La muerte
con su impecable función
de artesana del sol,
que hace héroes, que hace historia
y nos cede un lugar
para morir,
en esta tierra
por el futuro.
-Eduardo Ramos, “Su Nombre es Pueblo”
No siempre enterramos a nuestros muertos. Y cual animal salvaje frente al cuerpo inerte de la especie común, también continuamos nuestro camino sin más meta o preocupación que la eventual comida que saciaría nuestra hambre. Mas en algún momento nos detuvimos, y aunque fuera por unos pocos minutos, o tal vez segundos, cambiamos fundamentalmente en un instante, dándole cabida a la sensación de que algo nuestro se desvanecía junto con el inanimado cuerpo. Soplo fugaz, y diminuto destello de nueva conciencia, donde nuestra futura humanidad encontró terreno fértil.
Mas no éramos totalmente humanos todavía. Chimpancés y leopardos aún hoy nos muestran, al continuar empujando con nudillos y hocicos a sus criaturas recién muertas, como ellos también, desde tiempos muy antiguos, han sentido la incrédula y confusa perdida de un ser cercano. Pero nosotros, en camino a ser quienes somos, dimos un paso más que el resto de los seres vivos cuando comenzamos a enterrar a nuestros muertos. Éramos todavía neandertales, mas ya poseíamos la chispa del porvenir. Y aunque ejerciendo compasión, poco a poco nos fuimos alejando de la indiferencia ante el cadáver, todavía no hemos logrado abandonarla por completo, pues aún reservamos la apatía y una creciente falta de respeto como regalo a las muertes ajenas.
La preocupación por profundamente entender e interpretar la muerte que desarrollamos en los peldaños iniciales de nuestra ascendente ladera evolutiva, llegó para quedarse, y así dominó la imaginación de las primeras civilizaciones. Los egipcios desarrollan toda su cultura y sociedad alrededor de esta inquietud, y usaron su atención por el más allá como la fuerza motriz que levantó pirámides, justificó los faraones, y motivó a todo ciudadano asegurarse que sus difuntos familiares fueran propiamente preparados y sepultados con todas las provisiones y elementos guía para el gran viaje final hacia las estrellas. La tumba adquiere con ellos el cenit de su significado, y desde entonces imitamos, aunque en progresivas degradaciones, lo que inventaron los egipcios. Lejos ya de la práctica de abandono que aseguraba la expuesta putrefacción, conservar el cuerpo fallecido se volvió fundamental.
Aún con miles de años y kilómetros de distancia, los mayas hacen lo mismo. Y aunque los grandes mausoleos piramidales de estos, eran igualmente reservados para los poderosos, cualquier familia maya compartía en la obligación moral de enterrar, aunque fuese en el piso de su propia casa, a sus fenecidos parientes. Víctimas iniciales de una nueva estrategia humana, en donde unos pocos se buscaban la manera de controlar para su beneficio, los elementos religiosos, políticos, militares, y económicos de los reinados precolombinos, los desprovistos no dejaban que los límites de su pobreza impidieran su apego al yaciente cuerpo, y según pasaba el tiempo, legislaban su limitado espacio residencial, moviendo los huesos de la abuela hacia una esquina, haciendo así espacio para los de papá. Aún fetos y niños que murieron muy pequeños recibían el honor y delicadeza de ser enterrados en exquisitas vasijas.
La llegada del ritual religioso y la agricultura en la carrera humana marcan el arribo del cementerio, parcela dedicadas a los difuntos, puntos de encuentro para los que permanecen vivos, insistencia en la continuidad de una tradición que se aprende conservando la memoria de los que partieron, fruto de la revolución neolítica de una comunidad que finalmente abandonaba las travesías nómadas. La reciente revolución urbana mantuvo en un principio la práctica extensa del cementerio. Mas la creciente escasez de terrenos, junto con el aumento de su valor monetario, han hecho del camposanto una experiencia en vías de extinción.
La actual revolución cibernética, con su fuerza separativa que sustituye el evento real por el virtual, amenaza con completar el paulatino abandono del ritual del entierro. Este lento proceso que comenzó desde finales de la antigüedad, y que renuncia a la práctica activa de preservar el recuerdo que se cimentaba en un evento con permanente referencia geográfica, apunta hacia convertir el protocolo relacionado con la muerte, y la disposición de sus remanentes corporales, en un acontecimiento de la imaginación. Hoy el conocimiento de la muerte ajena es instantáneo, y la expresión de luto, al masificarse mucho mas allá de la familia inmediata, se diluye y reduce a un efímero “like” en Facebook que nos permite continuar con las otras cosas que tenemos que hacer, mientras a la misma vez, pretendemos conservar y cumplir con la obligada expresión de dolor que el ritual del entierro demandaba.
