Lo pensó. Antes de llenar la boleta, la lotería anterior seguro había sido una en un millón. Los números exactos eran otros, quién imagina probabilidades. Pero era la posibilidad de empezar de nuevo y ella…Ella necesitaba una página sin escribir.
Recomenzar. Era lo único que decía el anuncio, seguido de un número telefónico, enterrado entre clasificados de empleos oficinescos. Pura suerte, diría luego, que el dueño de la cafetería que frecuentaba le regalara su copia ese día que solo andaba con lo suficiente para un café. Se imaginó a decenas como ella en el país, siguiendo las instrucciones grabadas, una voz de mujer con un dejo robótico, ponchar una combinación de nueve números. Pensó en cuántos simplemente presionarían del 1 al 9. Todavía recordaba los que eligió. 34 07 26 17 09 13 65 33 84. Números al azar, sin especial significancia. No como quien escoge un billete de lotería nacional marcando días de cumpleaños. No que ella jugara. A ella le pesaba la pila de muertos que llevaba a cuestas. Viva la Revolución,pensó.
La voz confirmó su participación y solicitó entrara su número de teléfono seguido de la tecla del asterisco. La mujer grabada le deseó un buen día.
Al día siguiente llevó para comprar el periódico. El anuncio no estaba.
Una semana más tarde recibió una llamada. Otra grabación. Una hora. Una fecha.
La cita era en el edificio de Ciencias de Investigación de la vieja universidad. Llamó a su jefe, temprano, que no tuviera que hablar con él sino con su máquina, argumentando uno de esos padecimientos genéricos, de los que se alivian en veinticuatro horas. Se puso un traje cómodo, que manejara sin ajarse mucho el autobús. Se recogió el cabello, pero olvidó ponerse labial.
Llegó unos minutos antes de las ocho.
Una universitaria tras un escritorio sin otra cosa que una computadora parecía hacer las veces de recepcionista. A su lado, una puerta con un pequeño letrero colgado en ella leía Oficina 203, Física Teórica.
Se acercó a la recepción. La joven levantó la vista del teclado y la miró.
?¿Nombre?
?Ana Lucía Lugo.
La chica ni siquiera palideció. Pequeñas misericordias, pensó la mujer. Entró la información en algún formulario computadorizado.
?Por favor, siéntese. Ya pronto la harán pasar.
Ana Lucía intentó darle las gracias pero la joven ya no la estaba considerando. Se sentó en una de las raquíticas sillas disponibles, certero recordatorio de que en ese país ya no sobraba para nada, deseando que se le hubiese ocurrido traer algo para leer.
Quizá media hora más tarde la puerta se abrió. Un hombre barbudo, de seguro rebasando los cuarenta años, mirada distraída en sorprendentes ojos azules, salió de la habitación, deteniéndose como quien ha olvidado a qué viene. Se rascó la cabeza y volteó a mirar a la universitaria.
?¿Es ella?
La chica asintió. El hombre se frotó las manos.
?Bien. Pues…, sígame entonces.
Ana Lucía sostenía la boleta en sus manos, el documento que acababa de firmar encima del escritorio que ocupaba. El hombre frente a ella le hablaba con las manos puestas en la cabeza, como si estuviese adolorido o harto. La mujer colocó la boleta sobre el documento, decidiendo que la reacción del entrevistador tendría que ser cansancio. Según él, ya había entrevistado a demasiadas personas en los días anteriores.
?El acuerdo de confidencialidad comienza desde esta entrevista. Lo lamento, pero es estándar en investigaciones. Queremos hacer esto de forma aleatoria, por eso la segunda boleta. Si desea participar, pues. Pero no puedo adelantarle nada excepto, entienda, es una investigación seria, pero?
Puso una de sus manos sobre las de él. Hablaba demasiado rápido.
?Espere.
El hombre levantó la cara y suspiró.
?Ni siquiera sé su nombre?protestó, retirando su mano.
?Juan Carlos? le dijo, frunciendo el ceño, como si el detalle se le hubiese olvidado, dejando sus manos caer sobre la mesa. ?Juan Carlos Hernández. Doctor Hernández.
?Bien?sonrió, aunque le estuvo un desperdicio.?Esto de recomenzar, ¿qué puedo saber? ¿Estoy donando mi cuerpo a la ciencia, o aceptando que me inyecten químicos, o algo así?
El hombre se sonrojó, sacudiendo la cabeza con violencia. Volvió las manos sobre el cabello y comenzó a columpiar el cuerpo de un lado a otro. Ana Lucía evitó diagnosticarle.
