El abuso comercial de la envidia: ¡viajen, vengan!

“and now you do what they told ya”
—Zack de la Rocha

Mi padre solía decir que lo que más le gustaba de los viajes era planearlos y a último momento cancelarlos sin contárselo a nadie. Una vez me preguntaron en Puerto Rico que dónde iba a ir este verano. Yo contesté que a Puerto Rico. De hecho estoy aquí de paso desde hace quince años tal como estuve de paso en Nueva York por veinticuatro. Me pregunto a veces si es un error gastar tiempo paseando tanto; la máxima de Rodó: “renovarse es viajar” es válida hasta cierto punto. Las paellas puedo hacérmelas igual o mejor en casa. Hago una excepción de la bouillabaise en el Vieux Port de Marsella que no puede reproducirse igual en otro lugar, pero este no fue un viaje turístico sino en un reencuentro con primos que hacía tiempo no veía.

Los mejores recuerdos que tengo de cierto viaje a España son de jardines: El Jardín del Príncipe, en Aranjuez fue el que más disfruté: es el único que yo diría es mejor que el Parque de Lota que tiene, sin embargo, la ventaja del Océano Pacífico al lado. El Jardín Botánico de Madrid es un poco más agradable y variado que el de San Juan. El Jardin del Generalife en Granada es una joya. Las plazas, plazuelas, plazoletas que hay por todos lugares son maravillosas. Me hubiera quedado en cualquiera de esos sitios. Por sólo algunos días me sentí en la gloria. 

¡Y las iglesias! Primero, la Basílica de Montserrat, en unas escarpadas montañas catalanas, con coros de niños, funiculares y la única misa católica convincente que he visto en mi vida. Las otras catedrales que visité tenían para mí más que nada interés arquitectónico; las que más me impresionaron fueron, por dentro, la de Toledo, y, por fuera, la de Burgos. Otras destacables: la de Almudena en Madrid, la Mayor de Salamanca y la de Gerona. Mi hija acabó protestando ante tanta iglesia, pero la verdad es que a mí la arquitectura me fascina.

Toledo, Salamanca y, desde luego, Madrid fueron los únicos lugares donde departí largamente con amigos, y eso fue para mí lo mejor de esas ciudades porque no me sentí turista. A Barcelona la vi invadida de trashumantes jóvenes y sucios, y demasiados drogadictos. Me han dicho que eso ha ocurrido en varias ciudades europeas famosas en los últimos años.

Pero aquella vez descubrí tres nuevas ciudades sensacionales. Burgos tiene una parte antigua maravillosa. Fuimos muy felices en San Sebastián, con una playa que aunque no es mejor que la Flamenco de Culebra, pero que está situada al lado de la ciudad y donde pudimos detenernos por horas a disfrutar del paisaje a placer. La otra es Tarragona, cuya rambla y paseo con vista al mar y las ruinas romanas son espectaculares.  Decidí que si tengo que vivir en España será allí. En Bilbao sólo estuvimos por algunas horas, aunque el museo Guggenheim tiene algunas piezas artísticas maravillosas y es bellísimo por dentro. 

Alojamos dos noches en Gernika: el primer día me pareció que el bombardeo era como si nunca hubiera ocurrido y me sentí como un idiota al planear estar allí tres días; el segundo, al hablar con algunos habitantes, me di cuenta que hay un trauma terrible por debajo de las apariencias: cada persona tiene algún abuelo, tío o tía muerto entre los dos mil que perecieron (de un pueblo de cinco mil). Estudié la ría por donde entraron los aviones (Gernika es casi un puerto), y visité el mercado donde ocurrieron muchas de las muertes un lunes en pleno funcionamiento de los negocios.

El Museo de la Paz, fundado recientemente, conserva toda clase de objetos de la época: bombas destructoras que los nazis lanzaron primero, y bombas incendiarias después, las que fueron las que más daño causaron. Las fotos son horríficas y me pregunto si Picasso logró realmente captar todo ese dolor.

Hay grabaciones de parte del bombardeo; testimonios de la gente. Me di cuenta de que lo que Franco trató de borrar, todavía se conserva allí, aunque hay que escarbar con paciencia. Cualquier persona de la calle me iba indicando algunos edificios que se conservaron: la Fábrica de Armas que los nazis no destruyeron quizá para saquearla después, y la Catedral con su roble sagrado que sobrevivió el ataque de los aviones, pero no el del tiempo: no llegamos a tiempo porque el año pasado había muerto; sólo resta el tronco seco, sobre el cual hay una glorieta.

Desde luego, casi no van turistas a Gernika. Para mí, el territorio vasco fue como otro país, extrañísimo, muy poco que ver con el resto de España: verde, montañoso, muy civilizado por todos los rincones. Me sentí identificado al ver caras chilenas por todas partes. En verdad, hubo mucha inmigración vasca en Chile. Me pareció, además, el euskadi una lengua sin origen, inventada, probablemente una clave de unos pocos para que no los entendieran los sucesivos invasores de esta zona, digo yo. 

O tuve mala suerte, o la comida vasca es mucho mejor en el mundo de la nostalgia.  Las cantidades resultaron siempre escasas: si no fuera que nadie quiso comerse su bacalao al pil-pil, ensalzado como el plato vasco por excelencia, me hubiera quedado con hambre. Nada comparable con los abundantes bacalaos a la vizcaína del restaurante La Bilbaína de calle Caupolicán en Concepción. En Lleida, ya en Cataluña, me desquité con unos spaghetti picantes en un bar jamaicano en Lleida, atendido además por una mulata de la mejor cepa caribeña, amabilísima y bella, y uno de los pocos lugares donde me sentí en casa.

