Historia de una escalera

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Evocación de la obra de Buero Vallejo así intitulada, la homonimidad no se detiene ni en una historia ni en una escalera. Porque también suben y bajan vecinos con sus rollos existenciales, eso sí, los que pueden, aquellos no tiranizados por las fragilidades del cuerpo. La protagonista de esta historia es la escalinata conocida como “La Barandilla” en el Viejo San Juan, localizada entre la calle de San Francisco y la calle de La Luna. Como los adoquines que desde el siglo diecinueve se colocaban, descolocaban y eran vueltos a colocar, aquélla fue prolongada y accidentadamente sometida a un proceso que han llamado “restauración”, palabra sugeridora de conocimiento, dignidad, sensibilidad, amor patrio, conciencia histórico-cultural y otras grandilocuencias.

Seducida por su sonoridad y por la percepción de ciertos beneficios que la misma le podría acarrear, la administración capitalina se lanzó a la rotulación del anuncio del gesto pontificando el día, mes y año a ser concluida antes -un largo antes- de cumplirse la gesta misma. El problema radicó en que la fecha fijada para la terminación del proyecto, que incluía una plaza, llegó, y por mucho, previo a su finalización; así como la emergencia energética proclamada tiempo atrás por el gobernador fue antes de ser y las palabras y bolsillos pingüemente comprometidos en superinfraestructuras antes de saber de qué río traerían la primera piedra -entiéndase simbólicamente. Es como una suerte de concepción de pre-existencias. Extraña y paradójica intelección lúdica y vivencial del tiempo en este Puerto Rico tan de hoy y casi nuestro.

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Fue entonces cuando un buen día los parroquianos del barrio descubrimos que el rótulo del mentado proyecto de la Barandilla, blanco de proyectiles comestibles lanzados por airados residentes sanjuaneros en la complicidad de la noche, había sido removido.

Después de cuatro azarosos años de espera, reuniones, promesas, pases de papacaliente entre el Instituto de Cultura, el Municipio y la Universidad Carlos Albizu, píldoras doradas y música de violines, protestas, ruido de máquinas, contubernios de esquina, drogadictos desnudando sus carnes y deambulantes improvisando viviendas, aguas empozadas, cantos de sirena y gatos felices volteando la finca, quedó concluido el conjunto este pasado mes de marzo de 2011. Inaugurada con la pompa de la cotidianidad y antes del fasto oficialista, el elegante protagónico abanico escalonado hecho en concreto ha quedado flanqueado por una elaborada barandilla de bronce. La también aconcretada plaza tiene bancos de similar material, quince faroles de hierro color negro, cuatro contenedores de basura y trece jóvenes árboles no endémicos que no pudieron resistir ni el furor del concreto ni las pasiones del sol.

Esto último frustró a la administración municipal de tal forma que de inmediato ordenó la sustitución de las endebles criaturas. Pero, como una venganza o un karma, se repitió la historia. La verdad es que el drama ha quedado incomprendido: yacían por luengas décadas, dueños y señores del lar, frondosos árboles cuyas copas aireaban y colmaban de sombra la distendida avenida reconvertida en escalera y plaza. Alguna mañana o tarde de algún día los cortaron, los desraizaron y las reinitas tranquilamente anidadas enloquecieron. La ciudad gata volvió a ser feliz.

La realidad es que la vieja escalinata ha quedado a años luz de ser restaurada. Más bien (re)vistieron con cemento, buscando igualar o digamos (re)crear la imagen que aparece en las antiguas fotografías del hermoso abanico de huellas y contrahuellas que se abre en flor, en gradación de menor a mayor desde el plano superior en la calle de La Luna, a un amplio espacio que, según los documentos, es la Plaza de San Francisco. Y que quede claro: del santo y de nadie más.

Será nuestro revitalizado deber ciudadano, sin embargo, esperar pacientemente el rebautizo de la misma. Así como ocurrirá con el antiguo casco, al que llamaremos Uócabol Citi (Walkable City) -para que el corderito se vaya de paseo con sus blasones, noblezas y lealtades; y con la recién remozada plazoleta de San Juan Bautista frente al Capitolio ante la propuesta de una novel denominación: Paseo de Carlos Romero Barceló. Sí. Porque Francisco y Juan, junto a Chiqui, Jaime, doña Lidia de los gatos, Waleska y su perra Beba, Bob el gringo descalzo, Jorge el matapalomas, y Norberto El Bizco, integran una “comunidad vibrante y heterogénea” (al decir del nuevo lenguaje discursivo de Fortuño, Santini y Pierluisi) de la que participan los vivientes íconos del flamante santoral de la polis puertorriqueña.  

Como los de Buero, estos escalones omniscientes ya guardan secretos: los de sanjuaneros de pura e impura cepa, los de aspirantes a sicólogos, familias disfuncionales, niños maltratados, antiguallas humanas, enamorados, murciélagos que sobrevuelan su cielo nocturno, residentes que no residen, comerciantes devotos, católicos puntuales, parias de la vida, turistas estupefactos ante tanta belleza y tanta historia y los de aquellos que en las noches suben presurosos para llegar a la esquina donde podrán inhalar la esperanza que les permitirá regresar, también estupefactos, por la escalinata, inexpresablemente contentos -momentáneamente- con su existencia.

A cuatro meses de la fanfarria triunfalista, las pautas de nuestra tradición administrativa ya han sido honradas en la Plaza: faroles sin luz, como los de la Plazoleta de las Monjas frente a la Catedral o los que en simétrica hilera permanecen fieles a la oscuridad a lo largo del Boulevard del Valle. El resbaladizo suelo de la plaza, a fuerza de sintéticos revestimientos, ya ha victimizado a los viandantes -incluida quien suscribe- y la exquisita baranda de bronce dorado ya perdió su brillo. Los expertos afirman que la hermosura natural otorgada por la patina del tiempo dependerá de la calidad del bronce utilizado. Ya veremos, o verán otras generaciones, si adquiere la belleza del bronce ecuestre de Marco Aurelio en Roma.

Así comienza la historia de esta escalera. Cuando la escriban, será lectura obligada por el Departamento de Educación comprometido con el conocimiento y el amor por la cultura y la historia patria. Cuando la escriban.

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