… hago el amor con la poesía…
-Alejandra Pizarnik
Atlántico, terrible mar,
estoy subiendo del último barco
a la conciencia…
-Yván Silén
Con el perfume del tabaco vuelve ahora un recuerdo preciso que lo abarca todo en un instante que es como un vórtice…
-Julio Cortázar
Frente al mar. A partir de cuentos como “Continuidad en los parques” (1964), los fumetas más cortazarianos, siempre fantasmáticos, se reúnen temprano en la mañana frente a la playa del Parque del Indio, en Condado (la noche anterior comen rabo de vaca en Bebo’s). La brisa canta un vuelo azul rubendariano, con olor a sinestesia palesiana. Las páginas de los libros que traen en las mochilas, abiertos frente al Atlántico como si fueran tabacos de marihuana (en algún ensayo de Yván Silén), se vuelan con la brisa que viene del norte: “… terrible mar…”
La arena salpica tinta contra las páginas que, salidas de sus capítulos, el viento hace reventar sobre las olas. ¿Cómo hablar de Cortázar en el Parque del Indio y no arrancar alguna página de la literatura de Ramos Otero, de Ferré?
Entre el golpe de las olas y el aleteo de las páginas que el viento azota contra los libros —en la película de León Ichaso, Piñero (2001), Mickey se pica la vena frente a la playa de La Perla, donde Nick Quijano recoge piezas para sus arquefactos desde 1980—, los fumetas, hiperestésicos, se metaforizan. Imago. ¿“Caosmosis”? La arena se llena de ratas silenistas, oraciones incompletas que brillan con el sol de la mañana, salpicando entre las olas como peces voladores que, exhaustos, se han quedado sin tinta.
De la costa atlántica se desparraman, metonímicos, párrafos enteros, justo donde el viento afiebrado sopla como si fuera literatura antillana de la primera mitad del siglo XX.
Con una risa de oreja a oreja, los fumetas le dicen “rolac” al calor (escrito al revés).
Los libros se revuelcan contra la arena, la cual, con furia, el viento traspapela; temporal lorenzohomariano que salpica los poemarios más líricos de la biblioteca (en la que se masturba Amara, personaje de polilla silenista). La arena se hace cuerpo de mujer, literatura, mientras la poesía exuda tinta roja —o azul silenista— sobre los libros más cercanos a la orilla, donde el agua se ahoga en la arena húmeda, como un beso que se seca frente a una página sin olas.
En calzoncillos, los poetas se mojan los pies en la orilla de la playa, calcetines de Pablo Neruda que cuelgan de una oda a las cosas simples. Con el tiempo, la mañana, ola de libros con sed, pide más sol frente a la playa, erótica de una filosofía materialista (como la de Michel Onfray).
Sobre una arena cada vez más caliente, para matar la luz con luz, la poesía se hace fuego que camina por la arena a pie, de modo que los fumetas, neotropicales, transcaribeños y transboricuas, escriban sus libros inéditos, llenos de humo (de cuando Borges fumaba tinta con Victoria Ocampo en la revista Sur).
Sahumerio.
Poema I. Desplazamiento, emplazamiento. Con el primer tabaco de poesía, la orilla de la playa se corre de sitio, chorreándose a lo largo de la costa norte de la isla, hasta derramarse sobre las Antillas Menores y salpicar como caldo palesiano sobre Suramérica. Gota a gota, como una metáfora que llega hasta el Cono Sur, donde las huellas de Eugenio María de Hostos, en Chile, marcan rutas decimonónicas para cruzar de acá hasta allá. Gota a gota; el humo antillano embriaga la poesía de Vicente Huidobro, cuyo Adán (1916) se vuelve loco al aspirar, anacrónicamente, la tinta quemada de los fumetas.
Mirándose a sí mismo sin espejo, Adán insiste en ponerse al revés frente al fuego de la mañana: Nada. Desde el calor que despide su carne quemada (y el acento perdido, Adán/Nada),
¡Oh instante solemne y profundo!
Instante supremo
Más grande que todo el Universo
el Adán de Huidobro se empieza a trasformar en una novela, Adán Buenosayres (1948), de Leopoldo Marechal, cuya metafísica huele diferente a la del amor fundacional que celebra el Adán de Huidobro. El de la novela de Marechal es un humo que, como corresponde, huele más al sahumerio filosófico de Cortázar, y por eso también, al humo fundacional de Macedonio Fernández, cuya Adriana Buenos Aires (Última novela mala), finalmente recopilada en 2010, salpica en la copa de las transmutaciones conosureñas. ¿No es macedoniano el idealismo porteño de Borges y Cortázar?
Cuando menos se lo esperaba, irrumpe, desde el goteo neotropical, el Adán (1990) pictórico de Nick Quijano, sin zapatos.
