Carta desde el salón


domingo, 17 de mayo de 2015
San Juan

El domingo siempre es un día de reflexiones. ¿Acaso aburrido? Será porque acaba la semana e inicia una nueva oportunidad de vida, o tal vez porque todo el mundo se recoge y las calles están solas y nostálgicas. De pronto será porque todo está cerrado temprano. No sé… Pero hay algo de locura y de depresión el último día de la semana, ¿no crees? Y es que, como saben los que conocen temas sobre criminología, el domingo es el día con la tasa más alta de suicido. Día duro para los despechados y también para los amantes que deben regresar a sus distintas realidades. Pero mi carta de este domingo no tiene que ver con despecho, ni con suicidio, ni con amantes. Tiene que ver más con homicidios, con maridos y, sobre todo, con la capacidad de recuperación y resiliencia.

Empecemos por esto último. Para quienes no conocen el concepto, se refiere —en psicología positiva— a “la capacidad de las personas para sobreponerse a largos períodos de dolor emocional y situaciones adversas”. Para mí se resume en una palabra: adaptación. Durante una de mis clases de Justicia Criminal, mientras se analizaba el concepto de factores de riesgo para la criminalidad, se debatió sobre cómo se podía medir el riesgo. Allí entramos a lo primero. Pusimos como ejemplo el de una mujer que es víctima de violencia doméstica, cuyo riesgo podía aumentar si se daban las siguientes condiciones: ella convivía con el victimario, este usaba sustancias, o este tenía un historial previo de hostigamiento. En medio de la reflexión, una estudiante levantó la mano y me interpeló: “Profesora, ¿o sea que una manera de disminuir el riesgo sería avisarle a la víctima que el victimario salió de la cárcel?”. “Sí”, le respondí. “Avisarle puede ser una medida efectiva para prevenir la violencia doméstica, pero normalmente las víctimas subestiman la situación y se relajan, máxime si se sienten seguras por un tiempo”. Entonces, ella replicó: “Sí, profesora, así es; porque si mi madre hubiera tomado en serio lo que pasaba, estaría viva”. El salón enmudeció... Junto al silencio sepulcral mi mente se nubló. No sabía qué era lo correcto… si suspender o no su relato. En últimas, la dejé proseguir.

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“Ese día mi papá mandó a pedir unas flores, y espió alrededor de la casa durante gran parte de la mañana. Cuando el florista llegó, él se le escondió detrás y le dijo que no se asustara que era una sorpresa. Cuando mi mamá abrió la puerta, mi padre se coló en la casa. Ninguno de nosotros sabía que había salido de la cárcel, donde estaba preso desde hace un año por maltrato familiar y lesiones. Era tanto el miedo que le provocaba a mi mamá, que ella quedó inmóvil, palideció. Discutieron por unos instantes, y la agresión de él no se hizo esperar. Ella alcanzó a subir al balcón a gritar, pero él la siguió y se encerró junto con ella en la habitación matrimonial donde no se extrañaba su presencia. Mi hermano y yo ya habíamos llamado a la policía, que llegó rápido a la casa. Pero cuando mi papá se dio cuenta que la policía lo tenía rodeado, la acuchilló varias veces y se ahorcó”.

No supe qué decir: una de mis mejores estudiantes de criminología había acabado de contar su historia familiar en público y quedé con la certeza de que los hechos narrados por ella le eran sumamente dolorosos. “Esa fue la razón por la cual yo estudié Justicia Criminal”, concluyó. En ese momento mi corazón latía con tanta fuerza que llegué a pensar que los estudiantes lograban oírlo. Sus compañeros(as) estaban estupefactos(as). El relato había provocado una catarsis. Fue justo ahí, en ese momento, cuando otro estudiante intervino para decir: “Cristina[1], lo que nos relatas me hace entender algo”, expresó. “Que tu capacidad de resiliencia es muy grande y que es posible ser alguien de bien a pesar de tener una historia familiar difícil, y una experiencia traumática”, añadió. En ese momento entendí aún más la responsabilidad de mi labor educativa y, sobre todo, que la vida siempre te da la oportunidad de agradecer lo que tienes, lo que haces, lo que escoges hacer para ayudar a otros o para autoayudarte.

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Es irónico haber salido de Colombia huyéndole al dolor que genera para un profesional la atención a víctimas, para estar en Puerto Rico ejerciendo la misma labor. Fueron 10 años de escuchar día a día relatos de muerte y sufrimiento, de descubrir la miseria espiritual de algunos seres humanos que, sin mediar sentimiento alguno, han matado, violado y torturado a otros. Y, sin embargo, me encontré ahí en la mitad de un salón de clases escuchando, una vez más, el mismo relato. Lo cierto es que esta reflexión de domingo va más allá de contarte cómo me sentí mamá.

Realmente quiero que sepas que, de una parte, el relato de Cristina me hizo agradecer al universo —y a esa fuerza superior que algunos llaman Dios— por tenerte a mi lado. Porque fue justo en el instante en que mi estudiante concluyó su participación que comprendí que yo aún tengo el privilegio de oírte, de soñarte, de pensarte, de sentirte y abrazarte. En cambio, hoy Cristina no tiene esa posibilidad. Así como tampoco lo tienen muchos otros niños, niñas, jóvenes y familias que han perdido a sus progenitores en hechos violentos e inaceptables. De otra parte, creo que recordé a todas aquellas personas que viven la violencia doméstica, el horror y la zozobra de la próxima posible agresión, pero que aguantan y callan soportando en silencio. Al igual que Cristina, también supe por qué me habías hecho abogada, ratificando que la vida te da lo que necesitas para trascender, para encontrar tu propósito y darle sentido a la vida.

Mamá, este domingo quiero que sepas que te extraño. Pero sé que sabes que mi lugar está acá en este salón de clases que me ha permitido continuar con mi propósito de lucha y reivindicación de los derechos, no en el terreno (como lo hacía en Colombia) pero sí desde la cátedra que, como ves, es tan dura como enriquecedora. Al retomar mi clase solo agregué: “Jamás subestimen a su agresor. Recuerden que es mejor pecar por exceso que por omisión. No olviden que la resiliencia no es otra cosa que la capacidad de adaptarse y que del dolor también podemos renacer”.

Mamá, creo que podría resumir esta carta diciéndote: primero, que ya sé por qué los domingos son aburridos y es porque tú no estás; y, segundo, que comparto las valiosas palabras del poderoso escritor Fernando Savater, quien plantea que “la educación es valiosa y válida, pero también es un acto de coraje, un paso al frente de la valentía humana. Cobardes o recelosos, abstenerse”.

Con amor…

yo.


Notas:

1.) Nombre ficticio.


Lista de imágenes:

1. Nathalie Labaki, "Against Domestic Violence", 2013.
2-3. Laura Veloza, trabajos realizados por estudiantes de Criminología de la UMET.

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