La trampa del crecimiento indefinido

 

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Y te multiplicaré en gran manera 
(Génesis 17:6)

Frecuentemente me he detenido a pensar en algo que se acepta como axioma: la idolatría del cambio, lo nuevo, el crecimiento, el desarrollo, el progreso, la fertilidad. “Renovarse es vivir” dijo José Enrique Rodó, y Fredric Jameson lo considera una característica definitoria de la modernidad. Yo, por el contrario, pienso en la ominosa analogía con el cáncer que hay que destruir para que no siga propagándose. Por supuesto, esto es cuando ando de mal humor. He visto crecer a mis hijos y es una maravilla observar su progresiva entrada en la madurez, pero de todos modos echo de menos los bebés o los niños(as) que solían ser. Cuando un niño deja de crecer se trata sólo de un fenómeno ficticio como en El tambor de hojalata de Günter Grass o en Peter Pan.

La verdad es que esta valoración del cambio no viene sólo de Rodó o de Jameson, sino que se encuentra en el principio de los principios en casi todos los textos sagrados, y siendo así no queda más remedio que agachar la cabeza.

La fatalidad del crecimiento parece algo natural; las vidas nacen, crecen, mueren. No se concibe la existencia sin estigmatizar lo que es sólo suficiente. Por ejemplo, el índice de crecimiento es lo primero que se toma en cuenta en la economía de un país para determinar si está funcionando bien. En el capitalismo pareciera que nunca enough is enough. Un crecimiento de un 2% es un desastre. Tim Jackson, profesor en la Universidad de Surrey, publicó en 2009 un interesante libro que lleva varias ediciones proponiendo la teoría de una “prosperidad sin crecimiento”. [1]

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Está obsesión generalizada, ¿tiene algún fundamento científico o teológico? Probablemente sí. La expansión, el crecimiento, la multiplicación de plantas, animales y seres humanos es lo primero que se destaca desde los primeros versículos del Génesis. El propósito creativo inicial es la expansión del universo: “Haya expansión en medio de las aguas…” (1:6). Si el universo se expande, la vida en la tierra también: “Produzca la tierra hierba verde, hierba que dé semilla” (1:11-12). Esta referencia a semillas se repite porfiadamente. No sólo se crearon las plantas, sino que se tomaron todas las medidas necesarias para que continuaran existiendo. La alternativa era, desde luego, sombría, porque no se trataba de crear un mundo sustentable, sino de evitar su muerte; si no, ¿para qué las semillas? La necesidad de multiplicación es el pago que exige la naturaleza para vencer a la muerte. El problema es cuando esta multiplicación es indefinida y no hay espacio suficiente. Si me preguntaran la palabra que más daño hace a nuestra condición humana, contestaría que es el adverbio de cantidad “más”… y escrito con tilde.

Según el Génesis, si los hombres hubiesen logrado comer del Árbol de la Vida, y estuvieron en un tris de hacerlo, hubieran gozado del privilegio de ser como Dios y los ángeles. Como esto no ocurrió, sólo les quedó aceptar su muerte individual compensada por el consuelo de dejar una abundante descendencia. Tener sexo y multiplicarse es, pues, una necesidad vital hasta el día de hoy simplemente porque no llegamos a comer de ese árbol. Dios nos creó semejantes a él, pero no iguales: “ahora pues que no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y viva para siempre” (3:22). De ahí el alivio de Dios, sobre todo cuando se suponía que estuviera descansando.

Cuando muchacho yo no entendía por qué era tan bueno que los descendientes de Abraham se multiplicaran si a mis padres les bastaba con dos hijos y a mis abuelos paternos con tres. Me preguntaba si mi linaje materno era el más bendecido porque mi abuela, doña Cupertina Campos viuda de Soto y, antes, viuda de Mirschwa, ya era para esos días la Eva primordial de unos cien seres humanos, y ahora ya lleva más de trescientos, muchos dispersos o exiliados por la tierra.     

