~A Mónica, por hacer sonreír a mi padre en una tarde calurosa de agosto~
I
La meritocracia, la idea de que "el ser" es el resultado de la suma de sus acciones y que, por tanto, carece de sustancia, es uno de los hitos más poderosos del siglo XX. El materialismo del siglo XIX ya lo insinuaba; Marx, tanto en sus tesis sobre Feuerbach (1845) como en el Manifiesto (1848), lo exponía como principio inalienable de la sociedad capitalista. Pero no sería hasta el shock de la Primera Guerra Mundial que la riqueza acumulada de la aristocracia se tambaleó, abriendo paso a la posibilidad de que riqueza y mérito se encontrasen en una feliz línea ascendente de un polígono de frecuencias. Picketty (2014) comprueba este fenómeno y afirma, en primer lugar, que esta ocurrencia fue un evento "único", aislado, no antes visto, producto de la destrucción de las grandes fortunas de la Belle Epoque por las guerras consecutivas y, en segundo lugar, que el mismo tuvo un impacto significativo en la manera de pensar sobre el progreso y la desigualdad.
Este fenómeno tuvo sus repercusiones en las maneras de entender y concebir "el ser" a mediados del siglo XX. En el advenimiento de una clase profesional gerencial (Ross, 1990) quedó retratada una versión ligera (y menos revolucionaria) del materialismo decimonónico: la llamada escuela institucionalista enfiló sus cañones hacia lo que consideró los vicios y excesos del capitalismo monopólico-corporativista y propuso la necesidad de establecer controles que permitiesen un desarrollo balanceado entre el deseo de lucro individual y la búsqueda del bienestar público (Catalá Oliveras, 2013). Con la insistencia en la intervención gubernamental (que tanto caracterizó a muchos participantes de la escuela institucionalista), se instituyó el plan como eje central de la actividad económica (Hardt y Negri, 1994) y apareció el intelectual como responsable tanto del plan como de la reorganización del capital (Tafuri, 1976). Bajo el fordismo, conocimiento y acción (facsímil irrazonable del trabajo) fueron sinónimos de progreso, al prometer superar el rígido entramado social aristocrático del capitalismo decimonónico.
Agotada la lógica del plan, agobiada por el estancamiento económico, el fordismo se vino abajo entrada la década del setenta del siglo pasado. Le acompañó el fin de la meritocracia. Ante una caída abismal de la tasa de crecimiento económico, la inversión y el ahorro se transformaron en vehículos de prosperidad (aumentar el capital). A ello se debe el crecimiento exponencial que experimenta el capital financiero desde entonces (Dierckxsens, 1997). Solo aquel con suficiente capital y recursos pudo y puede aprovecharse de tal escenario (Picketty, 2014). Es así como la desigualdad ha crecido progresivamente en los últimos cuarenta años. El fin de la meritocracia como síntoma apunta, entonces, al fin de ser concebido bajo las bases del materialismo decimonónico. La acción ya parece no definir las condiciones de existencia de los sujetos. El auge que ha cobrado el “empresarismo”, “#yonomequito” y demás arengas contemporáneas, apunta al resurgimiento de un ser de sustancia, forjado a partir de la deuda como tecnología del yo. En este sentido, el sujeto se concibe como individuo al vacío, garante de una deuda “muy personal” que se define únicamente desde su responsabilidad (Lazzarato, 2011). Despojado de toda posibilidad de trascendencia, sin nada que lo ilumine ni mucho menos que lo libere, la culpa, muy a lo Joseph K, termina por definirle.
II
El mérito corresponde a una “forma-Estado” específica en el ejercicio de dominación por parte del capital al interior de la sociedad. Y esta “forma-Estado,” surgida, como apuntan Negri y Cocco (2006), de las múltiples presiones y resistencias de las clases subalternas a la dominación capitalista, inauguró una fase de socialización de la explotación y protagonismo político de la alteridad basada en su autonomía (Hardt y Negri, 1994). Si el keynesianismo supuso un “estado de equilibrio” (entre oferta y demanda), el mismo operó en función, por un lado, del colapso programado entre Estado y “mercado”, y del otro, como dispositivo para sojuzgar la autonomía política de los sectores subalternos (en especial, la clase obrera) (Hardt y Negri, 1994). Por tanto, la noción "del ser" como suma de sus acciones (y el residuo consiguiente de este proceso, "el mérito") apareció como uno de tantos resultados de este “equilibrio”, en la medida en que la desarticulación de la vanguardia proletaria (profesional y/o artesanal en su interior) fue la respuesta inicial del Estado al devenir político de las clases subalternas.