No en todas partes de España se come bien: en ninguna parte vuelvo a pedir sopa, excepto las clásicas como el gazpacho o el caldo gallego. Nunca se me olvidará la sopa de Santa Teresa que pedí en Ávila y que resultó ser mezquina y sosa, casi pura agua; claro: era la sopa de una santa y es la única que nunca podré encontrar en Puerto Rico. Si es por turismo gastronómico, mejor quedarse en casa y aprender a cocinar.

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Más penurias: lo primero que hice la mañana de nuestra llegada a Madrid fue dormir, y me salté una merienda y mi almuerzo de mediodía. Cuando me levantaron (era la hora del almuerzo en España) me vino un bajón repentino de azúcar. Tuve que sentarme en la escalera del porche por algunos minutos y allí me dejaron solo mientras me buscaban algo de comer. De un sobrehumano impulso me dispuse a seguir a mi familia y comer lo que encontrara. Me hubiera tirado de gusto en la calle.

Afortunadamente en España hay bares o cafés en todas partes. Sin poder alcanzar a mi familia, me metí en un restaurante que estaba abriendo y rogué que me sirvieran un jugo de naranja. Creí que me iban a dar de esos jugos en envases de cartón, listos para el consumo; pero no, en España parten las naranjas con esmero y las estrujan, tal como yo hago en casa. Eso tomó cinco minutos en los que caí desfallecido en un asiento del que no me levanté hasta que me tomé el jugo. Por supuesto, me quedé a almorzar allí mismo. No me acuerdo qué comí; sólo que era buenísimo y que dentro de más o menos una hora pude pararme de nuevo. A todo esto, mi familia me había andado buscando y me acompañaron en este último trance. Esa fue mi espectacular entrada como turista a la Madre Patria. 

Sigo pensando que, a mi edad, el turismo (ir de acá para allá olvidándose de la mitad de lo que uno ha visto) es una estupidez aunque haya momentos maravillosos y, en mi caso, pueda gozar vicariamente a través de los niños. La próxima vez que salga iré a un solo sitio y no me moveré hasta regresar a mi isla. Lo único que me atrae de viajar es visitar parientes y amigos, porque los lugares que me son familiares ya han desaparecido.

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Lo que nos ocurrió en Miami, mientras esperábamos la salida del avión a Madrid, es otro buen índice. Estábamos felices en una mesa, cerca de la puerta de entrada esperando, cuando nos dimos cuenta de que ya todos habían abordado y que no quedaba nadie allí fuera de dos dependientes. Estábamos perdiendo el avión. No sé qué habríamos hecho, pero hubiera sido un desastre. Corrimos. Ya la puerta estaba cerrada. Por fin, alguien la abrió y nos permitieron ingresar.

Lo peor vino después: ya dentro del avión me di cuenta de que se me había quedado el bolsón afuera y allí estaba todo nuestro dinero... en billetes. Traté de salir, pero no me lo permitieron. Una aeromoza se ofreció a buscarlo. Cuando la vi asomar por la manga con el bolsón, respiré, la abracé y le di sendos besos en la mejilla. Fue tremendo. Tuvo que transcurrir media hora para que se nos pasara el susto. Eso dejó como una marca de cuidado durante el resto del viaje. La evidencia de que cualquier cosa puede pasar es traumatizante.

En Lisboa nos ocurrió algo que todavía me hace temblar. Yo iba unos pasos adelante de Carmen Rita y me aprontaba a atravesar una avenida que parecía tener tráfico en una sola dirección, hacia mi izquierda. De repente ella me dice muy suavemente: ¡Cuidado! Yo pensé: Ya está esta mujer alarmándome innecesariamente... pero, por si acaso, como la respeto mucho, le di el beneficio de la duda y me detuve a esperar para saber el porqué de su aviso. Justo entonces a sólo a medio metro de mi persona pasó a toda velocidad un automóvil que se dirigía hacia la derecha.

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Si no me hubiera detenido habría sido arrollado puesto que no me había percatado que la avenida tenía, no sólo dos o tres vías, sino cuatro y no había mirado hacia donde venía el auto. Carmen Rita dice que, conociendo mi espíritu de rebeldía, en una fracción de segundo decidió el modo cómo avisarme, suavecito, con calma perentoria, para que yo le hiciera caso. No sé si una noche de fados y una buena mariscada valen una muerte.

Mientras tanto, los anuncios comerciales nos avergüenzan si no viajamos. Las ciudades se emperifollan para recibir más viajeros. Los aviones circulan amontonados en el espacio, a veces chocando o perdiéndose en el mar. Los cruceros, verdaderos moles flotantes, se llenan de pasajeros y farándula. Lo malo es que “la economía” depende de que dejemos la tranquilidad de nuestras residencias y… viajemos… y nos traslademos de un sitio a otro; que ojalá nos cambiemos de casa o que salgamos de vacaciones a cualquier parte y pongamos fotos en Facebook de lo feliz que lo estamos pasando lejos. La traicionera envidia nos hace armar maletas, arrasar nuestra cuenta bancaria o recurrir a tarjetazos.

Doloroso es que tantos países dependen para su subsistencia de que… viajemos... y de que vayamos a verlos…

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