Poema II. Borges y Heidegger (Feinmann). Descalzo, el Adán de Quijano camina por la Avenida Santa Fe, desde Uriburu hacia la Avenida 9 de Julio, como si estuviera corriendo en cámara lenta. Cruza la Avenida Callao como un verbo en pedo (piensa en los adverbios de Silén y en el novelista Ricardo Piglia). Cuando llega a Cerrito, se encuentra con lo imposible: un ejemplar de Fervor de Buenos Aires (1954) tirado en la acera de la mano derecha de la avenida Santa Fe (la “calle” de Leonardo Favio). Inevitablemente, el poemario de Borges, Fervor de Buenos Aires, sobre un Buenos Aires que no es más, lo hace pensar en José Pablo Feinmann, filósofo de la realidad argentina, autor de novelas como Timote (2009), que es una oda a la ficción histórica.
Y ello porque Borges, como Heidegger, dice Feinmann, fue un gran escritor que cometió un error político enorme, el cual, dice en Timote, le costó el Premio Nobel: darle las gracias a Pinochet por ponerle coto al comunismo, ¡sin necesidad de la dinamita! (Alfred Nobel inventó la dinamita). En la televisión española, Borges dice en la entrevista con Soler Serrano, que no sabe nada de política; en la presentación de uno de sus libros, Feinmann dice de refilón, en la televisión argentina, que en el contexto de la filosofía occidental, Noam Chomsky es un pensador mediocre.
En la esquina de Santa Fe y Cerrito, Adán recoge Fervor de Buenos Aires de la acera y se lo mete en el bolsillo; camina por la acera ancha de Cerrito hacia el Obelisco, al fondo del cual se ve el relieve en negro de Eva Perón, estampado sobre la pared blanca del edificio más peronista de la ciudad (el Ministerio de Desarrollo Social).
Poema III. Entre pintores y libros (el Silén de Elizam y la Evita de Santoro). Como caminante que es, metido en sus propias suelas, Adán acelera el paso por la Avenida Corrientes, alejándose del relieve de Evita sin saber que pronto, en una de las librerías por Corrientes y Rodríguez Peña, se va a encontrar con un libro de Evita, madre del primer peronismo, pintado en una pintura de Daniel Santoro, Los padres de Juanito se encuentran en un claro del bosque (2005).
Proliferación al cuadrado: el libro pintado en la pintura de Santoro no es otro que la autobiografía de Evita, La razón de mi vida (1952). Adán se mira en el reflejo del vidrio de la librería, pero en vez de ver su propia imagen, ve el reflejo de otro libro, La casa de Ulimar (1988), pintado en la pintura de un preso político, Elizam Escobar, Desvelo (1990). Libro gordo, segunda novela del realismo esquizo de Yván Silén, en la que Jesús se acuesta con María, madre del cristianismo.
Ante la escatología de La casa de Ulimar, Adán recula. Entre arcadas que le llenan la cabeza de humo, como quien cambia de acera, se sale de la novela y busca en la poesía, Las mariposas de alambre (1992), un poco de agua silenista, para no morirse en el calor de la Avenida Corrientes con la garganta seca (aunque el poema lo ahoga):
¿Quién mató a la madre? Si la madre
es espacio curvo. La madre es muerte
curva: jorobada. Feto que crece
como un miedo. Alacrán que crece
mariposa: tiempo alrededor de nadie.
Poema IV. Del cine de Leonardo Favio a Cortázar (otro Adán de Buenos Aires). Del salto que da, ante lo que sigue del poema de Silén sobre la madre muerta, “Porque / aun eres la A. en el presente de ambos / donde no está B,” Adán sale catapultado de la Avenida Corrientes hacia un fragmento de Adriana Buenos Aires, la “mala novela” de Macedonio, que deja a Adán con la boca abierta (en la A): “con el eterno enredo, contratiempos, desesperanzas, imposibilidades, dudas, de lo que paralelamente les va pasando a Adriana, Adolfo y el señor de Alto.”
Para ripostar, Adán se mete la mano en el bolsillo y saca de un librito artesanal de cuentos, Los usurpadores de la primavera (2012), una hilera de des, la cual pone al lado del trío macedoniano de aes (Adriana, Adlofo y Alto):
Deshaciéndonos,
definitivamente de la desidia,
decidamos destruir el decoro,
derretir la determinación de
detenernos.
Deseosos de delirio,
desanudemos los dedos,
descubramos despelotes.
Desvelémonos bien despiertos.
Desandemos huellas invisibles;
desnudemos, despacio,
nuestros destinos.
Desde la Avenida Corrientes (libresca), Adán dobla a la izquierda en Rodríguez Peña, pasa la Teniente General Domingo Perón, la Avenida Rivadavia y se da de frente con el Congreso Nacional (busca desde un reflejo fallido y torpe el azul del Atlántico, como si el capitolio de San Juan tuviera alguna semejanza con el Congreso).
