Cuerpo

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El cuerpo es nuestro recinto primario. En él se reunen nervios, entrañas, huesos, músculos y sangre que mantienen en funcionamiento la máquina que transporta el cerebro, órgano central donde se procesan estímulos, información y emociones. Es de donde salen las señales que accionan a la anatomía a hacer o dejar de hacer. También, –es posible– carga dentro de sí eso otro que llaman alma, individualidad, carácter, ser o lo que sea eso que somos cada uno, únicos e individuales. Es en el cuerpo donde se congregan todas esas funciones en un complejo sistema que conjuga la vida y la proyección de ella. Pero, el cuerpo no es sólo el cuerpo, tan rechazado por fundamentalismos religiosos que tratan de llegar a dios renegando de él, sino que éste nos forma y nos conforma.  También somos el cuerpo, porque gracias a él somos.

En el principio, el espermatozoide impregna su sustancia a la del óvulo y de la combinación genética de ambos surge el embrión. Desde entonces, somos observados, medidos y registrados. Todo es (o debería ser) tranquilo para ese cuerpo en formación, sólo siendo y estando allí, vinculado físicamente con su madre, enjugado en su líquido amniótico y alimentado sin tener que masticar. Es a partir del nacimiento que comienzan la relaciones con otros cuerpos que la cosa se complica.

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Se rompe una fuente y la nueva criatura, lista para lo que vino, empieza a empujar, y a empujar, y a empujar. Descansa un momento, y a empujar, empujar, empujar. Hasta que asoma la cabeza tras la luz al final del túnel, entonces un señor enmascarado lo agarra, lo hala y lo desvincula de su madre tras preciso corte de tijeras quirúrgicas. Unas señoras extrañas, también enmascaradas, lo alejan de su madre, su única conexión con el mundo hasta entonces, para limpiarlo, medirlo, registrarlo e intervenirlo con antibióticos y vacunas. Algunas horas después le devuelven a la madre un niño (o niña, según se combinaran las equis y las yes). Luego lo vacunan, le perforan las orejas a las niñas o, peor aún, lo circuncidan si es niño. Todo para asignarte, entonces, un número, que lo convierte en ciudadano de algún Estado y, por lo tanto, sometido a su vigilancia y reglas de juego.

El cuerpo nos representa. Es con lo que nos enfrentamos al resto del mundo. Por eso lo ornamentamos desde nuestros complejos y diversos conceptos de belleza. Pinturas, plumas, telas, tintas, cicatrices y metales han servido para dejarle saber al otro cómo queremos que nos vean. Nos vestimos a la moda, en alguna de esas que hay para escoger. Nos sometemos a dolorosas cirugías estéticas con las que quitamos, añadimos, estiramos y arreglamos. Con tatuajes usamos el cuerpo como lienzo, o lo perforamos con argollas o puyas. Hay quienes, aparentemente, les vale madre cómo se ven o cómo los puedan ver.

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Pero, ya sea por trabajo, convencionalismo o conveniencia, decoramos nuestros cuerpos para la mirada del otro, como para pertenecer o decir algo. Así, las largas cabelleras lacias, trajes largos, tacones altos y uñas largas son, para la sociedad occidental, señal de belleza y buen gusto en la mujer. Para los hombres, las chaquetas con corbata y zapatos de cuero, pelos cortos y eficientemente peinados, la cara limpia de cabellos o con un discreto bigote simbolizan seriedad y respeto. Las representaciones animales en los vestidos de guerra de algunas tribus africanas, los tatuajes de los guerreros maoris, las imponentes armaduras medievales o el uniforme de la división de operaciones tácticas tienen un mismo propósito: protección para el que las porta y mecanismo para infundir miedo en el enemigo.

Por otro lado, nuestra anatomía documenta, además, nuestra existencia, pues se marca en ella parte de nuestra historia. Por eso –al igual que arqueólogos y otros científicos forenses buscan en las osamentas huellas de enfermedades, hábitos alimenticios, edad y cualquier información de la vida humana en el pasado– nuestro físico refleja trazos de las experiencias que hemos tenido y los elementos con los que nos ponemos en contacto.

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Los espejuelos dejan unas pequeñas marcas en la nariz, el estilo y corte de la ropa que usamos determina la forma que toma el cuerpo con el tiempo, ya sean pies torcidos y dedos deformados por los tacones altos, o el chichito perenne en las pancitas de quienes vistieron mahones hipsters en los años noventas y dosmil.Las particulares arruguillas que se forman alrrededor de la boca según nos chupamos los cigarrillos. Manos atascadas en máquinas, alergias interminables por hongos en las bibliotecas, inflamaciones en el tunel carpal, hijos deformes o cáncer producto de la exposición al mercurio o al uranio reducido son las marcas de nuestro trabajo o lugar de residencia. Además, vicios y mala vida hay para escoger. A la larga, todos jugamos a la ruleta rusa, pero hay quienes le ponen más balas a la pistola. También están los que sólo comen papa y zanahoria.

Es en el cuerpo donde percibimos y expresamos todas nuestras emociones, y éste se convierte en la medida de todas ellas. Los nervios los percibimos como hormigas o mariposas en el estómago. Cuando pasamos una vergüenza se nos ponen las orejas calientes y sudamos delatoramente. En situaciones de peligro, el cuerpo genera adrenalina, que percibimos como una corriente eléctrica que nos recorre de arriba a abajo, poniéndonos alertas y listos para reaccionar. O como cuando nos enamoramos. En tal estado de conciencia alterada nos sentimos absurdamente felices, nos reímos solos y bailamos en sólo un pie. Incluso, desarrollamos dependencia a la presencia del ser amado, y, pésele a quien le pese, lo que siente un cuerpo (conciencia incluida) nada tiene que ver con lo que siente el otro. Entonces, cuando el amor se acaba y la distancia física se impone, uno se da real cuenta de cuánto y dónde hacía falta, y la ausencia duele, y el deseo no se satisface, y uno tiene que romper en frío, y hay que joderse.

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Así, la vida sigue su curso que oscila entre lo que podemos y lo que queremos hacer. A algunos les va mal y a otros (muchísimos menos) les va muy bien, pero todos llegamos al mismo destino. Con la muerte se enfrenta uno con el momento del desprendimiento final. No sólo abandonamos todas nuestras posesiones, amigos y familiares, si no que el espíritu –o lo que sea eso que nos dio la unicidad durante toda la vida, ahora con el peso de nuestros actos– abandona el vehículo que lo ha transportado, con el que ha estado en transformación continua. Entonces, aquello que fue deseado, admirado, disfrutado y despreciado termina en descompocisión para transmutar en residuos que tal vez deberían reincorporarse a su entorno terrestre, pero que es almacenado en cajas hasta quién sabe. Por un polvo fuimos carne y la carne regresa a ser polvo.

Y, ¿a dónde va lo otro? ¿Polvo de estrellas, tal vez?

 

 

 

 

 

 

 

Lista de imágenes:

1. Jesús Gómez Torres (de la serie "Subcutáneo", 2004).
2. Jesús Gómez Torres (de la serie "Autorretratos", 2009).
3. Jesús Gómez Torres (de la serie "Autorretratos", 2009).
4. Jesús Gómez Torres (de la serie "Subcutáneo", 2004).
5. Jesús Gómez Torres (de la serie "Subcutáneo", 2004).

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