El escritor misterioso

 

Tengo un recuerdo. En el 2007 visité el Teatro Arriví por primera vez. Fui a ver “El piano”, una puesta en escena de algunos cuentos de Pepe Liboy dirigida por Aravind Adyanthaya. Yo recién había adquirido el libro de Liboy ese año y me fascinaba. Creo que hay una tenebrosidad de la atmósfera de esos cuentos que Aravind supo traducir a la perfección.

Me gustó tanto, que varios meses después fui con una amiga hasta San Germán para ver la misma puesta en escena, pero esta vez en Casa Cruz de la Luna. Todo parecía un cuento de Liboy: Estoy caminando por un pueblo desconocido. Me encuentro con varias figuras del área metro. Dada la escasa iluminación no puedo reconocer bien sus caras, pero sé que los conozco -me dicen- “No, la obra no se representa hoy. Hubo algún tipo de problema, no sabemos qué fue, sólo que no la presentan hoy. Estamos caminando de cualquier manera, sin lugar a dónde ir. Dicen que hay una iglesia por allá…”

…no, no. Así no empieza.

Tengamos claro esto: creo que hay dos tipos de libros. Los que uno no presta, porque sabe, con certeza, que no van a volver, y los que uno presta sin mucha esperanza de que vuelvan, porque en realidad no importa. Tengo un recuerdo singular que me viene a la mente cuando pienso en el libro Cada vez te despides mejor de José “Pepe” Liboy. Va así: en el momento que compré mi ejemplar estaba saliendo con una chica. Un día cualquiera, mientras yo leía, me preguntó si se lo prestaba. Sin pensarlo mucho, le dije que sí. Varias semanas después paramos de salir. Lo di por perdido, me convencí de que era una baja de guerra. Además, peores cosas pasan en el mundo.

Por esos misterios del azar, un día me buscó y me lo puso en las manos; creo que se quedó con otras cosas, pero el libro volvió. Desde ese día me gustó pensar que este libro tenía algo de especial, cargaba un aura o algún poder supernatural. Lo puse a prueba. Primero, se lo presté a una amiga que vivía en San Germán. Ella iba y venía, y de una en mil nos encontrábamos. En menos de un mes, volvió a mí. Luego, le tocó el turno a una amiga que viajaba fuera del país. Le dije que se lo llevara para que le hiciera compañía en el camino y que me lo devolviera cuando quisiera. El día después de llegar, me visitó y lo trajo de vuelta. Ahora, la prueba de fuego. Me mudé yo del país, y se lo presté a una amiga que sólo vi tres veces mientras vivía en este otro domicilio. Al igual que antes, volvió…

…no sé, no sé…Tratemos una última vez.

Devaneo por la noche, horas y horas, noctámbulo, sin saber qué hacer. Hace meses que el único momento en que logro dormir es cuando se hace de día, cuando entra la luz a mi cuarto, y sólo unas pocas horas antes de ir a trabajar. Siento que tengo los pies en la realidad, pero la línea que la separa de mis sueños lentamente se comienza a desdibujar. Por fin, un día logro dormir de noche. Cuando me levanto, desorientado, estoy en el desierto. Comienzo a ver imágenes, como espejismos que desfilan ante mis ojos. Las imágenes, traspasadas por las palabras, se convierten en cuentos. Ahora cada noche que logro dormir ocurre igual, despierto en el desierto. Pasan años. Quizás décadas.

El desierto de José Liboy Erba es la imaginación. A veces, cuando leo sus cuentos, me dejan un gusto amargo en la boca, casi igual que me pasa con las películas de David Lynch. Siempre pienso que no sé bien qué pasó, tampoco cómo llegué del principio al final, ni cuál es el sentido de la obra, pero sé que me gustó, y por más que trato de descartarlo de mi cabeza, sigo días, semanas, pensando en él, tratando de develar el misterio. En última instancia, creo que los dos habitan un espacio levemente iluminado por la turbia luz del eclipse del sentido. 

Hay un misterio, ¿o no lo hay? Liboy está fuertemente anclado en lo cotidiano, pero es una cotidianidad alucinatoria, borrosa, sesgada. Como ha dicho Aurea María Sotomayor, En la noche de Liboy “hay un narrador” amnésico e insomne. A mí me gustaría llevarlo un paso más lejos. El narrador neurótico de Liboy se encuentra atrapado en su propia red, es decir, la misma red del lenguaje que atrapa al lector lo ha atrapado a sí mismo. Gira sobre su propio eje, volviendo sobre las mismas historias, haciendo uso de una herramienta clave: las permutaciones. Una cosa es la repetición, otra la permutación; en la segunda se vuelve sobre el mismo trauma innombrado, pero cada vez cambia un poco, se pule la historia, el lenguaje, se llega a otro lugar. Cada vez te despides mejor.

Me despido, pienso que no lo voy a ver más. Sin embargo, sí lo veo. Me despido nuevamente. En este momento me quedo en un punto intermedio: está y no está, es el fantasma de la presencia, el ocaso del deseo. El único problema es que yo llegué allí sin ningún deseo. Estaba vacío de deseos. No quería nada. Se la devuelvo al narrador, creo que sí queda una huella de ese tan codiciado deseo: la escritura. Y mientras siga existiendo la escritura de Liboy, única en la prolífica literatura de nuestra pequeña isla, seguiremos esperando que esa última y certera despedida nunca se dé.

*Fotos cortesía de Casa Cruz de la Luna. Para leer más sobre la obra y ver la fotogalería, pulse aquí.

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