?Cálmese, doctor Hernández.
La miró sorprendido.
?No. No me gusta que me llamen así. Juan Carlos. Juan Carlos está bien?bajó sus dedos a los labios y carraspeó algo.?No le inyectaré nada, ni soy Frankenstein?
Esta vez él sí sonrió.
?Pero sí es un experimento. Cuando llene la boleta entréguela a Danira en recepción. Si usted es elegida entonces hablaremos. Aún entonces podrá negarse.
Ambos sabían que no le diría que no.
No fue al trabajo el día que Juan Carlos la llamó. Tampoco se excusó. Compró un café y el periódico en la cafetería de la esquina y se sentó al lado de una ventana, mirando a la gente pasar.
?Eric, escúchame. Es Juan Carlos. Sé que no quieres saber del proyecto, que no te interesa?intentó que la voz no le temblara, sintiéndose un idiota hablándole a una puerta entreabierta. ?Pero, sí se puede hacer. Podría mantener abierto el agujero de gusano expandido por cinco segundos. Sé que no quieres oírlo. Sé que nos dieron órdenes. ¡Pero son cinco segundos! Suficiente para que alguien entre en la máquina antes que la radiación la destruya. Hawking está equivocado, ¡lo podemos probar! Son veinte años de trabajo, no los tires simplemente porque tienes miedo. Ellos no lo sabrán. ¿Ni siquiera quieres saber si construirla valió la pena?
El hombre al otro lado de la puerta no contestó.
? ¿Una máquina para viajar en el tiempo?? sacudió la cabeza, irritada.
Juan Carlos suspiró.
?Sí. Un boleto de ida, si quiere verlo así. La fecha a escoger y el lugar obligado. Pero tiene que ser hacia el pasado.
? ¿Por qué?
?Porque necesito que deje un rastro que pueda encontrar, que me pueda probar que lo logró.
Como Hansel y Gretel.Ana Lucía pensó en levantarse de la silla. Quizás estaba tratando con un demente. Quizás con un espía del gobierno.
Yo no hice nada. Mi apellido ya no es un peligro. Yo no hice nada.Recitó su Padrenuestro personal.
?No se puede viajar en el tiempo.
El hombre entrecerró los ojos un momento. Ana Lucía pensó que se veía demasiado viejo para su edad. Imaginó cuántos años habría pasado en la cárcel antes de la amnistía de profesionales.
?Ana Lucía, usted no es un físico teórico. Detrás de cada científico que elabora una teoría viene otro que la destroza.
? ¿Y qué del gobierno? ¿Conoce lo que usted está haciendo?
Juan Carlos no le contestó.
Se miraron en silencio, considerando su insignificante contrarrevolución.
?Nadie lo ha logrado, ni siquiera los europeos ni los gringos?le reclamó la mujer.
?No?concedió con un gesto de manos.?Es un intento lo que le pido, Ana Lucía, solo lograremos hacer que la máquina funcione una vez.
La mujer se rascó el cabello, impaciente.
? ¿Y si en vez de viajar en el tiempo acaba la cosa esa explotando y yo me muero?
Juan Carlos se sonrió sin quererlo.
?Ana Lucía, usted sabe, tan bien como yo, que la única razón por la cual no se ha pegado un tiro es pura cobardía. O quizás la absurda esperanza de que en algún momento tuviera una oportunidad de otra vida. ¿Qué le queda de lo que alguna vez conoció? Yo le estoy dando eso. ¿Qué diferencia hace si se mata hoy o si lo hago yo con mi máquina? En el peor de los casos, acabará con los recuerdos; en el mejor, lo que yo le ofrezco es una especie de resurrección. Por eso está todavía aquí.
La angustia siempre se siente en la garganta, recordó Ana Lucía.
?La lotería fue una farsa.
El hombre asintió.
?Sí. Así fue. Ni siquiera entiendo por qué no se le ocurrió. Lo único que tuve que asegurarme fue que el periódico de ese día llegara a sus manos. Usted siempre lee los clasificados.
Hubiese querido tener el valor de abofetearlo.
Bilocación. Ubicuidad. El puente Einstein-Rosen. La conjetura de protección cronológica de Hawking. La conjetura de censura cósmica de Penrose. Las leyes de termodinámica. La interpretación de muchos mundos de Everett. Causalidad. La paradoja del abuelo. El principio de Novikov. Mecánica quántica. Las revoluciones de las supercuerdas. Los agujeros de gusano de Lorentz. Eternalismo. Materia exótica. Fatalismo.