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Naturalmente que para asegurar una generosa multiplicación a partir de un solo hombre se necesitan muchas mujeres (cónyuges o no), tema central de varias novelas latinoamericanas, notablemente Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y que debe haber sido la principal razón por la que Joseph Smith instaurara la poligamia cuando fundó la Iglesia de los Santos de los Últimos Días: de esta manera, no era necesario reclutar fieles, sino que bastaba con procrearlos. 

Para cumplir este propósito divino se dice que se necesitan un hombre y una mujer, pero por años me preocupó cuál era la razón ya que la naturaleza despliega otras formas convenientes de procreación: división, fragmentación, mitosis, partenogénesis, etc. Y muy pocos de estos seres inocentes se dan a la tarea de formar una familia tras engendrar sus criaturas. La mayoría de los pulpos expelen su semilla con la esperanza de que haya un pulpo femenino por las cercanías que haga uso de ellas. Acto seguido, el pulpo muere, cumplido ya su ciclo vital. Es peor el caso de los percebes y los tunicados que adheridos a las rocas dependen de su buena suerte. 

Los primeros seres en la tierra que procrearon como nosotros (o casi) fueron algunas especies de peces placodermos hace unos 325 mil millones de años. Para poder llenar los océanos antes de la formación de Pangea la copulación tiene que haberles producido placer, y es por ello una incomprensible su extinción.[2]

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El principal problema de la procreación por división o fragmentación era (y es) que los seres de esta manera generados resultan iguales que el ser que se dividió. Equivale a una clonación y esto significa que no hay verdadera “expansión” y la “multiplicación” es multiplicación por cero. Si esto hubiera quedado así, la vida se limitaría a una congregación infinita de células o amebas iguales entre sí desplegándose vanamente “en la abierta expansión de los cielos” (1:20). Resultaría un mundo aburrido y redundante. Pero es curioso que la vid, importante símbolo religioso, se reproduzca por fragmentación o flores unisexuales y, si se la deja a su propio arbitrio, dé paso a sus clones. ¿Será la relativa virginidad de la vid lo que la sacraliza?

Sólo había una única posibilidad de iniciar un verdadero proceso de evolución en especies diversas, y es que el ser generado tuviera alguna diferencia respecto de quien lo genera, y, para conseguirlo, el intercambio de semillas o gametos en el encuentro amoroso debía ser dispar. Y esto es lo que se llama anisogamia.[3] Para eso fue también necesaria la relativa disformidad de género de los copulantes. En algún pretérito instante de la vida para “fructificar” la generación tuvo que realizarse por el congreso de dos seres no opuestos sino distintos, y que generaran gametos en diferentes proporciones. Parece que ya algunos árboles se dieron cuenta de esto: el viento, las abejas y los buenos agricultores lo saben. Pero fueron las algas marinas las que, en algunas de sus afortunadas especies y antes que los placodermos, lograron la separación entre fecundador y fecundado/a, y entonces la enorme variedad de ejemplares que resultó de ello proporcionó alimento abundante y variado para otros seres acuáticos y fundó toda una cadena alimenticia que llega hasta nuestros días (por lo menos en el Asia Oriental… y en Chile donde disfrutamos, los que no somos demasiado finos, del cochayuyo y el luche).

Hay más perplejidades: quizás para detener el cambio e inmortalizar las cosas el hombre empieza a ponerles nombres como si de esta manera las fijara en un estado de permanencia. Y es verdad: un perro se llama perro cuando nace, perro cuando envejece, muere, e incluso muerto es un perro muerto. Y es en este proceso nominativo que Dios crea a la mujer: “No es bueno que el hombre esté solo; le daré ayuda idónea para ello” (2:18). La creación de la mujer no sería, pues, para facilitar la procreación, sino para ayudar al hombre a ponerle nombres a las cosas, lo que Alejo Carpentier, en Los pasos perdidos, llama inapropiadamente con una palabra masculina: “adanismo”.