De este proceso, las clases subalternas en Puerto Rico no participaron. La razón primordial atañe a la naturaleza de las relaciones de explotación (basadas en el "biopoder") y el Estado producto de ello (cuyo carácter es "débil"). Los sectores subalternos (en especial, la clase obrera) nunca lograron la autonomía necesaria para ejercer su poder político y forzar, mediante presión y resistencia, la alteración de las formas de dominio y explotación. En el “Estado-débil”, el sometimiento (la reducción de la vida a las actividades productivas) opera bajo los parámetros del "biopoder": la obediencia se produce por medio de instituciones, cuyos fines no son otros que sancionar la “normalidad” y, sobre todo, excluir la alteridad (Hardt y Negri, 2003). Si el "biopoder" es el motor por medio del cual operan las relaciones de poder, ello se debe a:
[…] procesos de hibridación entre formas de autoridad política y/o de soberanía colonial de un poder patriarcal y oligárquico–esclavista y a formas desarrollistas de un poder tecnocrático y corporativista, que se atribuían el título de moderno y nacional. Es decir, que en el paso de una de estas formas a la otra, dentro de las mil modulaciones de los procesos de hibridación, la figura de esta continuidad es una mezcla de alianzas y de auténticas y particulares interpretaciones que dan lugar a una suerte de oligarquía combinada (propietaria y tecnocrática), por un parte, y a estratificaciones de tipo neoesclavista y corporativas, por otra. (Negri y Cocco, 2006, 64)
Se debe observar que en el interior del proceso de hibridación reside el patriarcalismo. Ello apunta a los modos en que el "biopoder" todavía maniobra a través del imaginario esclavista y servil, en la ejecución de su poder de coacción y sometimiento. (La referencia al "neoesclavismo" debe resaltar al respecto). Es, entonces, un Estado cuyo fin no es otro que garantizar el mando de la oligarquía corporativista sobre sectores subalternos en función de la extracción de riqueza de naturaleza imperial.
La libertad es condición en la formación de las instituciones de la forma-Estado, en la medida en que estas persiguen contener los incesantes impulsos de abandonar el trabajo: “son reacciones en contra de la libertad de las luchas proletarias” (Negri y Cocco, 2006, 90). Bajo el contexto del Estado-débil, la libertad cobra otro significado que, sin embargo, retiene mucho del espíritu de Marx. Dada la dependencia al "biopoder", "libertad" solo puede significar 'liberación', al no existir mecanismos formales ni constitucionales que la garanticen. De ello se desprende que el "mérito", como base de la experiencia "del ser", no figure en el Estado-débil. Las relaciones en el interior de este están dominadas por el servilismo y el patriarcado, que se perpetúan a través de la sangre. Su deuda con el feudalismo queda plasmada en las maneras en que la oligarquía dispone de su rol de mando: alcaldes pasan el batón a vástagos, al igual que empresarios, figuras públicas, etc. El objetivo no es otro que mantener y prolongar el poder de la oligarquía corporativista y su rol al servicio del capital foráneo.
III
No se debe dudar sobre el inmenso poder que la meritocracia tiene en Puerto Rico. Se puede trazar los orígenes del proyecto estadista en las postrimerías del siglo XIX (el partido Republicano) vinculado a este deseo de una sociedad organizada a través del "mérito" (Quintero Rivera, 1977). La vigencia de este imaginario (aun cuando, hoy día, la meritocracia haya desaparecido) destaca la importancia que el mismo ha tenido a la hora de enfrentar el "biopoder" como principio constitutivo del dominio oligárquico-corporativista. Ello apunta a un proceso maquínico muy singular (ceñido al concepto de "libertad" como 'liberación'): la promesa del "mérito", como ente regularizador del vínculo social, radica "afuera". Dicho de otro modo: la única manera de devenir en "el ser" de la acción propia es por medio de la liberación.