Tantas otras cosas.
Lo leyó todo. Poco entendió.
Al final, solo le quedó la opción de creerle a Juan Carlos. A él y a Coleridge.
? ¿Entonces??preguntó y a Ana Lucía se le antojó la voz casi joven en su entusiasmo.
? Sí?le contestó, tocando con la mano libre los avisos gubernamentales de personarse a la Oficina del ciudadano. 21 de enero de 2000 a las 9:30 a.m. Procuraduría General de la República. El vigésimo aniversario de la Revolución.
Un juicio público, de seguro. Eso es lo que quieren. Yo no hice nada.
?Mientras más pronto, mejor.
Luego se levantaría de la mesa y caminaría despacio hacia la cocina, prendería una hornilla para quemar las cartas una a la vez. Eso y dejarle un mensaje en la máquina a su jefe.
?Dr. Pérez. Es Ana. Ya no volveré a trabajar.
Nunca pensó que tan pocas palabras definieran un acto tan liberador.
?1920.
Juan Carlos la miró.
? ¿Y eso?
?No veré la Revolución. Me habré muerto ya?se sonrió, como si la posibilidad de viajar en el tiempo fuera cierta, como si Juan Carlos realmente le hubiese dispuesto una puerta por la cual escapar.? Imagine, ¡tendría que llegar a los noventa años!
Él intentó sonreír. Jugaba con el lápiz con el cual trató sin éxito explicar la creación de la máquina. A Ana Lucía no le importaba. Ni siquiera había querido ver el aparato, insistiendo en esperar hasta el día del viaje. Al final, Juan Carlos se conformó con decirle que tendría que entrar corriendo a la cámara del agujero de gusano, que solo estaría abierto unos segundos.
? No me ha preguntado de la Ley de Entropía?le dijo al aire.
? Ya leí lo que pude?le refutó, harta de tratar de entender.
?No podrá cambiar lo que pasó. No importa si se encuentra con su padre y le dice que su mejor amigo lo traicionará. No podrá detener la Revolución. Ni salvar a su familia. Sus hermanos.
Ana Lucía se echó hacia atrás en su asiento, pasando su mano por la madera oscura repleta de grafitis inconsecuentes. Estaban en un banco del Parque 21 de enero, antes simplemente llamado Parque de las rosas.
? A Papá lo apresaron aquí. Se llevaron a todos. Y yo me salvé porque me había ido a comprar un chocolate caliente. ¿Por qué no he de buscarle? ¿De advertirle?
?Ana Lucía, sabe que mi teoría es que brincará de este mundo a otro mundo paralelo. Simplemente dejará de existir en éste. En esa réplica, si quiere llamarlo así, seguirá siendo una mujer de treinta años. Toda su familia existirá, pero su padre tendrá tres hijos, no cuatro. Seguirá todo igual, pero es como si usted nunca hubiese nacido. La entropía, la fuerza de los eventos históricos, es imposible de detener. No importa lo que le diga a Alfonso Lugo. Si no la da por loca, cada decisión que él tome no cambiará lo que está dispuesto a suceder. No podrá salvar a nadie, pero podría causarse mucho daño. Echaría a perder una nueva vida. Necesito que acepte eso.
La mujer volteó la cara, mirando paseantes y niños, vendedores ambulantes bajo la mirada suspicaz de los soldados de la República asignados al lugar. Realmente era un parque hermoso. Ni siquiera se sentía incómoda allí. Hubiese querido entender por qué. Lo miró con ojos brillantes.
?Son muchas las cosas que tendré que olvidar.
? ¿Ana Lucía?
?Bien.
El hombre meneó la cabeza, frustrado.
? ¿Segura?
Ana Lucía suspiró.
?Segura. Será como si no existiera.
?Otra cosa. Quizás, solo quizás, entienda que la entropía podría funcionar a la inversa en este viaje.
Ana Lucía frunció el ceño.
?No entiendo.
?Quizás usted pierda entropía y cuando llegue a su destino, no recuerde de dónde viene. Que pierda su presente.
? ¿Y olvide dejarle el mensaje? ¿Olvide quién soy?
Juan Carlos asintió.
?Eso no pasará. Es demasiada miseria la que llevo a cuestas. Olvidar sería más suerte de la que puedo aspirar.
?Usted no es físico teórico.
?Lo sé.
Juan Carlos hizo un gesto vago con las manos, señalando su alrededor.
