El 9 de diciembre de 2007 desperté desorientada en un hospital. Repetía una y otra vez las mismas preguntas: “¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?” No podía recordar las respuestas que familiares y enfermeras habían repetido varias veces: “Sufriste una convulsión. Has estado inconsciente por seis horas”.
Las explicaciones fueron apareciendo como por cuentagotas: “ El CT-scan revela una mancha negra en el lado izquierdo del cerebro, hay que hacer un MRI para saber qué es”. “Es un tumor, hay que hacer una craneotomía para intentar extraerlo y enviar una muestra a Patología para determinar de qué tipo de tumor se trata”. “Sólo pudimos extraer un pedacito para realizar la biopsia”. “Con la cirugía convencional, el tumor es inoperable: usted puede perder el lenguaje”.
Soy profesora de literatura. El lenguaje es mi mayor satisfacción y también mi instrumento fundamental de trabajo. Leer, escribir, analizar lo que nos dicen las palabras en cualquier medio (literario, periodístico, científico, legal) es mi manera de comprender el mundo.
Enseño literatura porque quien disfruta de la lectura de una obra de arte experimenta la entrada a imaginarios y discursos que les son ajenos, que los imbuye en el desasosiego, la duda y la extrañeza. Este camino por mundos y lenguas extrañas, es la mejor forma de comprender y apreciar lo que nos es más familiar en nuestro entorno, pero también nos regala la capacidad de imaginar cómo enfrentar la complejidad en que habitamos.
Crónicas para matar el cáncer, fue mi apuesta a la vida. Si el cáncer podía privarme del lenguaje, mejor retarlo a un duelo, cuerpo a cuerpo, con palabras. García Márquez decía que escribía para sus amigos. Yo también escribí para mis amigos. Ellos fueron el público cautivo a quienes fui contando poco a poco las peripecias del cáncer, primero mediante correos electrónicos, después a través de un blog en la red.
Ellos compartieron cada momento de alegría y tristeza, cada esfuerzo por recuperar las palabras. No les importaba que me tuvieran que repetir varias veces que la jirafa no era una ardilla, ni el círculo un cuadrado, ni que un payaso no fuera un “Remi”. Ni el título de mis propios libros recordaba, pero estaba segura de una cosa: después del duelo, no habría nada que perder. Restarían las palabras.
Mi apuesta a la escritura, a escribir mi duelo cuerpo a cuerpo con el cáncer para recuperar las palabras, fue un proceso de descubrimiento, un encuentro con el conocimiento sobre cómo se aprende y funciona el lenguaje. Todavía más, descubrí que la ciencia es lenguaje e imagen, uno de los temas que trabajo a lo largo del libro.
Mi segunda craneotomía, realizada en Houston, Texas, fue llevada a cabo conmigo despierta. Cuando el doctor me dijo que ellos tenían los instrumentos para remover el tumor pero tenía que ayudarlos, estuve a punto de salir corriendo de la oficina, pero no sin antes preguntar de qué tipo de ayuda se trataba. Cuando el doctor respondió que debía hablar durante toda la cirugía cerebral, mi amiga Rose Marie Bernier respondió por mí: “No se preocupe doctor, que para que Carmen Rita no hable, habría que ponerle un tapón en la boca”.
Y así fue, mediante un proceso en el cual identificaba imágenes en español e inglés para asegurar que no se extrajera de mi cerebro la capacidad de emplear las palabras, se llevó a cabo con éxito la remoción del tumor durante cuatro horas. Pocas horas después, en aquel hospital de Houston, Texas, cubierta de tubos, ahora sin poder hablar nada en español ni en inglés, me vi rodeada de enfermeras y médicos que parecían estar en apuro. Una súbita bajada de presión amenazaban el éxito de la remoción del tumor, pero despierto en el momento preciso para decir: “J'ai besoin d’un café au lait, se tout” (Todo lo que necesito es un café con leche). Ellos entendieron “café”. Supe en ese preciso momento que, antes de tomar la primera quimioterapia, ya me habían salvado las palabras.