Sobre la llamada 'depresión'

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Hoy en día se habla mucho de depresión y como ocurre actualmente con muchas palabras sirve de comodín para cualquier noción que calce dentro del paradigma de la tristeza. Sobre ese tema yo tendría mucho que escribir, pero me limitaré a unas pocas convicciones que poseo y prácticas que ejecuto. Para ello, hay que sortear las hipérboles y confusiones del habla cotidiana donde todo se parece o, como dicen algunos, “es lo mismo”. 

En primer lugar, es una palabra que reemplaza a la favorita de los románticos, melancolía, que ahora no se usa por eso de que las palabras pierden su intensidad con su uso frecuente. Lo mismo pasa con maníaco-depresivo que puede ser estigmatizador para quien tiene esta condición y se prefiere algo que suena casi como una virtud: bipolar (de lo cual parece que ahora todo el mundo padeciera). No siempre se puede salvar a las palabras de la tribu, como quería el acongojado poeta Mallarmé. 

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Por un lado, estoy convencido de que la llamada depresión no es tanto una enfermedad como una condición humana. Por supuesto esto no será del agrado de los que quieren vendernos sus servicios y sus drogas, o aquellas personas que están orgullosas de sus “enfermedades”. Ocurre especialmente en la vejez y la adolescencia, dos etapas que coinciden en que uno se sale del sistema al que estaba familiarizado.  Más comúnmente, como observé en algunos de mis alumnos que sufrían de depresión, cuando eran drogadictos y no tenían dinero para comprar sus dosis caían en un estado de cold duck (hay que decirlo en inglés norteamericano), es decir, depresión. Es una sensación generalizada cuando los adolescentes tienen que dejar el amparo de sus padres, y cuando los viejos (perdón, “seniors”) se jubilan y retiran del sistema social. Claro que puede ser peligroso cuando lleva a la muerte, pero cómo evitar esto: la muerte tiene el defecto de ser mortal y nadie ha podido vencerla, apenas postergarla. Además, como declara Derridá, “por medio del pasaje hacia la muerte el alma obtiene su propia libertad”.[1]  Sin embargo, los jóvenes convocados a algunas de las guerras a que ya nos tienen acostumbrados no se suicidan en masa “porque estén enfermos de depresión”: tienen razones más que suficientes para no querer seguir viviendo en medio de tanta violencia y sangre lejos de su mundo y su familia.  

En el caso de la vejez, el individuo queda sometido a su valor intrínseco que puede ser nulo, habiendo perdido mucho o todo de su valor de cambio. Muchos cariños se esfuman. Y ese es un tremendo desafío. Para un viejo no da resultado intentar convencerse de que nada ha pasado y seguir como antes, o creer que entonces se van a realizar todavía sus sueños como es el triste caso de Alonso Quijano. Un adolescente mayor ya no puede correr a abrazar a sus padres. El que no se siente frustrado a esas edades, es un ángel de Dios o un insensato aunque lo hayan galardonado con todos los premios del mundo. 

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Siempre me viene a la memoria la escena final de la película "Finding Nemo" en que el pescadito, después de pasar una serie de penurias para conseguir su liberación, se asoma a la superficie en la bahía y se pregunta: "Y ahora… ¿qué?" William Styron, en su libro confesional Visible oscuridad[2] describe el comienzo de su depresión después de haber llegado a Londres a recibir un premio literario sin explicarse en un principio la razón de ese pesar. Sin embargo, como el mismo autor aclara, debe haber sido provocado por abandonar súbitamente su dependencia del alcohol y del uso de cierta droga ¡antidepresiva! Moraleja: Cuidado con el alcohol y las drogas, tanto las que se venden en la calle como las que nos prescriben los médicos. 

Puede también tratarse de hastío o fastidio (esplín) después de haber gozado de todos los excesos embriagantes del mundo. Eso les ocurría a ciertos poetas del decadentismo francés (parisino, precisaría yo) como Paul Verlaine o Charles Baudelaire. 

Tenemos todo un paradigma para expresar diversas formas de sufrimiento.  C.S.Lewis[3] usa el concepto de dolor para referirse a una natural reacción a acontecimientos graves en nuestra vida como la muerte de un ser querido, y para ello basta tener cristiana paciencia porque siempre ocurre “para un bien posterior”.  Podemos hablar de pesar cuando el sufrimiento surge de algo de lo que nos arrepentimos, sea porque lo hicimos o porque no actuamos a tiempo. Rubén Darío usa el término pesadumbre cuando es algo que agobia permanentemente nuestra conciencia: “que no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo / ni mayor pesadumbre que la vida consciente”. Una pena es cosa habitual y puede producirla algo trivial como cuando echamos a perder el manjar que estábamos preparando o derramamos la leche; es un sentimiento que, de algún modo, se nos presenta como castigo, y en México es sinónimo de vergüenza.

El concepto de la angustia en Kierkegaard y Sartre no tiene agente definible y se define como la verdadera condición humana que sólo percibimos si vemos con claridad lo que realmente somos o no somos: una visión auténtica del vacío de nuestra realidad. Según Jaspers, sólo tenemos real existencia cuando nos apercibimos de las ineludibles limitaciones que nos atenazan y las aceptamos. De modo que estamos hablando de algo irremediable; no hay píldoras que puedan evitarlo. Lo único sería adquirir una fuerte dosis de ignorancia y de vasta inocencia. O dedicarnos a practicar ejercicios espirituales hasta quedar reducidos a un esquivo nirvana.

