Para quien escribe lo terrible radica en la toma de decisiones. El titubeo ante las bifurcaciones, las esperas. En ese vaivén radica el vértigo que te lanza a la página y al tecleo loco a las tantas de la madrugada. Botellas y botellas heridas, un montón de princesas apagadas, todos los caminos conducen hacia la izquierda, Lezama dice Mi alma, no está en un cenicero.
La escritura de Bruno Soreno es duda alimentada de minúsculos juegos. Es un libro que parte de ráfagas referenciales. Es la escritura como recurso frenético, no por lo apresurado: se trata de llevar la creación más allá de la palabra y alterar así realidad y literatura, estructura y deconstrucción. Lo mejor de la literatura boricua siempre se ha manifestado en constante sublevación de modo y contenido. Soreno no se queda atrás, su caso es contra las formalidades. Toda lectura es un préstamo, insiste, y esa apropiación se da gracias a un ejercicio onomástico: nombrar es insuflar el sujeto u objeto con una fuerza vital; es también destinarlo a la muerte y al olvido. Animar lo inanimado es una proeza pero se deja uno un poco cada vez, vamos quedando en cada libro.
Bruno Soreno conoce como pocos la noche caribe, su sensualidad y su clima de terror, un terror enamorado, sus amaneceres, sus morros y sus desencantos. Cuando me encuentro ante un buen libro siempre pienso en los contras: puede decirse que el texto es el rant de un crío perdido en la biblioteca de su madre, a veces, y otras, un amante furibundo, ambiguo, tenaz y por lo tanto excesivo (este libro de Soreno es un exceso, un escándalo comparable con La muerte de mamá de Iván Silén).
Juan Carlos Quinones:
Are you an alcoholic?
Bruno Soreno:
I am not, but my character is.
Todos los nombres el nombre no cesa. Cuando parece haber tomado una idea el curso cambia y estas traslaciones son bruscas y sublimes. Lo importante es el momento de tranque y desligue, esos placeres breves e infernales, como si las historias estuviesen atadas con prisa y seguridad. Voz como pocas esta la de Soreno, que parece despertar de una larga meditación.
Se hundía fantasmal en sus noches luminosas (...)
ahora final y trágico, como de final de un cuento
o de una página, como un buque majestuoso y
derrotado se lanza al fondo de las aguas
a morir en el incómodo descanso de la oscuridad.
Bruno recurre a constantes notas y citas. No hay pretensión en el nombrar la cosmogonía de autores (Diderot, Deleuze, Cortázar, Vargas Llosa, Eltit, y un montón de etcéteras, que por ser etcéteras no dejan de ser significativos, pero en este libro pasan a ser performativos). De este comulgar se desprende la ficción como la búsqueda del desequilibrio. Juan Carlos Quinones o Bruno Soreno. No se llegará nunca a saber quién es quién y en verdad no importa. Pero a propósito del desequilibrio, me apetece aquí compartir un recuerdo alegre:
Carry your own weather
-Emeterio
Declaro el 2007 como The Lowest Point. Visité con frecuencia la República ese verano, lo que desencadenó en una serie de eventos determinantes para la mitología. Bueno los viajes: el primero fue directamente hacia Santiago de los Caballeros porque tenía allí una deuda pendiente y una mujer que prometía matarse, y también por supuesto, le debía una visita a Pastor de Moya. Pastor paró por un tiempo la cría de gallos y se puso a sembrar ajíes en una especie de invernadero… el asunto es que se dijo que el sembrar era una forma de escribir, Tu eres el único que me entiende Reyno, ven vamo a hablar Reyno, ven pa que veas… Llegué a Santiago en el vuelo de madrugada de JetBlue. Ónice me fue a recoger al aeropuerto y fuimos a darnos unos palos por el Monumento.
El lugar era una especie de terraza o marquesina con luces fosforescentes y muchas sombras a los lados. La iluminación se completaba con el verde destello de los freezers. Me di un shot de tequila y luego otro y por la tercera cerveza me sentí dentro de uno de los botelleros. Ónice me hablaba de un novio sueco y de Milán. De su vida en Europa. De que a veces le pegaba bien duro la nostalgia Santiago y se decía que iba a dejarlo todo, pero tiene una vida, un estilo en Europa y está estudiando y dando clases. Está todo muy lejos Rey, escribe tú de eso… de lo lejos que le queda todo al que se va y de los esfuerzos… nadie a escrito deso Rey. Ella estaba borracha y estaba llorando, desatado todo por discutir con la hermana, Cairiana… se sacaron unas cosas en cara y Cairiana puede ser muy manipuladora la cabrona.
