Si mi vida fuera una historia coherente como para ser una película dirigida por Wes Anderson, el color scheme sería en rojos. Bill Murray haría de mi abuelo muerto persiguiéndome por la UPI, porque es un fantasma tratando de acordarse de cómo murió (mi abuelo tenía demencia, así que esto no es tan far-fetched). Él es la manifestación física/no-física de mi ansiedad: su frente limpia y fresca, aunque se siente como si el aire me está sofocando del calor. No suda porque está muerto y es un invento de mi imaginación. En esta instancia, me visto como si fuera de otra época porque así se visten en las películas de Wes Anderson. Tengo un chaleco rojo, como los de las Girl Scouts, pero sin las medallas de logros, porque todavía no he logrado superar la muerte de mi abuelo. Camino hacia Sociales donde encontraré su antigua Toyota Rav4, color rojo sangre seca, al que le puse de nombre Clementina. No ando en mi carro habitual, un Mini Cooper color rojo maraschino cherry, porque su batería se dañó. "Estaba cansada de que la guiara irresponsablemente y se rindió" —me dice mi abuelo, mientras guiamos hacia mi casa. Sus pies hacen un ritmo discorde a la música que tengo puesta desde mi teléfono; me trata de convencer de que ponga Fidelity, pero no me atrevo a decirle que no he vuelto a escuchar esa estación desde que lo obligaron a dejar de guiar.
Si mi vida fuera una película de Wes Anderson, mi hermano sería interpretado por Owen Wilson, porque ambos tienen esa mirada como si estuvieran perdidos perpetuamente (y ambos son rubios, aunque uno más que el otro). Él se sentaría en la parte de atrás de Clementina negando la idea de que nuestro abuelo está en la silla del pasajero, aunque sería la única explicación de por qué no estaría sentado ahí. Cuando le explico esto, mi abuelo me mira con orgullo, y Owen (mi hermano) sigue confundido y elige sacar su Nintendo DS rojo e ignorarme. Bill me pide que cambie la estación otra vez. De camino le comento sobre cómo he estado pensando en pintarme el pelo rojo otra vez, y le gusta la idea porque le recuerda a mi abuela. “Te puedo llevar después de que salgamos de la misa” —me dice, tratando de colocar sus dedos traslúcidos en los botones de la radio. “Angelita, cambia la estación”. Mi hermano lo mira de reojo, pero no le dice nada porque no le cabe que Bill Murray sea nuestro abuelo y que me esté confundiendo con nuestra abuela. Bill comienza a pitar animosamente y de momento me doy cuenta que está usando unas sandalias tipo turista estadounidense, aunque el resto de su disfraz es como de un conserje de hotel de los 40. En The Grand Budapest Hotel, Bill Murray tenía un bigote que acompañaba su disfraz (pero mi abuelo no usaba bigote).
De la parte de atrás se escucha una voz débil, murmurando las líricas de un canto religioso sobre la Virgen María. En la próxima luz miro por el espejo retrovisor y es Tilda Swinton, maquillada de vieja, de mi abuela. Tiene los labios pintados color vino y cuando abre su boca sus dientes parecen manchados con sangre. Se le ha olvidado pintarse el pelo porque las raíces grises las tiene a mitad de cráneo. “Angelita, te llevo después de la misa” —Bill dice, acariciando su barbilla mientras mira hacia atrás (Tilda lo mira como si la hubiera insultado). Bill mueve sus hombros en resignación y se ríe solo, cantándole “Josieeeeee” a mi hermano, quien le responde poniéndose unos audífonos.
“Después de llevar a tu abuela a la misa, te voy a enseñar cómo jugar solitario” —me dice Bill, asintiendo. Yo asiento con él, mirando la calle frente a nosotros que no parece terminar, aunque veo que al final del camino está el Chuck E. Cheese’s que quedaba por mi vieja casa en Los Colobos. Mi hermano lo ve y grita: “¡Quiero pizza!”. Tilda trata de obtener su atención explicándole que abuelo nos puede hacer pizzas homemade. Owen la ignora y continúa su llamado a la guerra: “¡Quiero pizza! ¡Quiero pizzaquieropizzaquieropizzaaaa!”. Al lado mío, abuelo deja su cabeza caer, y una lágrima hace camino a través de su cachete, mientras dice: “Yo se las puedo hacer mejor”.
Si mi vida fuera una película de Wes Anderson, el Chuck E. Cheese’s estaría hecho de cartón y pintado de rojo, colocado frente a un background pintado sobre tela. Las puertas del establecimiento serían la boca abierta del ratón titular, por las cuales mi hermano entra mientras mira su DS. En el carro trato de custodiar la atención de mi abuelo para que me diga cosas importantes que querré saber en cinco años, cuando por fin sienta el peso completo de su pérdida. Le explico que no me verá graduarme de la escuela superior, ni verá mi carta de admisión a la universidad, ni conocerá al hombre con el que probablemente me casaré. Le pregunto otra vez qué significaba el zorrillo de su tatuaje y le pido que me enseñe las fotos de su tiempo en la guerra en Corea. Desde las sillas de atrás, mi abuela sigue cantando: “El trece de mayo la Virgen María…”. Bill, con su cabeza caída, repite en voz baja: “Te llevo después de la misa. Te enseño como jugar póquer. Yo se las puedo hacer mejor”; aunque lo que le pido es la receta para la ensalada de papa que hacía en las Navidades.
El title card dice “una hora después”, y me encuentro en el Expreso Las Américas en una Toyota Rav4 color roja. La cámara me persigue como si estuviera grabando desde el carro paralelo a mi izquierda, y luego corta a un close-up de unas sandalias de turista norteamericano desocupadas, colocadas en la alfombra del asiento del pasajero. Luego corta a mí, tratando de ponerme un lipstickcolor carmesí, mientras guío hacia el trabajo (ya pensando en la copa de Malbec que me quiero dar después del turno).
Si mi abuelo fuera un fantasma interpretado por Bill Murray en una película de Wes Anderson, se aparecería en la silla en ese momento. En vez de preguntarle por la receta de ensalada de papa, le pregunto sobre cuál era su bebida favorita antes de dejar el alcohol. Me mira fijamente y solo contesta: “Angelita, te llevo después de misa”. Lo miro. Asiento.
Lista de imágenes:
1. The art of Wes Anderson
2. Julian Callos, The Royal Tenenbaums, 2016 (Spoke Art Gallery)