La liberación como condición a la posibilidad "del ser" por medio del "mérito" es la línea que permite entender la relación entre la educación en Michigan de Barbosa (o la de Harvard de Albizu) como requisito a su existencia política local. Pero también permite entender el periplo de Rafael Hernández antes de convertirse en músico y compositor reconocido, o la razón por la cual Juan Tizol, trombonista y compositor de la orquesta de Duke Ellington, se marchó y nunca regresó (Serrano, 2015). Rodríguez Juliá (2002) achaca este comportamiento a la dinámica del “exilio y la ensoñación”, el legado más poderoso de los europeos desde los tiempos de la conquista. Falla en reconocer el extraordinario poder de liberación que marcan estos gestos: Lin Manuel puede ser neoliberal y apoyar el dominio imperial, pero no deja de ser un superhéroe que por mérito se impone en un imaginado mundo de competencia entre iguales. Es precisamente este imaginario el que nutre el mundo del deporte, puesto que su puesta en escena presupone el desvanecimiento de otras variables (raza, estatus social, clase, desigualdad, etc.) que matizan el supuesto desafío “uno a uno”. El atleta, por sí mismo, enfrenta a otro atleta sin ninguna otra mediación, y la única conclusión posible para entender y verbalizar la victoria o la derrota es el "mérito". He aquí lo racional que yace tras la obsesión con boxeadores (la "titomanía"), peloteros (Clemente), baloncelistas (Barea y su título "enebeísta"), y ahora, tras las olimpiadas de Río, con Mónica Puig y el tenis: el imaginar (más que saber) que, a pesar de la violencia del "biopoder", exista la posibilidad de saberse victorioso por "mérito" propio.
Algunos interpretan esta fascinación (que usualmente viene acompañada de manifestaciones donde abunda la bandera puertorriqueña) como muestra inequívoca de un nacionalismo incipiente que, dada las condiciones idóneas, puede superar su naturaleza cultural y devenir en un movimiento político amplio. Intentan de esta manera someter la gesta olímpica a las matrices interpretativas del proyecto oligárquico-corporativista, y no advierten que los mismos que celebran la medalla de oro apoyan la imposición de una Junta de Control Fiscal que venga a castigar a los que ostentan el poder. Y es que los superhéroes boricuas operan bajo el imaginario de una meritocracia extinta que todavía ejerce un enorme y portentoso poder a la hora de enfrentar el "biopoder".
Lista de referencias:
Catalá Oliveras, F. A. (2013). Promesa Rota. San Juan: Ediciones Callejón.
Dierckxsens, W. (1997). Los límites de un capitalismo sin ciudadanía. San José, Costa Rica: Editorial Universidad de Costa Rica.
Hardt, M. y Negri, A. (2003). Imperio. Buenos Aires: Paidós.
Hardt, M. y Negri, A. (1994). Labor of Dyonisus. Minneapolis: University of Minnesota Press.
Lazzarato, M. (2011). The Making of the Indebted Man. Amsterdam: Semiotext(e).
Negri, A. y Cocco, G. (2006) GLobAL. Biopoder y luchas en una América latina globalizada. Buenos Aires: Paidós.
Picketty, T. (2014). Capital in the Twenty-First Century. Cambridge, Mass.: Belknap.
Quintero Rivera, A.G. (1977). Conflictos de clase y política en Puerto Rico. Río Piedras: Huracán.
Rodríguez Juliá, E. (2002). Caribeños. San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña.
Ross, A. (1990). Defenders of the Faith and the New Class. En B. Robbins (Ed.)Intellectuals: Aesthetics, politics, academics (pp. 101-32). Minneapolis: University of Minnesota Press.
Serrano, B. (2015). Puerto Rican Pioneers in Jazz 1900-1939. Bloomington: iUniverse.
Tafuri, M. (1976). Architecture and Utopia. Cambridge, Mass.: MIT Press.
Lista de imágenes:
1. Tiago Hoisel, Surreal
2. Ben Goossens, Big Town Exodus
3. Ben Goossens, The Supreme Court, 2011