Cremar cadáveres, frente a la creciente escasez de terreno, es entonces la práctica de transición que exime la sepultura. Tomando el cementerio en nuestras manos, ensayamos un breve regreso a la antigüedad, nuevamente poniendo, esta vez las cenizas, en elegantes urnas que complementan la decoración en las salas de nuestras casas. Mas la modernidad propia que repele lo morboso prevalece y tiende a usurpar el gusto por tales prácticas, haciendo que la gran mayoría esparza los restos al aire sobre el mar, o sobre cualquier paisaje que se piense complacería al fallecido.
Se manifiesta una nueva ética. Los restos humanos pierden su lugar en las cercanías de la familia, cultivándose la innovadora, y a la vez antigua concepción de que al final, volvemos al lugar de donde partimos. Polvo somos y polvo seremos, nos acostumbraron a decir los portavoces romanos de la cristiandad. Hoy pretendemos una mayor sofisticación y entendimiento, al vernos como un conjunto de átomos que creados en las estrellas continúan su viaje de retorno y reciclaje. Tal parecería que los egipcios y mayas no están tan lejos como hubiésemos pensado. Mas aún sin habernos acostumbrado completamente a la nueva forma de disponer los seres queridos, ya esta nos planta en la transición hacia el desecho total de la tradicional experiencia mortuoria.
Hoy en día no hay mucho tiempo para reflexionar, y mucho menos para llorar y lamentar la perdida humana en alargadas pompas. Es necesario actuar con premura, seguir adelante. Tampoco hay mucho tiempo ni espacio para congregar la familia. Todos están lejos, desperdigados, y sobre todo, muy ocupados. El ritual de la muerte es entonces remoto, y la accesibilidad a las redes, al ofrecerle a los familiares la conveniencia de un rito a distancia, también lo masifica en un velorio virtual en donde a todos se nos brinda la oportunidad de temporalmente hacernos familia del difunto. Pero la fama que garantiza un pasaje hacia el otro mundo compartido por centenares de miles a través de monitores electrónicos no es universal. Es casi preciso haber cultivado en vida un nicho en la imaginación cultural de un público que eventualmente sienta curiosidad por lo detalles morbosos de la partida de sus ídolo.
Existen también los ídolos instantáneos que, por la naturaleza y circunstancias alrededor de sus muertes, inmediatamente adquieren el derecho a un ritual de velorio y entierro masivo y virtual. Mas esto implica que la gran mayoría de las muertes en el mundo suceden en el más completo anonimato. Todos estos son entonces tirado a la fosa común de lo inconsecuente, la cual también es virtual, mas al no tener rostro específico, se traga y desaparece con relativa facilidad. Puede que en un momento nos duela, ofenda, o nos de rabia la muerte de miles de niños en África por un hambre insensata e innecesaria, u otra situación similar. O tal vez vivamos el instante donde vemos claramente la hipocresía de las lágrimas por el asesinato desquiciado de nuestros niños, mas los que mueren, también por nuestras armas en la lejanía, parecen ser mas cómodamente desechables.
¿Mas en que camino evolutivo nos hemos embarcado con estas nuevas formas de despedir y despachar a los que se han ido? La muerte célebre y la muerte anónima, al existir ahora en el escenario virtual, ambas están también cambiando la manera en que definimos y moldeamos el mundo, quienes somos, seremos, quisiéramos o pretenderemos ser. Al convertirnos en familiares instantáneos se nos hace imposible saber en detalle quien realmente era el recién difunto. Nunca vivimos con ellos, o compartimos una mesa, un salón de clase, un hermano, o una cama. No podemos entonces hacer otra cosa que con la mayor rapidez posible, esa que exige la cibernética actual, elaborar un bosquejo apresurado del que murió, e inmediatamente desarrollar un análisis, conclusiones, perspectivas, y recomendaciones sobre como proceder de ahora en adelante, todo basado en lo que en poco tiempo establecemos.
