Comienzo este ensayo con una confesión, para ser consecuente con el espíritu del striptease: suelo viajar sin cámara. No me interesan la mayor parte de las fotos que veo. Me parecen de un realismo autobiográfico baladí. No me gusta ver álbumes de fotos, ni fotos de viajes de vacaciones, ni fotos ajenas ni propias. Si me enseñas una foto mía, la observo con un poco de vanidad y ya. Debo decir que esta actitud se me muestra inherente a mi persona, no se me aparece como producto de una ideología. Sin embargo, esta actitud vital, concuerda con algunas de mis ideas. Pienso que así me entrego a la transitoriedad de las cosas. Ejercito un desapego hacia una realidad que pugna por fluir y no puede ser aprehendida. Sólo de vez en cuando aflora tenue algún recuerdo y me asalta un melancólico ataque de nostalgia.
No obstante, mi actitud puede responder a mi relación conflictiva con la sociedad de consumo. La cultura de masas produce su propia mitología, lo que propicia el culto a la tecnología. Tomemos dos ejemplos: En el 2001, organicé un viaje estudiantil a Europa. Muchos recuerdos gratos emergen a mi porosa memoria. Se establecieron hermosos lazos de amistad. Aprendimos lo que sólo pueden enseñar los viajes.
Sin embargo, aquello fue una olimpiada fotográfica. Es difícil calcular la cantidad pantagruélica de fotos tomadas. Los estudiantes exhibían tal afán documental que me sentí excedido, abrumado. Todas las experiencias del viaje se organizaron en torno a la pose fotográfica. Perdón, exagero; más bien, buena parte de las experiencias. Si para Mallarmé el destino del universo era el libro, ahora diríamos que su destino es ser fotografiado para producir un archivo,… para subir la foto a Facebook.
Todos tenemos experiencias más o menos dramáticas de esta fotomanía. Recuerdo un caso digno del más exquisito gusto luisrafaelsanchezco. Sunshine Logroño podría con este caso explorar confines inusitados de nuestra cafrería tan universal. Era la boda de una prima segunda en una parroquia de Levittown. Cuando dijeron en sus marcas, listos, fuera, y comenzó la misa, se realizó tal despliegue de fotos y vídeos que el rito pasó a un segundo plano tras el protagonismo de los fotógrafos y la tecnología.
El clímax de tal espectáculo fue alcanzado cuando la madre de la novia, sí, la misma madre de la novia, con todo y atuendo emperifollado, moño con flores, tacos empinados, uñas postizas largas a lo Ivy Queen y maquillaje rococó, sacó una flamante cámara de vídeo y comenzó a desplazarse con la libertad que otorgaría un carnet de prensa por detrás del altar. Se pegó por encima del hombro del cura para tomarle unos close-up a los rostros avergonzados de los novios. ¡No vieron ustedes con qué gracia maniobró aquella señora entre los santos resquicios de la casa de Dios!
Vivimos una época neobarroca que tiene la manía de la autorrepresentación. Algunos le han llamado el show del yo. Si los renacentistas redescubrieron la individualidad humanista, así como el libre albedrío y luego los románticos exaltaron el yo, en la cultura de masas se exacerba la autocomplacencia narcisista hasta convertirse en muletilla, en adicción al yo.
Por otro lado, no quiero sólo posicionarme como outsider, por lo que también pondero el lado del goce. A fin de cuentas, el principio del placer puede más que el principio de conservación, sobre todo en tiempos de tanta publicidad hedonista y egocéntrica. Incluso podríamos vincular la manía fotográfica con la búsqueda de la inmortalidad. Desde los comienzos de la civilización, el ser humano sueña con la eternidad.
Gilgamesh sabe que los días de los hombres están contados. Encuentra la inmortalidad en una planta y la pierde. Para los griegos de la Antigüedad, la fama y la literatura eran formas de vencer el olvido. En Las mil y una noches, Scherezade enlaza relatos para salvarse de la decapitación. En el Decamerón, diez jóvenes se alejan de la ciudad huyendo de la peste negra y se consuelan con historias. En El milagro secreto de Borges, Hladik, frente al pelotón de fusilamento, redacta el drama que lo eternizará. Hoy, fabulamos que vencemos a la muerte fijando nuestra imagen y subiéndola a la red. Se diría que el espacio virtual es una manera de democratizar, no sólo esa aspiración a la eternidad, sino de alcanzar la ubicuidad dado el alcance mundial de la red.
Ciertamente, el problema no es la búsqueda de la inmortalidad ni la tecnología, por el contrario, el ser humano se ha ido desarrollando a lo largo de la historia a partir de la producción de tecnologías. El problema está en la infantilización del sujeto consumidor que produce la industria cultural en aras de maximizar ganancias. Un sujeto cándido es más vulnerable a la manipulación mediática, y eso es lo que nos escandaliza, por ejemplo, de fotos como las que se tomaron los heroicos médicos voluntarios en Haití.
¿Cómo conjugar tal solidaridad y tanta candidez? La actitud de los galenos en algunas de las fotos era más propia de unas vacaciones en Walt Disney World, que de una gestión de ayuda humanitaria en un contexto de muerte y desolación como el que se vive en ese vecino país. Por eso, creo, es que no viajo con cámara.