicio, Confe, no vale dos chavos prietos. Se le ve por encimita- comenta la mujer, poniendo en cada palabra la modulación precisa para remarcar su desprecio. -Puri lo conoce desde nene. La tía de él trabajó con ella en el WIC. Y dice Puri que desde chiquito está dando candela. Nació para joder al prójimo. Pero Confe, de una mamá que se metía crack y se puteaba, ¿qué tú puedes esperar, mijo? Te digo que del caserío lo sacaron a palo limpio. Le dieron una pela que Puri creía que lo mataban allí mismo. Le dieron hasta con un foete de caballo. Es que es un abusador. Imagínate, cogió a una señora mayor y le metió en la cabeza con una piedra para quitarle la cartera. La dejó en el piso, tirada en un charco de sangre. Ese tipo es un animal. No merece ni el aire que respira-.
Confesor guardó silencio. Las manos sobre el guía; los nudillos brotados y blancuzcos por la presión. Mira al frente, ansioso que cambie la luz. Está todo dicho. Para Confesor, ya es un cadáver.
Cambió la luz y la vieja Trooper de Confesor enfiló por la 65 de Infantería rumbo a su destino.
-Déjalo, mama, que yo le voy a quitar las malas mañas. Dame un tiempito en lo que se enfría el asunto y bregamos ese caso. Yo voy a llamar a Berto y tú vas a ver si el gas pela o no pela-.
Austria miró a su esposo y asintió con la cabeza. Se reacomodó en el asiento y ajustó la ventanilla del aire acondicionado para que no le diera directo en la cara. Se echó un poco de perfume, cuyo fuerte olor se apoderó por completo del interior de la guagua. Le pidió a Confesor que primero pasaran por la tienda Capri porque quería comprarles unas cositas a sus sobrinas. Confesor así lo hizo, no sin antes protestar por el olor del perfume. Tuvieron que bajar los cristales por un largo trecho para que el olor se disipara. Es que a Austria se le olvida que ese perfume le da alergia a su marido.
Dos semanas después de la conversación que sostuvieron en el semáforo, el tema del tecato resurgió. Eran casi las siete de la noche, de un miércoles a principios de marzo, y Austria le daba los últimos toques a la comida para entonces servirla. Cantaba, por lo bajito, una vieja canción de Ángela Carrasco. En la sala, el televisor mostraba anuncios que nadie veía. Confesor, silencioso, estaba sentado junto a la mesa del comedor esperando por Austria. Se miraba las manos detenidamente. Parecía buscar la solución a algún enigma entre las callosidades y líneas que pueblan las palmas de sus manos.
-¿Estás bien?- pregunta ella al verlo así.
-Sí, mami, es que estoy pensando- contestó, pero en vez de regresar a sus manos posó la mirada en La Última Cena que tiene de frente.
Austria no inquirió más. Siguió bregando con las chuletas a la jardinera que pronto comerían.
Ella está acostumbrada a que Confesor se encapsule en sus silencios. Una vez, recién comenzada su relación y movida por la curiosidad que esa actitud le provocaba, le preguntó a su marido si siempre había sido así, tan reservado. Al escuchar la pregunta, sorpresiva para él, no pudo reaccionar de otra manera sino mirándola fijamente. La cara de Confesor parecía de latón repujado. Pero su mirada no era agresiva. Sólo se sentía confundido, y sus ojos así lo demostraban. Nunca le habían preguntado cosa semejante. Austria, muy observadora, se percató que su pregunta surtía un efecto contundente. No había sido su intención pero la pregunta, esa simple pregunta, provocaba algo en la humanidad de ese hombre.
Tardó en responder. Le costaba hacerlo. Pero al fin lo hizo, movido por unas raras ganas de atreverse a hablar de sí mismo frente a su mujer.
