Para varios países de occidente la costumbre general dicta que el mes de octubre comprende la intensificación de una cantaleta consumista inclinada hacia el festejo de la noche de brujas. Durante cuatro semanas, la exaltación de lo “tenebroso” y toda la parafernalia que conlleva se esparce por diferentes mercados como plaga de cucarachas conscientes de su turno a la prevalencia temporera. Una de las plataformas modernas que más provecho saca a esa "fiebre empotrada" es el medio audiovisual. Lógicamente, esto acomoda el aterrizaje para una nueva cosecha de producciones de horror, en las que, por lo común, sale a relucir "el mismo dulce en otro palito". Entonces se vuelve a enfilar y engalanar la machacona dosis de personajes perturbados, criaturas, vampiros, lobos, zombis y otras figuraciones esquematizadas que pretenden acercarnos a un entendimiento sico-sociológico de nuestras frustraciones y problemas. Claro, no sin antes dejar un buen rastro de mutilaciones, sangre a borbotones y muertes excesivamente dramáticas en su trayecto.
El género de horror, como se conoce hoy día, básicamente ha sido encadenado al folclor de sociedades industrializadas. No obstante, en términos historiográficos, sus arquetipos pueden ser trazados a credos y prácticas arcaicas que datan desde las civilizaciones mesopotámicas de Oriente Medio. La mejor ejemplificación de susodicha aseveración se halla en las diversas teorías y metodologías empleadas en ceremonias destinadas al desecho de cadáveres y la inagotable relación del ser viviente con el fallecido. Ahora bien, algunos rasgos literarios del horror florecen con la Inquisición episcopal del siglo XII, periodo que da forma a una tendencia obsesiva por lo sobrenatural, bajo la provocación de las autoridades religiosas (italianas y francesas) del momento. Por ello ciertas temáticas de este género vienen directamente atadas a mitos y/o creencias pertenecientes a distintas religiones, específicamente la cristiana: el descanso después de la muerte, la dualidad moral, la pérdida de identidad y el poder despótico, entre otras.
Sin embargo, es en el pellejo narrativo provisto en las letras góticas del siglo XVIII —Thomas Parnell, Robert Blair, Anne Radcliffe y Horace Walpole— donde se cose el discurso de horror con los espacios (lejanía, encerramiento, castillos, cementerios, laboratorios, casas abandonadas, sótanos, cámaras de tortura y sus respectivas reinterpretaciones) o elementos de vocabulario (lluvia, truenos, relámpagos, ruinas, espejos, presagios, colores pálidos u oscuros y puertas que emiten chillidos). La constante fascinación con el horror, a cualquier escala, en gran medida es atribuida al hecho que indaga sobre idiosincrasias primitivas de las cuales no acostumbramos a profundizar corrientemente.
En el caso audiovisual, la experiencia receptiva se realza debido a la correlación sensorial que dicho medio aguarda con los sueños. Primero, porque el relato de tales obras a veces se basa en sueños de sus autores. Segundo, porque resulta fácil proponer que ver un filme es como imitar el estado mental mientras sueña: el aislamiento, la aceptación de lo ilógico, la estimulación visual ininterrumpida y la amputación momentánea de realidad individualista que abre paso a una noción de realidad sugerida. De hecho, si un partícipe entabla serio vínculo emocional con las imágenes (sea a través de un sueño o una película), este pudiese sobrellevar alteraciones fisiológicas, como la aceleración de la respiración y de las palpitaciones del corazón. Mas a pesar de dichos cambios físicos, irónicamente la experiencia participativa permanece en el renglón pasivo gracias al arraigo con la inevitabilidad.
Los trabajos audiovisuales de horror tienden, en lo minúsculo, a incitar curiosidad y, en lo mayúsculo, a seducir con agudeza. Su esfera cobija tantos subgéneros (el romántico, la comedia, la ciencia ficción, el “gore”, el “slasher”, el “giallo” italiano o el extremo, por mencionar algunos), que parece casi necedad intentar eludirle. No obstante, con la suma de todas esas partes, cobra vida una especie singular, capaz de constante y simultáneamente atraer como desagradar.
Retornando al contexto de estas primeras líneas: detrás de la amenazante neblina, esa imagen tan típica y clásica, solo se hallan fabricantes y comerciantes de miedo, reclamando unísonos el “dame chavos no maní”. Nuestro interés en lo oculto, lo prohibido, lo extraño, lo chocante y lo desconocido es parte de un lenguaje sin frontera, de una cadena perpetua sentenciada por la conciencia.
Lista de imágenes:
1. Trace of Memory (2013), Chiharu Shiota.
2. Exposición Sincronizando hilos y rizomas (2013), Chiharu Shiota.
3. Stairway (2012), Chiharu Shiota.