La feria de los libros

Un amigo muy querido me contaba que podía obtener dinero rápidamente y sin hacer ningún esfuerzo. Yo lo vi actuar. Entraba en una de las librerías de viejo en la calle Maipú de Concepción, mi ciudad natal; cogía subrepticiamente tres o cuatro libros entre los que yacían esparcidos en las mesas, y se los iba a vender al librero. Después salía quejándose de lo poco que el incauto comerciante le había “pagado”.

Así es como los libros vienen y van, bienes de consumo y no de uso. Y hay libros y libros. De eso me di cuenta viajando en un barquito de Valdivia a Corral al sur de Chile. Iba leyendo uno tan aborrecible que, cuando me detuve a contemplar la hermosura del paisaje, consideré un insulto seguir leyéndolo y lo arrojé al río. Después quedé preocupado por los pobres peces.

Yo no he quemado libros, pero he tirado varios a la basura. Muchas editoriales, especialmente universitarias, publican tantos libros sin interés para nadie que, abarrotadas de su “mercancía”, acaban reciclando tirajes enteros después de apenas seis meses de impresos. Y ahora, con los nuevos sistemas de impresión, es tan fácil producir libros que estoy tentado de publicar mi colección de recetas de cocina para incrementar mi “vanidoteca” con un título más. Total, hasta mi peluquero ha publicado libros.

Más terrible es la historia de las bibliotecas personales, víctimas de ese ominoso sobresdrújulo y sus no menos espantosos enclíticos que es “préstamelo”. Si todavía conservara todos los libros que he prestado en mi vida, no podría caminar dentro de mi casa. Y cuántos “amigos” he perdido cuando se me ha ocurrido ir temblando a rescatarlos. Los que no prestan adquieren mala fama, como la del gran poeta Gonzalo Rojas, nuestro meistersinger, a quien sus alumnos lo acusaban de ser “apretado con los libros”. A mí por lo menos alguna vez me prestó varios, pero a los tres o cuatro días me pedía que se los devolviera. (¡Qué egoísta, no!). Más de algún libro recién comprado no alcanzó a conocer mi biblioteca porque en el camino me crucé con un amigo. 

No quiero pensar en los libros que se quedaron en Concepción cuando me fui de mi ciudad natal para empezar mi largo viaje hacia Puerto Rico. Muchos se han mudado a los estantes de vecinos y conocidos; otros, todavía están a la venta y con mi firma en librerías de viejo. He visto algunos en la librería del Paco Rivano en la calle San Diego en Santiago de Chile. Los volúmenes más afortunados, me dicen, están en la cárcel para ilustración de los presos. Ya me imagino a uno de ellos consolándose con mi copia de Crimen y castigo o reflexionando sobre el sentido de la existencia mientras hojean mi diccionario de Ferrater Mora. La verdad es que cada traslado de casa viene a ser medio incendio, y si es de ciudad y de país, conflagración completa.

A pocos años de mi residencia en el extranjero, ya los estantes se habían multiplicado hasta ocupar todos los espacios. Como uno jamás se hace más joven, el fárrago poco a poco se va convirtiendo en una molestia, sobre todo los volúmenes no leídos que parecen acusarnos desde los anaqueles. Se instaura un sistema segregacionista: cerca de la cama, los más queridos; junto al escritorio, los que uno suele consultar o los que esperan ser releídos; en un estante próximo relucen los privilegiados, especialmente poesía; otros se desplazan más lejos, en un rincón olvidado, un desván, un clóset; y no faltan los que añoran, quizás sin esperanza, días mejores en un cajón o baúl.

Es triste cuando los libros envejecen como sus dueños. Una colega al jubilarse decidió deshacerse de la mayoría de sus libros: “Para qué los quiero, si ya no hago clases, decía, y el polvo me provoca alergia”. A mí me parecía, por el contrario, que ese era justo el momento en que ella hubiera podido dedicarse a leer, releer, disfrutar a gusto aquello que antes era una obligación académica. He visto a otros regalar todos sus libros a universidades o escuelas, muchas veces a cambio de que aparezca su nombre en alguna puerta. Oí decir una vez a una bibliotecaria en Guaynabo ¡City!: “Por favor, no me regalen más libros que ya no tenemos dónde ponerlos”. Vender los libros en librerías de viejo puede ser una solución, si a uno no le molesta recibir una migaja a cambio.

Actualmente tenemos en mi dúplex doce estantes con libros, y más o menos sabemos dónde está cada título. Hace unas semanas uno, sin terremoto, se aburrió de cargar tanto verso y se desplomó, dejando el piso regado de poemarios. Decidimos no comprar uno nuevo; en cambio, hicimos espacio llevando libros a un lugar del condominio donde hay un mesón habilitado para este efecto (en nuestro edificio viven muchos profesores con problemas parecidos a los nuestros y hay estudiantes que se pueden beneficiar de lo que nos sobra). Hicimos dos viajes con nuestro carrito de compras repleto de libros de cocina (ya todo está en internet y ya sé preparar lo que me gusta).

Nos quedamos con algunos que todavía usamos, más, por supuesto, el manual de cocina chilena de las hermanas Rengifo. Otros libros ya no vienen al caso: un manual para aprender coreano; varios textos de motivación existencial (ya para qué); decenas de catálogos de películas (imdb.com lo tiene todo); y algunos que no menciono para no ofender a nadie. Lo más doloroso fue nuestra decisión de deshacernos de los 29 ejemplares de 1998 de la Enciclopedia Británica puesto que está disponible en Internet, una colección que he comprado tres veces en mi vida tratando de tener siempre la versión más al día. Por un tiempo largo mi hija de 15 años se escandalizó y le concedió refugio en su cuarto; después lo puso en los peldaños de la escalera; finalmente acabó en el subterráneo, desde donde me alegra decir que desapareció en pocas horas. Les deseo una larga vida.

 

En uno de mis numerosos regresos a mi país, unos jóvenes estudiantes se quejaron de las dificultades para publicar libros, a lo que respondí que en mi juventud ni se nos pasaba por la mente esa posibilidad y cuando más editábamos unas hojas impresas con uno o dos poemas originales. 

A veces la frase “mi libro” me despierta una suerte de malestar contagioso, un sueño obsesivo de eternidad, una materialización del ego. La “biblioteca de Babel” es la perfecta encarnación borgiana de ese mal de infinitud. Y pienso que es una maravilla que todo ese mar de letras y páginas se vaya para las nubes de la virtualidad electrónica donde no habrá polvo ni estantes que se derriben. 

Lista de imágenes:

1) Foto de Erasmo Tauran (BBCL).
2) Foto Book under water, Thomas Roessler.
3) Ship at Sea (2013), por Mike Stilkey.
4) Biografías (2012), esculturas de libros por Alicia Martin, en Madrid España. 
5) Video por Type Books, librería comunitaria en Toronto.
6) Torre de Babel (2011), por Marta Minujin, en plaza San Martín Buenos Aires.

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