En mi barrio Amelia, en la esquina en donde tirotearon a Benji, había una tienda de materiales de bicicletas /colmado /agencia hípica / vellonera. Allí escuchábamos la música de Mirta Silva, el Gallito de Manatí, Lucy Faberí, Lucho Gatica, Gilberto Monroig mientras se pagaba un vellón por las canciones. Había en las paredes, fotos de Olga Brisky e Iris Chacón. Se vendían forros para empapelar libretas con imágenes del Chavo del Ocho, comprabas chicles bloonies, marrayo y comías gofio mientras los amigos te retaban a decir fósforo.
Benji, que ya he dicho fue muerto en esa misma esquina, era el mamito gay que usaba los mahones daisy duke roídos que más bellos le quedaban a ser humano alguno. Todos y todas suspirábamos por él, aunque todos y todas conocíamos lo evidente. Pero era que Benji era precioso, de ojos verdes, pelo riso, boca del Olimpo y personificaba con el mejor talento hollywoodense del barrio, al partío Herodes en la obra Jesucristo Superstar. Su novio era un tecatito que siempre debía dinero al tirador y quién mejor que Benji para pagar en monedas y en carne la deuda.
Sin embargo, en últimas consecuencias, la deuda le costó la muerte a mi hermoso Benji. Y así las cosas, todos corrimos ante la alarma de los tiros, hacia la esquina, a averiguar a quien le había tocado desangrarse en Amelia esa semana. Para nuestra sorpresa, Benji languidecía de a poco, tirado en el suelo, combinando sus tacas rojas con la recién pintarrajeada brea —también de rojo—que lo acunaba moribundo. En la vellonera sonaba TIEMBLAS, CADA VEZ QUE ME VES, YO SÉ QUE TIEMBLAS… NO HAY MISTERIOS DE TÍ, QUE YO NO ENTIENDA. … con el vozarrón de Tito Rodriguez.
La pluma de Ricardo Santana Ortiz toca y trastoca con agilidad, la memoria del barrio, de la esquina, la anécdota de Benji, de los de Santurce, los de Cataño, los de Trastalleres desgajándonos en bofetadas violentas la siguiente verdad (y para esto le pedí permiso a Luiso Negrón): que un Mundo TODAVÍA más cruel, sí es posible.
Y es en ese sentido que se inscribe Ricky en la tradición de los cuentistas elegantemente patos, talentosamente patos, los queer narrators Luis Negrón, Carlos Vázquez Cruz, Max Chárriez, Moisés Agosto y en última y lograda instancia, homenajea la cuentística del pato mayor, nuestro añorado gran escritor Manuel Ramos Otero.
Los cuentos de Ricardo son una comía de culo al lector, son un tablazo, la clavada que no vimos venir, el fisting sorpresivo, una concatenación de tragedias que te brindan esperanza, solo para arrebatártela. En la última de las películas de Batman, The Dark Knight Rises, el personaje de Bane le dice a Bruce Wayne: “I learned here that there cannot be true despair without hope.” Santana nos escupe este enunciado en el rostro cada vez que nos hace creer que van a rescatar a Gabrielito de una tragedia, o al nenito delicado de turno, solo para verlo zambullido en la posibilidad de una desdicha mayor, acaso un entuerto más complicado o quizás el constructo de una venía más manejable.
Entre hiperrealidades sucias hallamos al Cano Belleza en Yaharias, a Gaby y a Titi Nelly que husmean en más de un relato, a Delia, su Xanax y a la Cautiva, las vecinas de Oz, el gallo Claudio, la diosa virginal Casandra, Tito, Cao, el Chino, Junior y hasta una suculenta y lesboerótica Jessica Rabbit. Mayra Santos Febres ha dicho de Cuentos de Vellonera: “Es un hermoso texto que supera al cuento, supera la crónica urbana, supera la biografía y hace llorar y reír a aquellos lectores valientes que puedan mantener los ojos abiertos para encarar la realidad (o hiperrealidad) que los habita y en la que todos habitamos.”
Para mí, el gran final de Cuentos de vellonera no es el texto que termina en “juro decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Lo juro. Mi nombre es Ricardo Santana Ortiz.” No, no. A pesar que ésta es la mejor evocación de la escritura confesional que tanta gloria ha dado a autores y autoras de nuestro país. Es decir, no me malinterpreten, por supuesto que ese cierre es de ensueño. Hizo temblar cada fibra de mi cuerpo.
Pero sucede que para mí, pa’mí —como decíamos en el barrio Amelia— la mejor historia es aquella que me hace pensar en la odisea de hace unos días, cuando dos doceañeros se fugaron en guagua pública, pagando con unos cuantos vellones el trayecto para llegar a Fajardo y de ahí cruzar en lancha a la isla de Culebra a ver el amanecer. Estos fugados sin embargo, no lograron la fuga completa.
Pero déjenme decirles que en el libro de Santana también hay dos fugados, dos muchachitos fugados de la sexualidad heteronormativa que no saben qué hacer con su propia historia. Aquella que los involucra en un fellatio y les hace cuestionar a cada uno: “¿Somos novios?” como dice la canción de vellonera. Y la respuesta de supervivencia siempre me agua los ojos: “Sí, pero no se lo digas a nadie”.