Las jevas

a Norisel Massanet

“Tendré tu corazón,
dije con el bisturí en la mano”.
- Aterciopelados
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Cuando Doris llegó a la barra ya todo estaba decidido. Sólo faltaba que ella y los demás personajes de esta historia transitaran su camino. Que las cosas cayeran por su propio peso donde les toque y que allí se acomoden como puedan. Mas, no se trata de que el destino de los seres humanos esté ya escrito y que nada ni nadie pueda alterarlo, sino que, en determinados momentos de la vida, el curso de las acciones se adelanta en propósitos y consecuencias a las determinaciones del más bravo. Es, más bien, como cuando se espera que concluyan los involuntarios movimientos y contorsiones de un cuerpo tropezado que se viene abajo, y no es hasta que la barahúnda y el alboroto terminan que se puede reconocer la dimensión —y pasar factura— de los acontecimientos. Doris, por decirlo así, cae.

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Al cruzar la cortina de humo entra en el salón lleno de estridente música salsera y un confuso mejunje de aromas: sudores y humores de cigarrillo y cerveza derramada. A pesar de la tenue y cómplice iluminación del lugar, Doris necesitó apenas dos segundos y medio para encontrarla, dentro de todo aquel tumulto, con la mirada. Allí estaba, seductora como siempre. Lucía. Aceptando complacida las galanterías del cabecinegro con pelo aceitado y bigote relamido que narraba alguna historia a fuerza de grandes gestos de manos y cara. De seguro atraído por sus irresistibles encantos, pensó Doris y reflejó toda esa tensión al fruncir, severa, el seño. Porque con Lucía se trata exactamente de eso: encantación. La misma Doris fue víctima —una gozosa y voluntaria víctima, vale decir— de tales encantos, que aún tienen poderosos efectos sobre ella, pero que con el tiempo, la constancia y la costumbre ya no son definitivos o, en todo caso, placenteros en sí mismos.

En otros tiempos, situaciones como ésta las aprovechaban para provocar chistosísimos eventos espontáneamente urdidos con una rápida comunicación de ojos. Así pasaba cuando alguna de ellas, casi siempre Lucía, recibía, aparentemente complacida, la charla doble intencionada de uno de los muchos galanes que merodean las calles de la ciudad. Entonces, llegaba la otra como casi nada, justo en el momento en que el galán se ponía más sabrosito.

Era en ese momento que las jevas se decían, frente a todo su público, cuánto se querían con uno de esos besos que quitan el aliento. Quedaba el galán pintado en la pared sin saber qué hacer ni dónde meterse. Ahora, en vez de juego, todo resulta en situaciones desagradables de celos y malos ratos. De hecho, cuando empezaron a salir, apenas dos años atrás (aunque en el espíritu de Doris se sienten como dos pesadas décadas), se conocieron de alguna manera similar. Con una rápida comunicación de ojos.

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Primero se conocieron con la vista. Doris trabajaba como bartender en esa misma barra, y en una de esas noches que para poder pedir una cerveza hay que empujar a cuatro, agarrar al bartender por las orejas y hacerle saber a gritos desesperados cuál es la necesidad alcohólica, apareció Lucía con su cara angelical como si nada entre aquel tejemaneje la despeinara o la hiciera sudar. Doris aceptó la visión como regalo divino y prestose a homenajearla como es debido. Se vistió con su mejor sonrisa, como si la hubiese esperado toda la noche. Luego de servirle un elegante gin & tonic, la miró a los ojos y prosiguió atendiendo al tumulto que clamaba por más espíritus destilados.

Lucía se quedó un rato como esperando que Doris le cobrara, hasta que en comunicación de miradas todo quedó entendido. Lucía sonrió inevitablemente hermosa y lanzó un gracias silencioso que atravesó todo aquel alborotado recinto. Las insonoras palabras penetraron dulcemente los oídos de Doris, para atravesar membranas y tejidos capilares hasta incorporarse al flujo sanguíneo que transita su interior en dirección a su corazón, que, emocionado, latió un poco más rápido. Sonrió orgullosa y satisfecha, como cuando le provocas felicidad a alguien que amas o, por lo menos, un buen orgasmo.

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Varias noches después, Lucía volvió a aparecerse por la barra. Esta vez, por ser noche de semana, la habitaban pocos clientes: dos que siempre se emborrachan en el mismo lugar, una pareja de turistas madrileños que intentaban bailar salsa dando extravagantes pasos de lambada y otro que, en el momento en que Lucía traspasó el umbral, conversaba con Doris. Ambos se quedaron petrificados ante la visión. La conversación que sostenían quedó en el aire como la niebla de los cigarrillos que en ese momento fumaban. Lucía sentose al otro lado de la barra y empezó a jugar con sus largos cabellos rizados como quien realiza un hechizo. Doris se aproximó persiguiendo un extraño impulso.

Hablaron largo y tendido como si continuaran la silenciosa conversación de la otra noche. Su amena charla apenas fue interrumpida por uno que otro curioso en busca de ambiente una noche de lunes. En un principio, Doris pensó que fue amor a primera vista, pero en realidad, y como casi siempre sucede, se trató de fascinación, encantamiento, a primera vista. En ese momento, sin embargo, de puras expectativas, todo el deseo iba en alzada a medida que algunos de sus sentidos se compartían.