? ¿Sabe lo absurdo de todo esto? Yo estaba aquí ese día. En este mismo banco, incluso. Habían cerrado la biblioteca de la universidad ese día y necesitaba un lugar para estudiar. Escribir mis teorías en una libreta, como cada día después de clase?la miró vehemente, como quien desea deshacerse de un lastre?Yo no fui a prisión. El nuevo gobierno apadrinó nuestro programa. Curiosidad científica, le llamaron. Hasta que se dieron cuenta que si fuese posible viajar en el tiempo?
?Alguien podría cambiar la historia. Detener la Revolución?sentenció ella.
?Nunca entendieron que no podría detenerse. Los burócratas son terribles científicos. Por eso nos prohibieron seguir en el proyecto.
?Pero cuando yo me vaya, ¿por qué no irse conmigo? ¿Acaso no teme??No quiso terminar. No quería hablar de paredones y ejecuciones públicas, los fuegos artificiales de una nueva república.
El hombre sacudió la cabeza, pensando en la forma en que habían elegido comunicarse si el viaje fuera un éxito.
?Gracioso, ¿no? Usted se irá y yo me enteraré de inmediato, no tendré que esperar nada. Me quedará una media hora antes de que descubran que la máquina se usó. Suficiente para leer su mensaje. Y entonces todo acabará. La máquina se destruirá de todas maneras y todas mis anotaciones ya no existen. Lo que iba a hacer en esta vida concluye aquí. Estoy demasiado cansado y con simplemente saber me basta. Realmente, no importa.
Por un momento pensó que si otras hubieran sido las circunstancias, si ella no fuese la hija sobreviviente de un presidente derrocado y él un científico de un gobierno bastardo, quizás jamás se habrían conocido. O quizás sí, y otra habría sido la vida, y en vez de una pila de ecuaciones arcanas y los forzados usted, entre ellos solo habría silencios y manos entrelazadas. Verdaderamente, entropía.
Pensó que los guardianes de la República estarían ahora mismo derribando su puerta. Revolcando sus muebles, vaciando gavetas, buscando una clave de dónde se fue.
Se había cosido un traje de crepé con cintura ancha y ruedo a la rodilla, cortado el cabello, rebuscado las perlas y el reloj de su abuela entre lo poco con que el gobierno le había permitido quedarse. En un bolso discreto guardó viejos billetes de la antigua república que Juan Carlos le consiguió en el mercado negro. Tendría que solicitar una nueva cédula de identidad. Argumentar que la había perdido.
?Debería elegir otro nombre?le dijo Juan Carlos, rascando el cabello con celo, lo que Ana Lucía había entendido era un gesto de nervios. Suspiró. ?O al menos, su apellido.
La mujer lo consideró, su mirada fija en la máquina frente a ellos dos. Un simple dintel de puerta, parecía aquello. Nada trascendental.
?No sé.
?Lo común en la época era el santoral?Juan Carlos se encogió de hombros. ? ¿Qué piensa?
?Pienso?le dijo, volteando a mirarle?, que ya de seguro usted tiene un santoral por ahí, esperando a que yo le dé la razón.
?Así es?concedió.
?Y sabe qué nombre me toca, ¿no es cierto?
?Inés. Le toca Inés.
Fue cruzar. Simplemente eso.
Como cuando sorprende una ráfaga, un momento de sorpresa. Como desvestirse.
Juan Carlos le había dado un abrazo justo antes de encender los mecanismos, puesto un sobre en sus manos.
?No hasta que llegue, por favor?le había dicho, posándole un beso en la frente.?Cuando entre en la máquina, cierre los ojos.
Cruzar. Solo eso. Menos de un segundo.
? ¿Podría ayudarle en algo, dama?
Parpadeó, mareada, sin siquiera recordar cómo había llegado allí. Un hombre joven en traje de dril blanco, paraguas y sombrero en mano, la contemplaba con sorpresa. En el nuevo departamento de física, una mujer no era algo común.
?Ah, no. Estoy bien. Perdida, nada más.
La mujer dio media vuelta y caminó fuera del edificio, tan reluciente y limpio que estaba claro era nueva construcción. El sobre en sus manos le urgía que buscara un lugar privado para abrirle.
Feliz cumpleaños, Inés. Espero que tenga una maravillosa vida. No olvide la promesa que me hizo. La fecha de hoy y su nombre en el último banco del lado sur del Parque de las rosas. J. C. Hernández
?Hoy es mi cumpleaños.
