Entre la cocina, las flores y los bohíos suburbanos

En pleno siglo 21, una mujer con conciencia de género y autodefinida como feminista ocupa el lugar de la cocina cuando llega el plomero, electricista y carpintero mejor conocido como el “handy-man”. Me explico; vivo en un apartamento ubicado en uno de esos prolíficos cookie cutter walk ups que pululan el país. Al estilo fast food, estos edificios fueron confeccionados a la prisa sin tomar en consideración los efectos secundarios que tendrían en el consumidor.

Hace unos años sufre de defectos internos (goteras que atentan con el flujo de los embalses más cercanos, además de desperfectos eléctricos y cosméticos) que requerían el expertise de un handy-man. Como nos pasa a muchas mujeres contemporáneas que efectuamos hartos malabares a diario entre trabajo asalariado, la crianza de varios hijos, tareas domésticas y atender al marido, luego de revisar el presupuesto del hogar y hacer múltiples ajustes, contacté al que vendría a rescatarnos de tales males.

Madrugué el sábado en la mañana para recibir al experto en reparaciones hogareñas y concluir los preparativos en los espacios que requerían trabajo (vaciar el gabinete del baño, mover muebles, atender a niños y otros etc.). Al  momento de abrirle la puerta al tan esperado experto,  plan en mano y palabra en boca, me lanzó la siguiente pregunta: “¿Dónde está el jefe de la casa?” Luego de sobreponerme de la sorpresa inicial a raíz de dicha pregunta, y contestarle que el “jefe de la casa” estaba durmiendo, lo invité a que entrara a tomarse un cafecito en lo que esperaba las instrucciones del mismo. Desde ese momento mi comportamiento cambió.

El plan de trabajo que había diseñado quedó obviado, supe que ante este hombre mis instrucciones serian meras sugerencias, que seguiría las del Mr. tan pronto éste se levantara de la cama. Con las muelas de atrás asumí el rol que de niña observé y juré nunca asumiría: el de atender a los hombres sin opinar, ni refutar, el de servir desde la cocina con una sonrisa forzada y en silencio.

No ha sido hasta recientemente que entendí que el papel que asumían las mujeres de mi familia desde la cocina también era uno de resistencia, de un territorio enmarcado en reglas especificas, y repleto de conocimiento ancestral y hasta científico. Entendí que dentro del hogar, de la esfera privada, también existen fronteras donde se maneja el poder y que la cocina, lugar que aparentaba ser de represión, de servidumbre y obligación, podía ser uno desde donde se respiraba inteligencia, se planificaban resistencias y se compartían cánones culinarios entre aromas que servían para nutrir el cuerpo y el espíritu.

Siempre me ha impresionado cómo las mujeres y los hombres fluimos entre esas fronteras imaginarias en el hogar, negociando espacios de dominio dentro de la esfera privada. Recuerdo una pregunta me hiciera mi hijo, Guillermo, del por qué el cuarto de sus abuelos es color rosa y está decorado con flores. Su perplejidad delataba lo inverosímil que le parecía tal desviación en la distribución de colores entre hembras y varones. La decoración del cuarto de sus abuelos rompía con las normas de género aprendidas a temprana edad.

¿Cómo un abuelo que está muy en contacto con su masculinidad y su rol de “cazador y recolector moderno” permitió tal trasgresión?  Su pregunta aun me parece muy atinada.  Guillermo cuestionó la dinámica que se da dentro del hogar y la fluidez entre espacios masculinos y femeninos en el ámbito domestico. ¿Cómo explicarle que las flores y el rosa son parte del proceso de negociación en la esfera privada? 

A través de estas interrogantes, y de otras experiencias en la domesticidad, comencé a entender cómo las mujeres y los hombres compartimos y (des)ordenamos los espacios en el hogar. Algunas de estas experiencias domésticas están ligadas a cómo se manifiestan, (en algunos casos), los hombres con sus herramientas y las mujeres con sus diversas estrategias. Por ejemplo, a mi marido se le ocurren proyectos de carpintería cada cierto tiempo. Proyectos que requieren un sinfín de herramientas electrónicas y múltiples viajes a la ferretería más cercana.

A pesar de nunca haber construido nada, con lápiz en mano y muy confiado, se ha lanzado a construir escritorios con tablillas, mesas con bancos, y ahora otro proyecto más, un mueble para que los niños guarden su ropa. Trato de mantenerme al margen de estas empresas; de no opinar sobre las cantidades de tablas de madera almacenadas en un pequeño balcón; de no opinar sobre las humaredas de polvorín que emite la sierra eléctrica; de no hablar de la ubicación de los productos finales.

Aún así, en ocasiones anteriores me ha comentado que no le permito expresar sus instintos carpinteros y que le he tronchado algunos de sus proyectos. En fin, eventualmente decidí no intervenir en asuntos de construcciones hogareñas luego de recordar una anécdota que compartiría una antigua jefa sobre cómo su marido, recién retirado, se había dedicado a construir un bohío frente a su casa.

A pesar de detestar el proyecto arquitectónico, no intervino en la hazaña; el bohío suburbano se convirtió en una pieza decorativa. Así, nosotras nos movemos entre lo tradicional y lo posmoderno: líderes, profesionales fuera del hogar, capaces de gobernar un país, institución o empresa, y en el hogar nos convertimos en otras, la que cede (a veces tranza y otras negocia), la que sonríe (no necesariamente de felicidad), y en algunos casos, la que se somete a insultos e injusticias que jamás toleraría fuera del hogar. 

Asumimos roles tradicionales cuando regresamos a la casa luego de culminar nuestras responsabilidades del trabajo asalariado. ¿Cuestionamos cómo se reproducen los roles asignados por la sociedad o sucumbimos a lo esperado? Se logran pactos a través de años de tantear, de ceder, del transar de ambos. En muchos casos somos capaces de llegar a acuerdos. ¿Se toman en consideración las múltiples jornadas que asumen (o se le imponen) a las mujeres en estos acuerdos?

Ahora me toca explicarle a Guillermo que el rosa y las flores del cuarto de sus abuelos forman parte de un proceso de resistencia de su abuelita, mientras que el bohío en el patio de mi antigua jefa representa los procesos de negociación entre ambos géneros. Y que para mí la cocina se ha convertido en un lugar desde donde puedo reclamar conocimientos generacionales, donde no sólo se cultivan secretos culinarios, sino que se elaboran estrategias de equidad y de poder.