Le contó a Austria que esa costumbre la había cogido en la cárcel para poder bregar con el ruido y con las cosas de allá adentro. Con las muchas cosas de allá dentro, dijo él. Austria escuchó impávida, sin interrumpirlo ni un segundo. Se diría que hasta calibró el ritmo de sus párpados para que no estorbaran a su esposo. Y él habló, mucho, y con cada palabra que salía de su boca se soltaba un tanto más. Sus experiencias fueron tomando una solidez perfecta en la mente de Austria. Ya no eran sólo palabras sino experiencias vívidas que ella iba absorbiendo poco a poco. Al final, ella, impactada pero no lo suficiente como para salir huyendo de su presencia, asumió todo lo dicho como una confesión extremadamente humana. Lo entendió. Entendió plenamente a ese hombre. Por eso, cada vez que lo ve así lo deja estar. Le sonríe, le pregunta si está bien y le pasa la mano por el pelo para dejarle saber que, a pesar de todo, ella está allí con él. Confesor, profundamente agradecido por su comprensión, siempre reciproca las caricias de su mujer independientemente de lo que esté pensando.
Confesor es un hombre amoroso y tierno. Los detalles que le prodiga a Austria así lo revelan. Habrá quien le sorprenda eso. A veces resulta duro aceptar que un ser humano que sabe matar despiadadamente también sepa dar amor de calidad. Pero así es Confesor porque así es la naturaleza humana. Si uno lo entiende o no, si uno acepta o no acepta tales paradojas, poco importa, la naturaleza humana seguirá manifestándose a sus anchas sin pedirnos permiso. Ha sido así toda la vida y nunca será distinto.
Los años de jodedor en la calle terminaron para Confesor. Todavía es joven pero está recogido y muy contento porque con Austria tiene lo que quiere. Después de tantas penurias y desengaños, después de tantos resbalones por las cuestas de la vida, un hombre como Confesor sabe ser agradecido y fiel. La que te quiere de verdad, dice él, está contigo en las buenas y en las malas y así lo ha demostrado Austria. Ella vale lo que pesa en oro, y él se lo dice constantemente para que no lo olvide.
Austria puso los platos en la mesa, siguiendo el orden rutinario: cada alimento en un plato distinto para que, luego, él se encargue de coger lo suyo y mezclarlo todo en un plato más grande. Al final, toda su comida queda ligada en un mejunje y así se la come, poco a poco y con un vaso de agua fría al lado.
-Lo tengo todo planeado- dice Confesor. -Hablé con Berto y cuadramos para el próximo viernes-.
Dejó de comer para compartir con su mujer el plan ideado. No se reservó ningún detalle. Ella escuchó cada una de sus palabras con su usual inmutabilidad. Cuando él terminó, Austria soltó el tenedor y echó el plato de comida un poco hacia atrás. Luego, puso los codos sobre la mesa, juntó las manos a la altura de los labios, como si fuera a rezar, y achicó los ojos. No miraba a ninguna parte, sólo pensaba en las palabras escuchadas. Por el gesto, él supo que su esposa analizaba los pormenores del asunto; si hubiera alguna falla en el plan, ella lo alertaría. Lo bueno de Austria es que es del tipo de persona que deja hablar a los demás y, sólo si entiende pertinente, emite sugerencias u opiniones. Está ahí para ayudar y no para desayudar. Es la compinche idónea que siempre trabaja en equipo y nunca reclama reconocimiento.
Varios minutos después de escuchar a su marido, frunció los labios y afirmó con la cabeza. El plan le gustó. La opción de “empastelar” al chamaco le parecía perfecta. Austria se lo comentó y ambos rieron.
Volvieron a comer y de ese tema saltaron a otro. Austria estaba alarmadísima por el recibo de la luz y él, que deplora hablar de dinero y mucho más durante la comida, cambió la conversación hacia otra cosa menos desagradable.
Confesor emprendió su tarea, tal y como le había adelantado a su mujer. El martes en la mañana dio una vuelta por el área y lo divisó recostado contra una de las columnas del elevado de Trujillo Alto. Allí abajo hacía una buena sombra y hasta él sintió ganas de aprovecharla para coger fresco.
El muchacho estaba en cuclillas, fumando un cigarrillo y mirando el piso lleno de pequeñas piedras. Confesor se estacionó sobre el islote, debajo del elevado mismo, se bajó de la guagua y comenzó a caminar hasta donde estaba el chamaco. Se había estacionado a una distancia prudente. Sus movimientos eran calmados y así lo había decidido para no espantarlo. Si aquél percibía cualquier asomo de hostilidad, se pondría a la defensiva inmediatamente y el plan inicial se echaría a perder.