Al día siguiente me dí un buen desayuno por la resaca y luego me atendí la corveja en una barbería estilo New York, allí pregunté cómo llegar al Supermercado Nacional creo, en donde hay un Centro Cuesta y una librería, por ahí me recogería Pastor. Paulo me llevaría, uno de los barberos que también era taxista, Porque no se puede viví namá de silla mi hermanao. Ya en la librería me dio tiempo a beberme un cortadito y a pedir otro para llevar, empecé a caminar por las estanterías, cosa que me da mucho placer. Claro, está el libro que uno se roba o compra y lee después y tal, pero lo mío con las librerías es la vaina de caminar entre los estantes, a veces uno hasta se sienta hojeando, asombrado. Lo de las librerías es para enamorarse. Encontré el anaquel de literatura Caribe y de inmediato el libro me llamó la atención: la carátula marrón claro, la foto de la portada que es una burla, un hombre ensacado a los 80's o sea Tarantino, Quentin, y en vez de cara la de un conejo. Wao, estos tipos son una jodienda me dije. El libro era la parte inquietante de un cómico rompecabezas que se formaba dentro de mí: un muchacho interesado por un tipo de literatura, que para estudiarla y acercarse a ella, se planteó la posibilidad de observar el fenómeno.
Lo primero que leí de Bruno Soreno está al final de Historias tremendas. Supe mucho después que esta colección de cuentos de Diego Deni Pedro Cabiya conmocionaba la cuentística boricua, que de por sí es bastante fundamental en nuestra literatura, si se toma en cuenta que José Luis González es tan dominicano como puertorriqueño, si se toma en cuenta que Juan Bosch es tan dominicano como puertoriqueño. Por lo tanto, este libro de Cabiya se inserta en una tradición literaria antillana de peso. Bueno, pero yo no intuía nada de eso mientras hojeaba el libro en aquella tarde santiaguera y pedía otro café porque Pastor no llegaba nunca, lo cual era bueno porque en realidad el libro me agarró bien fuerte. Tengo una costumbre: libro que agarro en librería, libro que empiezo a leer por atrás… será algo relacionado con el hecho de venir de una barriada, de un Parteatrás. Y pum, doy con el texto: Bruno Soreno tuvo la mala suerte de que pusieran en el fókin epílogo lo que él quería decir al principio, como advertencia: salvo un par de momentos brillantes, él no se había disfrutado el libro, y no de que, Mera, esto, a mí no me gustó viste, pero si tú lo quieres leer allá tú. Mete mano.
No.
Porque el hecho de que un libro sea malo
nunca ha sido pretexto para no comprarlo
y menos para no leerlo.
Por el contrario, las fantasiosidades y la liviandad
siempre han sido carnada sabrosa para las
piranas lectoras, sobre todo si vienen disfrazadas
de verdades perturbadoras.
Lo anterior no resta mérito al trabajo de Cabiya, por el contrario, los libros buenos lo son sí, porque están bien escritos, pero también por las discusiones que generan. Mis mejores lecturas han surgido tras airados altercados; luego repienso el autor, la propuesta, y leo quizás de una forma más humilde, que es la vaina más difícil de hacer cuando uno por la mitad ha tirado el libro contra la pared, como hacía Onetti con Cortázar, por lo bueno que era el cronopio según Morelli. Libros que permiten formarte un mapa personal de ti mismo, para que puedas bregar contigo misma, con tus dramas y tus miedos, tu esplendorosa desnudez, el camino de tu aguacero.
El libro de Cabiya tiene momentos tremendos, como promete el título. Pero mi cuento más querido, por muchas razones, es el que da cierre a la antología: Historia verosímil de la noche tropical. Se dice allí que el protagonista de la historia, el mismo Bruno en carne y relámpago, jugaba billar con un albino llamado Cordero. En eso aparecen dos jevas, transan el ciego (ah sí, porque Cordero es ciego) y el borracho con las mujeres y terminan en un Datsun repleto de nenes y allí reviven la leyenda urbana que es Puerto Rico en los noventas, Puerto Rico como yo lo recordaba de cuando venía a jugar pelota a Ponce y Aguadilla, el Puerto Rico de los salseros Miami Vice, el drama de los concursos de belleza, Vico C, el Vocero y media libra de pan sobao, caliente, con mucha mantequilla. Bueno, hasta ese momento, y ya yo estaba entrado en los veintes, salvo Manuel Ramos Otero y Luis Rafael Sánchez, no había leído nada boricua que me trajera esos olores. Y debo aclarar que no era por falta de un ejercicio: la limitación de literatura boricua en los estantes dominicanos es colosal, o sea que la oferta se reducía al préstamo y al intercambio y ya se sabe que la única persona más pendeja que la que presta un libro es aquella que lo devuelve.
Cómo me trajo Cabiya esos olores, con ese estilo y esa lengua, contando que Soreno y Cordero, en una escena bien surreal, llegan hasta unos condominios con las mujeres y atestiguan una trifulca con una dominicana en silla de ruedas, inválida porque las piernas se las había ñampeado un tiburón en el Canal de la Mona. Já, me dije de una vez, Estos tipos están cabrones. Ahí aprendí que podía uno reírse de uno mismo, no en el sentido tengo un montón de barros en la cara o soy enano de a mentiras pero enano, no, es reírse un poco también de la desgracia de ser dominicano, caribeño en fin. El arquetipo de tour y bachata, las piñas coladas y las ballenas jorobadas. Yo tenía un par de cosas para decir y la escritura, como me la estaba planteando la tradición literaria-carta de ruta, no me daba los códigos que el sistema me estaba pidiendo, o me los estaba dando pero yo no los sentía. Fíjate, no es nada más hablar del Atari 2600, del furor merenguero y de los viajes de las tías a Panamá y a Curazao y a Jamaica Plains.
