Trabajar la causa

Con la habitual fruición del especialista, Judith Bettelheim, mi antigua profesora de arte caribeño en la Universidad de Emory, me mostró algunas fotografías de su viaje de investigación a Puerto Rico en 1997.
Las imágenes eran de centros espiritistas ubicados entre Aguirre, Guayama y Arroyo. De esas fotos que me presentaba con impaciencia, me llamó la atención el abigarramiento de objetos que constituían la parafernalia ritual básica de los centros: la mesa blanquísima, el envase de cristal lleno de agua, la Biblia junto a los libros de Allan Kardek, lápiz, papel, incienso, velas, Agua de Florida y tabaco.

Junto a la mesa, un altar integrado por figuras de yeso de indios norteamericanos, santos, vírgenes, rostros árabes, Buda, Cristo; todo adornado cuidadosamente con plumas coloridas, collares de cuentas y flores. Judith se explayó en explicaciones eruditas de la simbología de cada objeto. Pero lo que más me atrajo de todo cuanto dijo fue una peregrina alusión al carácter transformador de esta doctrina que muy pocos entienden como lo que es en realidad: una religión, como el catolicismo, la santería o el vuduismo.

El espiritismo, tal y como es practicado hoy en día por puertorriqueños desparramados dentro y fuera de la geografía de la isla, se instala en el ámbito de la vivencia diaria para proveer a sus practicantes de un sentido de comunidad ajeno a interpretaciones normalizadas de cómo entender eso que tan gratuitamente denominamos “lo puertorriqueño”. Y es que, para muchos individuos, el espiritismo funciona como una forma de utopía política, es decir, un espacio religioso desde el cual se imaginan otros modos de asumir esa escurridiza y polivalente identidad de pueblo.

En términos amplios, el espiritismo implica la certidumbre de una existencia que va más allá de lo corpóreo y la posibilidad del individuo de experimentar esa realidad ulterior por medio de la comunicación directa con aparecidos. Para alcanzar esa deseada comunicación se necesita la ayuda de un intermediario o médium que posea “facultades” para hacerlo. El médium servirá de enlace entre la realidad material y el mundo espiritual.

Como todas las religiones del Caribe, el espiritismo es esencialmente sincrético. En el caso del practicado actualmente en Puerto Rico, implica la correspondencia tensa entre elementos de la santería y el espiritismo científico, kardesiano o de “mesa blanca”. Este último deriva de una doctrina de origen europeo inaugurada en el siglo 19 y que tuvo su desarrollo más significativo en Francia con el pensamiento de Allan Kardek. La doctrina establecida por Kardek contó con numerosos adeptos y su huella puede verse en la obra de autores como Henry y William James, Pessoa, Rimbaud, Galdós y, en la literatura puertorriqueña, en el Alejandro Tapia y Rivera de Póstumo el transmigrado.

 

De hecho, para finales del siglo 19 el espiritismo se había fundido con la masonería para convertirse en un fenómemo pancaribeño directamente vinculado al ideal separatista. La independencia dominicana fue el resultado directo de conspiraciones fraguadas en el seno de las logias masónicas. Lo mismo acaeció en Cuba, donde ya desde el inicio de la primera revolución criolla—el Grito de Yara de 1868—la masonería y el espiritismo científico apuntalaban el espacio de la sedición. El siglo 19 puertorriqueño da cuenta de esta corriente político-religiosa subversiva que imperaba en el resto del Caribe, sin embargo, ésta es una parcela de la historia insular que aún espera por los rigores de la investigación académica.

El otro componente que vertebra el espiritismo puertorriqueño de hoy es la santería, religión de origen africano afincada en Cuba y que se extiende por el ámbito caribeño y norteamericano con las oleadas migratorias posteriores al 1959. Con la llegada de la santería a Puerto Rico el espiritismo comenzó a identificarse con las clases populares, provocando que el espiritismo en su vertiente “ortodoxa” se convirtiera en la religión de una minoría caracterizada por su posición económica elevada. Tanto es así que hoy en día los practicantes del espiritismo científico en la isla procuran diferenciarse a toda costa de quienes practican formas más sincréticas de esta religión.

 

Así lo confirma la siguiente cita de Néstor Rodríguez Escudero, autor de Historia del Espiritismo en Puerto Rico: “El verdadero Espiritismo, esa filosofía fundada por Allan Kardek… ha sido encarnecida por tanto embaucador, tantos impostores han alegado ser espiritistas, tantos ignorantes se han preciado de conocer sus ideas que se ha desacreditado en gran medida”. Estos “impostores” e “ignorantes” a los que alude Rodríguez Escudero son los practicantes del espiritismo que combina la santería con la doctrina kardesiana y el catolicismo. Es claro que lo que incomoda a Rodríguez Escudero son los elementos raciales y de clase social que entran en juego en el espiritismo de hoy, elementos que subrayan el carácter aperturista de esta religión.


El exabrupto de Rodríguez Escudero también puede ser interpretado como una reacción a la importancia que el espiritismo ha adquirido en las últimas décadas no sólo en la isla, sino entre los puertorriqueños de la diáspora. Dos influyentes investigaciones provenientes del campo de la psiquiatría en la década del 70 (Allan Harwood, 1977; José Morales-Dorta, 1976) han demostrado cómo el espiritismo contribuye al afianzamiento de los lazos comunitarios y nacionales entre los emigrados puertorriqueños. Esta capacidad cohesiva del espiritismo parece basarse en su efecto positivo en cuanto a la constitución de la subjetividad individual, específicamente en la manera en que las personas lidian con los problemas de la vida cotidiana y los procesos de toma de decisiones.

A este respecto, “trabajar la causa” bien podría entenderse como una de las múltiples formas de “la brega” en la acepción política que Arcadio Díaz Quiñones le confiere al término, esto es, como “negociación -acción- espiritual o social”. Sólo partiendo de esta interpretación política del espiritismo se puede comprender su dimensión restauradora en la cotidianidad de los puertorriqueños que encuentran en esta fe un marco de referencia con el cual hacer frente a las ambigüedades de una identidad política y cultural fracturada.