Como una serpiente que va tras el mísero ratón, se movía Confesor a la sombra del elevado.
Al verlo, el muchacho se espabiló. La suya fue una reacción instintiva; dio un brinco casi imperceptible pero que Confesor leyó al vuelo. El chamaco trató de disimular el pasme y en su mente se agolparon alternativas para huir o defenderse. Pero la verdad es que físicamente le sería difícil enfrentar al que se acercaba. Aunque flaco, Confesor es fuerte y ágil para la pelea. Sus años en La Escuelita, como él y Berto le llaman a la cárcel, lo habían capacitado muy bien en dicha materia. Aparte, la cara de Confesor, de todo lo que se quiera decir menos de pendejo, envía un mensaje franco a cualquier oponente: hay que joderse con el flaco y joderse de verdad.
El tecato, confuso por desconocer la razón de la visita, pensó en sacar la jeringuilla que llevaba encima. Pero recapacitó al momento: eso asusta a cierta gente pero a otras no. Además, no podía darse el lujo de perderla; conseguir otra era un julepe tremendo y no estaba dispuesto a vérselas así. Se resignó a ver qué pasaba. A lo mejor, tenía suerte.
A medida que se acercaba al muchacho, Confesor sentía con mayor intensidad la peste del miedo; esa incontrolable churra mental que se te sale cuando estás acorralado. En la cárcel era experiencia común sentir el miedo de otros, olerlo, palparlo en la cara y en los reflejos erráticos del que se sabe perdido. Y el miedo incrimina al muchacho. Aunque también, lo sabe Confesor, el miedo te pone alerta, te pone mosca, te pone osado como una gata defendiendo sus crías y hay que estar pendiente a eso. Así que, de su parte, Confesor apela al control, al extremo control de los movimientos a ejecutar. Va dribleando con el yoyo suave para imponer el tempo del juego, como hacía Ángelo Cruz cuando quemaba la liga con los Indios de Canóvanas. Confesor tiene que elegir las palabras adecuadas y hacerle la camita. Y esa es la parte que más le gusta: el preámbulo anestésico de la celada.
Mantuvo la calma, aunque a duras penas. Le atacaban unas irresistibles ganas de agarrarlo por la cabeza y estrellársela contra la columna para dejarle los sesos untados allí.
Con las manos fuera de los bolsillos, para que el tecato viera que no traía nada, le habló usando tono conciliador:
-Buenos días, jefe. ¿Estás bien?
El chamaco contestó de forma esquiva, evitando la mirada de Confesor. Estaba de pie y con los hombros tensos. Pero no representaba ningún peligro. El tipo es puro huesos y pellejo; no aguantaría ni un bofetón con la mano abierta.
Al momento, Confesor se dio cuenta de un pequeño detalle que pasó por alto y que, seguro, era lo que más alarmaba al tecato. Se reprochó el desliz. Confesor tenía la camisa por fuera y eso no dejaba claro si traía un arma o no.
Para remediarlo, Confesor se cruzó los brazos a la altura del pecho para que el otro las tuviera a la vista.
-Flaco, tengo unos pedazos de aluminio en el patio de casa y los voy a botar- dijo Confesor pasando al asunto sin más rodeos-. ¿Te interesan?-
El chamaco ladeó la cabeza, como hacen los perros cuando les hablas. Confesor supo que había captado su atención y lo corroboró al notar cómo la mueca en su cara fue cambiando paulatinamente. Ya no había desconfianza en sus ojos y sus hombros se despojaban de la tensión. Sin querer denotarlo en lo mínimo, Confesor celebró su avance.