Lo que yo deduzco tanto de la paleontología como del Génesis es que hombre y mujer no fueron pensados como seres opuestos sino complementarios (no es lo mismo); más que procreación se pensó en ayuda y compañía. El prejuicio dualista ha empobrecido mentalmente a todas las civilizaciones desde el yin y el yan hasta la dicotomía aristótelica de forma y materia que es directamente proporcional, como bien sabemos, a la de hombre y mujer. El Cristianismo[4] nunca ha podido desligarse totalmente del gnosticismo dualista ni del maniqueísmo. Son dos entelequias en falsa oposición, porque no me cabe en la imaginación una relación procreadora entre el Superhombre de Nietszche y ninguna de las dulces Madonas de Rafael. Satán ha sido un invento dualístico perverso para definir mejor a Dios creándole un adversario. Como me explicó mi hijo cuando tenía cinco años, se necesita un evil doer para que haya “acción”.

El tan denigrado Otto Weininger[5] en Sexo y carácter  definió hombre y mujer como categorías extremas: todos los seres reales participan en mayor o menor proporción de cada una de ellas. El dualismo nos obliga inevitablemente a tomar partido, a comprometernos por uno de los dos bandos y transformar al otro en enemigo. Verdad o falsedad, bien o mal, masculino o femenino y así sucesivamente. Las polaridades que se encuentran en la naturaleza, como ser los polos positivo y negativo en la energía eléctrica, han contribuido a ello (aunque por cierto esas palabras se la pusieron los primeros electricistas). La palabra “negativo” es de por sí… negativa. Ese tomar partido que es imprescindible en la profesión de abogado, aleja al hombre de un juicio correcto de las cosas.

Es claro entonces que, según el Génesis, la primera pareja en un principio se fundó en relaciones de servicio mutuo y compañía y no de procreación. Y todo hubiera seguido así para siempre, si no fuera que Eva y Adán desobedecieron y descubrieron (o cubrieron) sus cuerpos. El resto vino por añadidura cuando fueron expulsados del jardín. Lo más paradójico de todo es que sólo a partir de entonces es que la pareja inicia el proceso de expansión, crecimiento y multiplicación. Porque cuando Jehová creó al primer hombre habló de multiplicación, pero sin dar detalles. ¿No sería que quería que lo desobedecieran? 

Así que si se compara la vida con un río que no se puede detener para justificar el movimiento y la expansión, no hay que olvidar la ley de gravedad y la noción de descenso al mar que las represas pueden contener sólo momentáneamente. Se trata más bien de un proceso de autoinmolación de las aguas en la indiferencia del océano. Podríamos pensar que lo que nos aguarda no es un crecimiento indefinido sino un implacable caso de entropía. 

Me gusta más la comparación con el ascensor (o elevador) y las escaleras. Como escribió Julio Cortázar en Rayuela, si los ascensores son para ascender (o elevarse), las escaleras son para bajar. Y esta sí que es una dualidad con la que podemos vivir sobre todo si residimos en un edificio de apartamentos.

Notas:

[1] Tim Jackson, Prosperity without Growth (LondonEarthscan, 2011).

[2] John A. Long, The Dawn of the Deed: The Prehistoric Origins of Sex (U of Chicago Press, 2012).

[3] Tatsyta Togashi and John L. Bartelt, “Evolution of anisogamy and related phenomena in marine green algae”, en The Evolution of Anisogamy: A Fundamental Phenomenon Underlying Sexual Selection(Cambridge University, 2011).

[4] Enrique Dussel, El dualismo en la antropología de la cristiandad: Desde los orígenes hasta antes de la conquista de América (1974) http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/dussel/cristian/cristian.html.

[5] Otto Weininger, Sex and Character (1903). Facsímil de la traducción al inglés de 1923 (BiblioLife, s/f). Un completo estudio de la obra, su significado y sus limitaciones se encuentra en Chandak Sengoopta, Otto Weininger: Sex, Science, and Self in Imperial Vienna (U of Chicago Press, 2000). 

* Las imágenes pertenecen a la serie Ciencias Naturales de Juan Gatti.