Lo dijo en voz alta, como si declararlo trajera algún recuerdo a la mente, sentada en el banco asignado, buscando entre los paseantes alguien a quién reconocer. Solo le llegaban retazos de algo enredado en niebla, unos ojos azules agobiados por trabajo, una pila de sobres, una puerta. Consideró que otra en su posición permitiría el pánico desguazarla. Curiosamente solo sintió una extraña levedad.
Si acaso le tomó una media hora maltratar la madera con sus uñas hasta cumplir con el misterioso recado. Cuando terminó, caminó por la ciudad hasta encontrar una cafetería que se le hacía conocida.
?Buen día. Mi nombre es Inés. Inés Hernández. Ando buscando trabajo.
Elsa empujó la silla de ruedas hasta el banco que la anciana siempre favorecía, aunque ese día andaba ocupado por un universitario barbudo que escribía furiosamente en una libreta. El sol no lograba calentar mucho y había abrigado a su empleadora lo mejor que pudo, la mujer otorgándole una sonrisa cansada, la única forma que tenía de comunicarse ya. El paseo en el parque era cosa obligada todas las semanas, justo a la hora de la salida del colegio, el bullicio de niños y vendedores ambulantes un eco de un poema de cummings, aunque no era primavera. Antes, cuando la anciana todavía hablaba, le ofrecía un genérico porque me gusta a la pregunta del deseo constante de visitar el lugar. Elsa la dejó cerca del universitario en lo que compraba la requerida bolsa de maíz.
?Aquí tiene, doña Inés. Para sus palomitas.
La anciana aceptó la bolsa, abriéndola y tomando un puñado del grano y echándolo al suelo. En cada visita su tiro resultaba más débil, su mano temblaba más.
Su cuidadora se sentó en el banco, al lado del joven de mirada azul ausente y manos ocupadas. Elsa le dio una ojeada al papel. Una pila de números y símbolos incomprensibles. Sacudió la cabeza, convencida de que aunque él decidiera no ignorarle y hablarle, ella no comprendería nada.
? ¡Ana Lucía!
El llamado y el aleteo de palomas en fuga fue uno. Una chiquilla de cabellos rubios largos había entrado al corro de aves, espantándolas. Un hombre con porte severo la miraba desde considerable distancia. A Elsa se le antojó que lo reconocía, pero estaba muy lejos para estar segura.
La niña se acercó a la anciana con cara adecuadamente compungida.
?Lo siento.
La mujer movió la mano en un gesto despreocupado.
?Está bien?intervino Elsa.?No has hecho nada malo. ¿Te llamas Ana Lucía?
?Sí. Y el de allá es mi papá y mi mamá y mis hermanitos están por ahí. ¡Hoy es mi cumpleaños!
Elsa rió ante tanta información compartida.
?Entonces, felicidades. Doña Inés también cumple años hoy.
La niña se columpió, sonriente.
? Papá me dio dinero para comprarme un chocolate caliente y me va a dejar cruzar la calle yo sola. ¿Crees que ella quiera uno?
Elsa tomó la mano de la anciana, quien asintió levemente.
?Parece que sí.
?Vengo ahora. ¡No se vayan!
La chica corrió hasta el límite del parque, deteniéndose algo para mirar hacia atrás y luego a ambos lados de la calle conjunta, y cruzar hacia la chocolatería.
Elsa ya no la miraba. La mano de doña Inés se le había resbalado curiosamente, el cuello en un ángulo incómodo.
Sus gritos se ahogaron en otros y en pisadas de soldados y en disparos sordos.
Lista de imágenes:
1. Steam Punk Magazine, no. 1, detalle de la portada.
2. Erik Desmazières, Ville Imaginaire II, 1999.
3. Erik Desmazières, Labyrinthe II, 2003.
4. Erik Desmazières, Rene Taze Atelier VII, 2006.
5. Eric Freitas, Steampunk clocks, Mechanical no. 7.
6. Lynton and Barnstaple Railway, patent application.
7. Erik Desmazières, Entrance Hall with Globe, 2009.
8. Erik Desmazières, Illustratciones para la Biblioteca de Babel de Jorge Luis Borges, 2000.
9. Erik Desmazières, Illustratciones para la Biblioteca de Babel de Jorge Luis Borges, 2000.
10. Brigid Ashwood, Portada Pilgrim of the Sky, 2011.
11. Erik Desmazières, Studio Louis Icart, 1980.
12. Tereza del Pilar, Portal Art Nouveau.
13. Erik Desmazières, 7 Passage Verdeau, Éd.90 1988.
14. Francois Houtin, Le Rêve, 1986.
15. Giovanni Battista Piranesi, Carceri Plate VI -- El fuego humeante,1745-1761.