-Yo los busco, líder- contestó el muchacho con voz de entusiasmo. Incluso, se ofreció a buscarlos en ese momento pero Confesor, ciñéndose al plan, le dijo que no se podía sino hasta el jueves; necesitaba un break para recoger el reguero que tenía en el patio y ver si tenía más aluminio suelto en otro lado. El chamaco no insistió, aquello podría resultar mejor de lo que pensaba. Acto seguido, acordaron la hora en que pasaría a recogerlos. Aunque innecesario, Confesor se tomó la molestia de explicarle cómo llegar a su casa. El tecato, satisfecho por creerse más astuto, escuchó atentamente la explicación que le dio el hombre a quien él mismo le había robado los taladros y las mechas. Inclusive, para disimular un tanto más le hizo varias preguntas para no “perderse” cuando fuera para su casa. A Confesor, el gesto socarrón le supo a mierda pero se contuvo. Pasó con ficha. Pronto le llegaría su turno para ser también un chispito socarrón.
-No te olvides- añadió Confesor y aquél, desplegando la mejor de sus sonrisas, dijo que no se olvidaría, que contara con él.
-Chévere- terminó diciendo Confesor antes de dar la vuelta y caminar hacia su guagua.
Con alegría y puntualidad se dirigió el muchacho a la casa de Austria y Confesor. Traía un carrito de compras para facilitarse el trabajo. Confesor, que lo esperaba en el balcón, escuchó el sonido del carrito sobre la brea. Sintió una corriente eléctrica en las manos y salió a la acera. Al verlo, le hizo señas con la mano derecha y, con disimulo, miró alrededor. La calle estaba vacía, tal y como lo había previsto. Llevan nueve años viviendo en esa zona y Confesor conoce los movimientos cotidianos de todos sus vecinos inmediatos.
Intercambiaron varias palabras a modo de saludo.
Ya en la marquesina, le señaló el patio al muchacho.
-Pasa- ordenó Confesor y el tecato obedeció con paso resuelto, dirigiéndose hacia una puerta que conectaba al patio. En ese momento, era dueño de una vitalidad insospechada en un cuerpo macerado por el sol, la mala alimentación y la heroína.
El muchacho jamás se percató que el marido de Austria cerraba el portón con un candado.
-Todos esos que están ahí, son tuyos. Llévatelos-. El chamaco vio los pedazos de aluminio y calculó las ganancias. La cifra le inyectó alegría y su ánimo mejoró exponencialmente.
Tan pronto se bajó a recoger el primer pedazo de aluminio, Confesor echó mano a una pata de cabra que tenía lista para ese momento. Lo golpeó encima de la nuca con toda la fuerza posible en unos brazos acostumbrados al trabajo tosco. Austria, mirando desde la puerta de la cocina al tiempo que comía una rodaja de melón, brincó con el golpe. Lo sintió en su propia nuca. Algo crujió dentro de la cabeza del muchacho antes de caer bocabajo. La mujer miró a su marido. Éste le sostuvo la mirada varios segundos. La emoción fue grande para ella, aunque prefirió callar para no distraerlo. Dio otra mordida al melón y escupió las pepas en la pileta.
A toda prisa, Confesor se puso unas botas de goma y guantes de trabajo. Haló al tecato por los brazos para acomodarlo encima del área donde está el desagüe. Con una tijera le cortó la ropa hasta dejarlo completamente desnudo. Austria tomó la ropa y la hizo pedazos más pequeños e hizo lo mismo con las chancletas que el muchacho trajo puestas.
El tipo apestaba pero Confesor no le dio mente al asunto. Estaba concentrado en su tarea; ningún detalle de esa índole lo entretendría. Ubicó al chamaco de costado, con el área del corazón hacia el suelo, y le tiró dos sábanas encima para cubrirlo entero. Con las manos acomodó bien las sábanas para que quedaran ceñidas al cuerpo. Alcanzó la pata de cabra y le dio tres foetazos más en la cabeza para rematarlo. Eran innecesarios: el primer golpe había destrozado unas cuantas vértebras cervicales. De allí no se levantaría jamás.
Las sábanas, una azul y otra amarilla, dejaron atrás sus colores originales. La sangre empapó la tela de inmediato. Era la intención de Confesor.
Mientras, Austria echaba agua sobre la grama, específicamente en las áreas donde había caído un poco de sangre.