Estas veloces creaciones no pueden sino vivir dentro de nuestros esquemas e interpretaciones sobre el mundo que nos rodea, y por lo tanto, queramos reconocerlo o no, no tienen otra posibilidad mas que responder a una agenda personal. Nos apropiamos así, para beneficio de la promoción de nuestras ideas, sean estas loables o no, de la muerte ajena. No podemos atesorar la memoria de los eventos que compartimos con el difunto y que influenciaron nuestro ser, pues no lo conocimos. No se construye tradición del clan familiar, no hay continuidad, y por supuesto, no nos hacemos responsables de las viudas o los hijos que quedan, asegurando que cierta fidelidad al linaje especifico de pensamiento que el ahora fallecido luchó por hacer claro, se conserve y cultive. La muerte ajena es ahora mía, y la voy a usar como mejor me convenga. Allá otros que se ocupen de sus seres queridos. Y todo, pienso, como resultado de nuestro proceso de abandono de un ritual íntimo de entierro y la perdida sosegada del cementerio.
En esta realidad instantánea que desprecia el acto de tomarse su tiempo, se multiplica la mediocridad. La opinión rápida domina el paisaje, y todo el que tiene acceso a un teclado, o micrófono, apresuradamente se autoevalúa como poseedor de una sabiduría innata que piensa debe ser escuchada, aplaudida, compartida, y promovida. El abandono de la práctica de físicamente participar en el entierro de nuestros muertos, y aún así adjudicarnos el privilegio de ser parte de su funeral, no es mas que un signo, entre muchos otros, de las transformaciones que al presente sufre nuestro sentido de lo humano. Muchos cementerios antiguos todavía se preservan, mas estos quedan como monumentos al recuerdo de lo que fuimos, y tenemos poco oportunidad de volver a ser. Son reliquias históricas, aún puntos de encuentro, mas esta vez, para los turistas.
Los antiguos le atribuían a Pitágoras y a sus seguidores el introducir la idea de la reencarnación en la Grecia presocrática. Se sabía entonces que no era una idea original de estos. La tradición pone a Pitágoras a viajar por todo Egipto, Babilonia, Persia, y posiblemente hasta la India, lugares en donde aprendió todo este tipo de ideas, para luego introducir, en Samos y Crotona, su particular acercamiento a las matemáticas, y el rol central que estas jugaban en los mecanismos naturales. Ningún científico hoy en día tomaría en serio la idea de la reencarnación. Mas nuestra mentalidad moderna, esta que encuentra su base en la identificación de patrones y leyes, claramente responde a la herencia pitagoreana, la cual aún sin darnos cuenta, esta permeada por la idea de que la muerte no es mas que un proceso de transición entre una forma de existencia y otra. Nunca realmente morimos.
Entonces, si la muerte pública es la nueva realidad histórica que ha llegado para quedarse, corremos el riesgo, con nuestra manera frívola e irrespetuosa de tratarla, de retroceder hacia nuestra prehistoria, y con un breve toque de nudillos y hocico, anunciar la continuación de nuestro camino hacia la nueva, y a la vez primitiva meta, de simplemente saciar el hambre de los placeres inmediatos. La merma sería monumental, pues al desvincular el evento fúnebre de su lazos familiares, disolvemos también la implicación que tenía para estos el nombre y rostro de la persona que públicamente se anuncia muerta. Es entonces en la insistencia y recuperación de lo que el fenecido significó para sus seres cercanos, y los círculos en los cuales se movió e influenció, y en evitar usar las circunstancias de su muerte para exclusivamente adelantar la causa que creamos justa adelantar, que nuestra humanidad se rescata. Volveríamos de esta manera a enfocar la pérdida y regresaríamos a reconocer ese pedazo nuestro que se va con el difunto, esa memoria que es preciso continuar, esa humanidad que es en última instancia el principio de todo proyecto de paz y justicia.
Lista de imágenes:
1. Hayley Harrison, Death: A Self Portrait, 2013.
2. Luis De Jesús, Santa Muerte: A street vendor stands proudly next to a statute of the Santa Muerte or “saint death”. She is the patron saint of many in Mexico for specific types of blessing, in particular of individuals seeking a blessing or protection in the committal of an illegal act (theft, murder, etc.), 2010.
3. Bret Syfert, A mouse trap, 2013.
4. Susan Hardy Brown, Head Games.
5. Memento Mori, parte de la colección titulada Death: A Self-portrait, en el Welcome Collection de Londres.
6. The Richard Harris Collection, When Shall We Meet Again?, c.1900.
7. Marcos Raya, Untitled (family portrait: wedding), Collage: vintage photo with mixed media, 2005.