Enfila por la Avenida de Mayo (siente el furor de las bombas antiperonistas de 1955 y el ritmo de los tambores kichneristas de 2008); a partir de la Plaza de Mayo, busca La Puerto Rico en Alsina 416, cafetería decimonónica (1877) del Casco Histórico, a la cual Adán entra, como hizo en el Restaurante Puerto Rico de la Calle Chichilla de Madrid, con la cabeza llena de asonancias de Calle 13. Ecos palesianos que La Puerto Rico honra desde “el muñeco característico del local, un negrito con ropa blanca y sombrero ananranjado.”
Cámara de sombras; alteridad. La Puerto Rico gravita hacia La Bombonera del Viejo San Juan (cerrada en 2012). Entre las fuerzas que negocian la asimetría de esa gravedad, Adán se agarra de una película de Leonardo Favio, Soñar, Soñar (1976), en la cual el protagonista, que sueña con ser artista internacional, lleva, entre otras, una bandera de Puerto Rico. Las huellas de Tony Durán, personaje puertorriqueño en Blanco nocturno (2010), novela de Ricardo Piglia, no ayudan mucho, asesinado como fue en una provincia de Buenos Aires. Sin embargo, dos novelas de Eduardo Lalo, La inutilidad (2004) y Simone (2011), irradian una presencia notable desde la calle Rodríguez Peña, donde las custodia la editorial Corregidor, cerca de Corrientes.
Sobre todo, Adán le sigue los pasos, le siente el olor, a Lucecita Benítez, quien estuvo cantando en la Clásica y Moderna de la Avenida Callao en el verano de 2013.
Olfateo. Sobre una de las mesas de La Puerto Rico, queda un libro blanco que no tiene nada que ver con el café decimonónico de la isla: Cortázar por Buenos Aires, Buenos Aires por Cortázar (2013). Pasajeramente, el estudio menciona el contrato con la Editorial de la Universidad de Puerto Rico, que comisiona a Julio, vía Francisco Ayala, para traducir la obra en prosa de Edgar Allan Poe, para lo cual Cortázar se muda de España a Roma, cuyo encanto lo seduce: “Hasta ahora Europa me ha invadido de tal manera que no me deja ser yo mismo.” Cuando le diagnostican leucemia en 1981, Cortázar cancela lo que debió haber sido un viaje interesante: Cuba, Nicaragua y Puerto Rico.
Adán se mete el libro de Diego Tomasi en el bolsillo, Cortázar por Buenos Aires, Buenos Aires por Cortázar, porque se siente atravesado por la ciudad de Macedonio y Roberto Arlt; sin embargo, el cine de Leonardo Favio lo catapulta a universos que ignoraba, como el de Crónica de un niño solo(1965), película que entronca a Leonardo con el peronismo pictórico de Daniel Santoro. Adán descubre que, como los colombianos y peruanos, los puertorriqueños desconocen el cine del cantante de “Ding dong ding dong estas cosas del amor” (Leonardo), quien también fue actor y como Cortázar, perseguidor de la poesía (¡Cortázar: el antiperonista que descubrió la Revolución Cubana!).
Frente a la playa. Desde el gallo de pelea de Aniceto (2008), el cine de Leonardo Favio —una experiencia de la cámara, sobre la que escupe Feinmann— devuelve a Adán a las orillas de Condado, frente al Parque del Indio, donde los fumetas han creado una fogata boteresca, en la que queman cualquier tipo de poesía que arda líricamente por la playa, como El último círculo (1992), de Silén: “Tengo deseos de no estar. / De no haber pasado nunca.”
La melomanía de un poemario nuyorican, Snaps (1969), crea un remolino de arena frente a las olas, que estallan de celos y de fruición sobre los libros revueltos. Como si fuera arcilla, o la quema que José Martí cifró en este poema sicotrópico,
El haschisch es la planta misteriosa,
Fantástica poetisa de la tierra:
Sabe las sombras de una noche hermosa
Y canta y pinta cuanto en ella encierra…
Y el árabe hace bien, porque esta planta
Se aspira, aroma, narcotiza, y canta.
la poesía se fuma a los fumetas, quienes, metapoéticos, se llevan los poemas a los pulmones frente al “Atlántico terrible” de los poetas líricos, o al azul rubendariano de los sinestésicos. ¿Uno parecido al de la exhibición de Arnaldo Roche Rabell, “Azul” (2009)?
Convertidos en humo quevediano neobarroco, los fumetas se preservan en las cenizas metafóricas que la misma poesía —fumeta al fin— enreda con la arena y los libros.
Lista de imágenes:
1. Julio Cortázar.
2. Manuel Ramos Otero.
3. Jorge Luis Borges y Victoria Ocampo.
4. Vicente Huidobro.
5. Daniel Santoro.
6. Leonardo Favio.
7. Roberto Arlt.
8. Víctor Hernández Cruz.