Confesor prendió la sierra circular, tanteó el área y lo decapitó. No fue tan sencillo como supuso: la posición del cuerpo, el poco espacio que tenía para maniobrar y las sábanas incrustándose a la piel hacían que la sierra no fuera lo mejor para eso. Confesor se paró y miró el cuerpo. Con la bota izquierda echó a un lado la cabeza para que no estorbara. Respiró profundo. La inutilidad de la sierra le descuadraba el plan. Daba por sentado que era la solución perfecta para trozar al tipo lo antes posible pero no, no bregaba como había estimado. Tendría que volver a la vieja usanza. Entonces, le dijo a Austria que le trajera el machete que estaba encima de la mesa del taller.
-¿El machete?- reaccionó ella. El ruido de la manguera no le permitía escuchar bien.
-Sí, mama, está encima de la mesa, tráemelo-. La mujer fue a buscarlo.
Confesor aprovechó lo que tardaba su mujer para secarse el sudor de la frente con la manga de la camisa. En esos segundos, calculó por dónde entrarle primero.
Con el machete en la mano, atacó el asunto sin mayor dilación. Procedió a rebanar el resto del cuerpo en pedazos bien pequeños, tal si fuera a hacer carne frita. Se demoró su buen rato, especialmente de la cintura para arriba. Quien haya troceado una caja torácica sabe que no es fácil, y mucho menos cuando se carece de las herramientas adecuadas. Muy distinto hubiera sido con una de esas máquinas que se usan en las carnicerías; en un dos por tres hubiera cortado el cuerpo del chamaco como se hacía en la cárcel de Bayamón.
Se sentía agotado. Le pidió a Austria que le trajera un vaso de agua bien fría. Ella le ofreció jugo de china recién exprimido pero él declinó. Prefería el agua.
Su mujer le acercó el vaso a los labios para que no lo manchara con sangre. Terminó el agua y le dio las gracias. Se dio unos segundos más para triturar un cubito de hielo que había pescado del vaso. Inmediatamente, agarró la cabeza del muchacho y la metió dentro de una funda de almohada. A su vez, metió la funda dentro de una bolsa Glad que Austria había puesto cerca. Le sacó el aire a la bolsa, hizo un nudo y le dio poco más de una docena de cantazos contra la pared. Los primeros golpes, que Confesor dio a swing completo, sonaron igual que una bola de softball rebotando contra el cemento; después, el sonido fue aplacándose hasta casi ni escucharse. Palpó la bolsa con las manos por si quedaban pedazos grandes pero no sintió ninguno. Luego, juntó las porciones del cuerpo, incluyendo las vísceras, y lo vertió todo en cuatro pailas de pintura vacías. Lo mismo hizo con la cabeza majada: abrió la bolsa y la funda y derramó su contenido en una de las pailas; cortó en pedacitos tanto la funda de almohada como la bolsa y lo metió ahí dentro, junto con los pedazos de ropa del tecato. Selló las pailas con tape para evitar las hormigas y las llevó hasta la marquesina para subirlas a su guagua de trabajo, la misma a la que el tecato le había roto los cristales para robar. Quemó los guantes en una esquina del patio donde tienen la parrilla de BBQ.
-Dame la manguera- le dijo a Austria, y lavaron el piso de cemento para que los restos pequeñitos del cuerpo y la sangre se fueran por la tubería. Confesor dejó que el agua corriera largo rato para que desapareciera cualquier residuo. Poco a poco el tufo a mierda y sangre fue disminuyendo, gracias a la generosa porción de King Pine que usaron para ello.
Confesor también examinó las paredes del patio y las paredes externas del taller buscando algún rastro de sangre. Lo mismo hizo con el piso. Ninguna huella delatora. Todo estaba en orden.
Terminada la limpieza, incluyendo la de sus herramientas y las botas, Confesor miró hacia la puerta de la marquesina y se dio cuenta que estaba el carrito de compras que trajo el tecato. Pensó rápido. Cogió las mismas piezas de aluminio que tenía tiradas y, junto con unos pedazos de formica, llenó el carrito. Lo llevó hasta una esquina distante del patio.