La vista apenas resultó ser una invitación para todo lo demás. Cuando le susurró su nombre, “Lucía”, Doris sintió un frío en la boca del estómago que la dejó sin habla un instante. Se le secó tanto la boca que apenas podía abrirla. Al percibir las reacciones positivas, Lucía aprovechó para acariciarla suavecito con la yema del dedo del corazón de su delicada mano izquierda por la parte trasera del bícep derecho de la otra. “Impaciente espera la del gusto”, pensó Doris.

El tiempo que acaba con todo, terminó por transformar aquella pasión en emociones no menos intensas, pero quizás más destructivas. Los celos, los malditos celos, cegaban el entendimiento de una y la otra, agravándose todo cuando llegaron a la certeza (que no podían confesarse ni siquiera a sí mismas) de que lo único que podían compartirse a plenitud era el deseo, la carnalidad de la otra, el deleite y el desenfreno que compartían en la cópula. El resto, como suele ocurrir, era tormenta. 

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Lucía encontró la mirada de su compañera y le gesticuló para que se acercara, no sin antes realizar su seductor juego de pasearse el cubo de hielo por toda su carnosa y húmeda boca. El rapeador de turno, flaco, pero bien formado y con relamido bigote, acepta la danza del hielo como invitación y cuando hace su movida, Lucía, en grácil movimiento, lo esquiva para llegar hasta Doris, quien entra más bien resignada a la escena. La abraza fuerte y la besa suave con gran ternura en el cachete, pero muy cerca de sus pulposos labios, tan cerca, que intercambiaron aliento entre las comisuras de sus bocas como señal de cariño e historia. Pancho, como se hace llamar el rapeador, se da cuenta de todo y se le hace la boca agua con la posibilidad (seguridad, dentro de su alborotada cabeza) de llevárselas a las dos o de que las dos se lo lleven a él que, para sus propósitos, es la misma cosa.

Pancho era un jangueador profesional, asiduo de aquella y todas las barras del área, y como Doris había trabajado en casi todas ella, le conocía todos sus santos y señas. Se caían más o menos bien, incluso flirtearon en algún momento, aunque por alguna u otra razón —ninguna de mayor peso— llegó a nada. Es un tipo simpático y gracioso cuando quiere, y ella estaba aburrida la mayor parte del tiempo pues esto de ser bartender era para Doris la cosa más detestable del mundo, pero producía buenos y muy necesitados ingresos.

A la larga se trata de un trabajo como cualquier otro. Por eso Pancho sabía cosas íntimas de ella, como que nunca usaba ropa interior, que no podía fumar cigarrillos mentolados, que siempre andaba con una navaja antivioladores que la ampara de todo mal y que siempre, no importa qué, duerme en su casa, aunque eso le cueste andar cuatro días despierta.

Más temprano que tarde, Pancho se da cuenta de que el agua de su boca se evapora como las esperanzas de revolcarse con la pareja. Trata entonces de, al menos, tener una interesante o divertida conversación en lo que identificaba otro posible blanco merecedor de sus siempre ardientes deseos. Pero, ni eso logra ante la parca actitud de Doris, que no le ríe las gracias ni al más lindo. Y Pancho, que se piensa lindo, se retira resignado a labiar su helado brebaje color ámbar y a humear desde su esquina.

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En esas estaba Pancho, con su quinta cerveza, el cigarrillo diecisiete y el ánimo de capa caída cuando se percata de que la conversación entre Doris y Lucía tórnase más áspera, cercana a un incidente de gran escala, según su exagerada y algo alcoholizada percepción. No escucha nada, pero lo percibe en la severidad de las miradas, los semblante aún hermosos, mas con la dureza de una piedra que está a punto de convertirse en un arma letal.

De vez en cuando, la mano de Doris se agita como si espantara un mosquero. Lucía parece incómoda con la situación pública, pero resiste con orgullo mientras trata de tranquilizar a su compañera, quien insiste en su exaltada actitud. Después de un rato la cosa parece calmarse. Pancho las ve recoger sus carteras, cajas de cigarrillos, encendedor y dirigir sus anatomías hacia la calle.

“Esto tiene que terminar”, musita Doris mientras le abre la puerta a Lucía y salen de la barra para dejar atrás las intoxicadas voces y las gastadas melodías de la noche. Caminan una al lado de la otra, aunque más bien distantes. Doris atrasa sus pasos para permitir que Lucía se adelante. La contempla como si fuera la primera vez y déjase encantar por las sutilezas de su cuerpo, algo torpe en ese momento por las muchas copas. Disfruta una vez más la hermosura de aquella forma femenina que sabe a contoneo. Atraviesan juntas las calles nocturnas y escasas de movimiento.

Un gato cenizo y peludo, que parece alfombra para sacudirse la suela de los zapatos, las observa fijamente desde el techo de un carro verde que hace esquina. Unos pasos antes del cruce, Doris detiene a Lucía y, sin mediar negociación, le planta un intempestivo beso que, en principio, se sintió como una agresión, pero que con el pasar de los segundos y un hábil juego de lengua la otra boca fue aceptando hasta la participación activa del ensalivado junte.

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El ósculo se transforma en aferrado abrazo y éste en ansioso recorrido de manos por la anatomía ajena. Sus cuerpos laten a un mismo ritmo. Y en el momento más tremendo, aferrada a su navaja antivioladores con firme delicadeza, Doris penétrala entre la sexta y séptima costilla en trayecto a ese corazón que, según piensa, tanto la hace sufrir.

* Todas las iustraciones fueron hechas por María Antonia Ordoñez.

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