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Primero, hay que definir qué es lo que desata la depresión y tratar de evitarlo. Lo primero que nos dicen es que la depresión no tiene una causa concreta o es producto de algunos desequilibrios químicos. Aunque esto fuera así, siempre hay detonantes identificables. Yo me he hecho una lista de los que pueden llevarme a una aguda depresión. Quien insiste en esta idea en varios de sus libros y artículos es el escritor chileno Tito Matamala[4]. Por ejemplo, escribe sobre los cines en el mall de Concepción: el sufrimiento de ir en autobús hasta allá, la imposibilidad posmoderna de ir a pie o en bicicleta, las largas colas, la irrespetuosidad de los pasajeros, etc. Más aún, las personas que conversan o mastican pop-corn durante la película o se ríen en los momentos más inconvenientes, los celulares que suenan en lo mejor de una escena, la proyección que no funciona a cabalidad...

Su solución drástica: NO IR A ESOS CINES NUNCA MÁS; limitarse a ver películas en el mejor equipo posible en casa y desconectar el teléfono. A veces algo tan sencillo como una voz desagradable o un ruido exasperante repentinamente nos hunde en la depresión. Otras veces es un recuerdo del pasado que nos da una sacudida. O la manera en que la TV comercial trata de hipnotizarnos y atontarnos. Si hay actores que no nos gustan, como ser en mi caso Michelle Pfeiffer, Adam Sandler o como se llamen, sencillamente no ponerse a analizar las razones o a verificar si es culpa de ellos o mía, sino dejar de ver sus películas. Y así sucesivamente. Tenemos que defendernos contra el mundo que nos expone a una prodigiosa suma de detonantes depresivos.

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Segundo, definir lo que a uno le levanta el ánimo: una sonrisa o la voz de mi hija Carla; los árboles que veo por mi ventana; los pájaros, los coquíes; la música de Wagner o los giddas de Punjabi o los duettes de Miss Poojah o lo que sea del gusto de cada mortal. Incluso una buena tragedia. Comer en forma moderada lo que nos apetece. Cierta fe religiosa que no sea un engendro de la ignorancia puede ayudarnos mucho. Yo soy un lector asiduo de la teología católica o luterana (desde Agustín de Hippo hasta Bultmann, Ratzinger y Marion), pero también de lo que llamaría anti-teología de Heidegger u Osho y suelo desternillarme de la risa con el gracioso ateo Bill Maher. No me ayudan mucho las complicadas estructuras de casi todas las denominaciones (ni siquiera los cuáqueros como comprobé hace algún tiempo), y sólo pasajeramente me saca del vacío existencial la captación de difusas energías cósmicas en una montaña mágica o un jardín zen.

Tercero: seleccionar, sin más consideración que la cortesía, las(os) amigas(os). Si se puede, disponer de un "rincón propio". Rodearse de los "juguetes" favoritos de uno. Elaborar una lista de amistades virtuales incorporándose a Facebook que, aunque todo allí es superficial y no faltan los tontos y narcisistas que uno acepta por lástima de uno mismo, se pueden seleccionar, borrar o soportar; simplemente no hay que poner cosas íntimas o comprometedores porque uno nunca sabe si el Big Brother o los mercaderes que nos apabullan con su publicidad están vigilándonos. (Y pensar que ahora la publicidad es una prestigiosa carrera universitaria).

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Cuarto: Yo he registrado los momentos en que más frecuentemente me sobreviene la llamada depresión, y es generalmente a mitad de la noche ("in the middle of sleeping" como dijo una vez mi hija) o al amanecer, muchas veces después de un sueño terrible o demasiado fascinante (haciendo el amor con Kate Mara como me ocurrió hace poco). Y, sí, es desesperante

A estas alturas, para qué preocuparse de puritanismos. Siempre me acuerdo de nuestra novelista María Luisa Bombal a quien los médicos le advirtieron que si seguía bebiendo se iba a morir, así que dejó de hacerlo y, acto seguido, se murió. Pensando en eso, que en el tiempo en que ocurrió me produjo aflicción, volví a mi expreso sin azúcar que acostumbraba al despertar. Tiene que ser buen café, no el de polvito, para que no me deprima. Es deprimente abandonar los vicios a estas alturas y más desesperante aún es tratar de recomenzar los salvadores vicios de la adolescencia. Yo estoy razonablemente conforme con mi régimen y aunque es imposible evitar momentos en que uno se siente abrumado, rara vez se convierten en padecimientos que me anulen completamente.       

Ahora, cuando hay causales concretas, como la muerte de un ser querido, la ruina económica, un terremoto o un día de terribles tapones en las calles, no hay píldora que valga. Temor y temblor son las coordenadas que conforman el destino inexorable de toda vida consciente. Entonces, es buena idea escuchar un buen blues de, por ejemplo, Muddy Waters, o leerse una buena tragedia. Sugiero “Largo viaje hacia la noche”, de Eugene O’Neill.

 

Notas:

[1] Jacques Derridá, The Gift of Death. Translation by David Wills (U of Chicago Press, 1995), p.40 (mi traducción).

[2] William Styron, Visible Darkness (Random, 1990).

[3] C.S.Lewis, The Problem of Pain (Lewis, 1996; 1a.ed. 1940).

[4] Tito Matamala, Calumnias y otras infamias (Santiago de Chile: Fantasma editores, 2001).

Lista de imágenes:

1. Edwrad Vesala, Spaceofficer, 1986.
2. Lud?k Prošek, Sin título, Sin año.
3. Rašytojas A. Vilnius, Mein Mein Mein, 1980.
4. Lou Bernstein, Central Park, NYC, 1962. 
5. Massio Sare, The new and novel game PHYSOGS, 1930. 
6. Merzka, Collage of Simple Happiness, Sin año.