Confesor, con las manos en la cintura, suspiró profundamente. La parte más difícil del trabajo estaba hecha.
Austria y Confesor se quitaron toda la ropa en la cocina y la echaron en dos bolsas plásticas. Al otro día, las tirarían en zafacones distintos y alejados de su casa. Se ducharon juntos para luego comerse el salmorejo de jueyes que Austria preparó temprano en la tarde. Es la comida predilecta de su esposo y ella quiso hacerle el regalito.
A las cinco de la mañana llegó Confesor a la finca en Cayey, donde su amigo Berto hacía una zapata para un muro de contención. No había nadie en la finca, excepto estos dos hombres que se conocen desde sus años de encierro en Bayamón.
No había nadie ni habría nadie en todo el día pues aquella finca, propiedad de un bolitero de Caguas, sólo se usaba en pocas ocasiones. Y por esos lares tan solitarios se podía hacer cualquier cosa sin que nadie se enterara.
Poco antes de que su amigo llegara, Berto había empezado a preparar la mezcla que iba a usar para rellenar el molde de la zapata. Trabajó en eso a conciencia pues, para que la mezcla cuajara bien, debía tomar en consideración el cadáver que traía Confesor. A éste último sólo le tocó derramar el muerto en la mezcla, echarle encima la cal y revolverlo bien para que todo se confundiera en esa masa. Luego, lavó las pailas vacías y tiró el agua sucia hacia una parte del monte donde había un precipicio.
-Oye, ¿a éste tú lo querías pa pasteles?- preguntó Berto al ver los pedazos del cuerpo.
Confesor levantó los brazos y dijo:
-Pues, se hace lo que se puede. Tú sabes cómo es esto.
Berto lo miró y se río.
-A ti no hay cómo entenderte, brother. ¿Tú no me dijiste que íbamos a empastelarlo?, pues ahí está. No te quejes. Te la puse fácil.
Y esta vez ambos rieron con el comentario que hizo Confesor.
Rellenaron gran parte de la zapata pero se quedaron cortos de mezcla. Berto lo supo de antemano pero no le molestó, materiales había de sobra para hacer ese y otro muro más. Además, Confesor le había pedido ese favor y él, sin pensarlo dos veces, le resolvió. Berto jamás pone excusas cuando Confesor le pide algo porque sabe que su amigo brega igual.
-Me debes unos garbanzos con patitas de los que hace tu mujer- dijo Berto, mientras se secaba el sudor de la cara con el pedazo de una toalla.
-¿Garbanzos? Yo se lo digo. ¿Cuándo tú los quieres? ¿El sábado? Avísame.
-¿Este sábado, Confe?
-Sí.
-Dale. Yo me tiro temprano pa tu casa y hacemos una comelata.
Siguieron trabajando en la zapata hasta terminarla. Las horas pasaron rápido, sin ellos percatarse. El sol, inclemente durante horas, fue aminorando su potencia. Confesor se sentía cansado pero muy tranquilo por haber sacado fuera de circulación al tecato que se metió con ellos.
-Oye- empezó a decir Berto- tenemos que dedicarnos a esto más a menudo. Nos buscamos tremendo peso empastelando gente.
-Bien que sí- contestó Confesor.
Y sus risas aplacaron, por unos segundos, el cantar de los pajaritos. Era una risa lóbrega, propia de los que matan sin ningún remordimiento.
Lista de imágenes:
1. Una colaboración de Aydasara Ortega para la edición especial de Cruce.
2. Joel-Peter Witkin, Sin título, 1998.
3. Joel-Peter Witkin, Story From a Book, 1995.
4. Joel-Peter Witkin, Cupid and Centaur, 1992.
5. Joel-Peter Witkin, Face of a Woman, 2004.
6. Joel-Peter Witkin, Sin título, 2004.
7. Joel-Peter Witkin, Feast of Fools, 1998.
8. Joel-Peter Witkin, Studio of the Painter, 1990.
9. Joel-Peter Witkin, Sin título, 2008.
10. Joel-Peter Witkin, Ars Moriendi, 2007.
11. Joel-Peter Witkin, Still Life Marseilles, 1992.