Me sé hijo de un tiempo de desolaciones causadas por la firma del tratado con el FMI en los ochentas, de Richard Nixon… yo quería hablar de eso pero me ponía tan serio, serio como el abuelo frente al televisor esperando escuchar la verdad desde un programa llamado Aeromundo en donde los muebles estaban forrados con un plástico duro, como en nuestra misma casa, y el anfritrión Guillermo Gómez con un bigote que también daba calor. Quería hablar de esas cosas que supuestamente eran serias y reírme de ellas. Y ahí estaban estos tipos Soreno y Cabiya, hablando de la alta tasa de abuso infantil, de lo triste que estábamos en el Caribe, de los vicios, en total contradicción con los mejores ministerios de Turismo desde la Habana hasta San Pedro de Macorís hasta Cabo Rojo.
Los dominicanos padecemos de un síndrome que nos fuerza a consumir nuestros dioses sin dejarlos añejar lo suficiente. Todo quiere ser tan solemne que se atasca y a veces para cuestionar duramente, es menester ser capaz de bufearse uno mismo.
Pero cuidado, la escritura de estos tipos va más allá del mero bufeo.
En fin, sé que el viaje a Santiago terminó con aquella mujer botándome como un perro, lo que me dio para emborracharme en una barra que queda justo al lado del centro cultural La 37 por las tablas. Allí había un muchacho cantando canciones de Pedro Guerra, Maelo y Robi Draco como para joderse. El ron que no pude beberme me lo unté, y le prometí a una gorda que iba a casarme con ella. ¿La moraleja? Nunca subestimes el poder de la chica menos linda. Never. Because she can make your night or your life.
Bruno Soreno se llama
Juan Carlos Quiñones. Pudo
haber quemado su libro, pero
no lo hizo.
-Rebollo Gil
Los nombres son todos porque esta escritura, consciente del fracaso, apuesta a acabarlo todo y termina liberándose de sí misma. Es la mirada de reojo en el espejo Ramos Otero y Luis Rafael, dos voces que se aúnan excluyéndose. Apuesto al Juan Carlos Quiñones reflejado en Bruno Soreno, al ejercicio de zarandear y contemplar el lenguaje con energía. Para hablar del encierro de sal que es la isla, Soreno practica y predica la libertad de la forma.
He detectado el golpe seco de los desiertos
y el hielo de las antípodas en la piel
la mía, el hielo, el de Encerrado.
He detectado el fuego.
He provocado el fuego.
He sido el fuego.
Demostraciones constantes de amor y odio. El cinismo de ser también lo que se nombra. La negación sin compromiso. Este escribir es el testamento del hombre que huye. El hombre huye todo el tiempo. No busca alejarse de la mediocridad y el tercermundismo de una isla que se hunde. Huye de sí. Para llevar la contraria, nombra en la huida y no en la llegada, niega las versiones del Génesis y todo lo que ello implica, así niega también los cronistas españoles y su referente alterado. Para la versión de Bruno, nombrar es sinónimo de vida y muerte, de la apropiación llevada a su extremo lógico. Soreno nombra para sentir, no para registrar. Es sentir las lecturas y dejarlas morir al instante. De inmediato el turno pasa al lector, quien las revive a su manera.
Háganme por favor, un lenguaje
en el que yo pueda hablar.
Diséñenme un abecedario que
me permita escribir sin tener que escribir.
Un lenguaje que me permita escribir
las jaulas que confinen el texto…
Un código en el que tú no existas.
Leo a Soreno como escritor y pienso en la fuerza subterránea que palpita en los intentos. Beckett, Fracasa. Fracasa otra vez, fracasa mejor. Mientras ordenaba los textos que se convertirían en Amoricidio, me sentía atrapado en decisiones a las que obviamente les estaba dando mucho más importancia que la debida. Así, con ese revolú en la cabeza, llegué a La Habana un diciembre remojado. Fue Senel Paz quien me recetó: Acere, el asunto está en tomar decisiones, cortar por lo sano, mirar las cosas por el lado raro… mientras más raro el ángulo, más loca la solución. Ni mal ni bien, no he vuelto a escribir igual. Guardo aquel consejo como un gran momento. En esa galería de momentos se afinca Bruno, quien había entrado hace tiempo ya, cuando todavía éramos extraños. Puedo ahora decir, después de haberme dado de cantazos contra las ventanas, que lo conozco menos, y qué bueno, qué bueno leer de a retazos, con el compromiso único del goce, sin presiones emocionales, con la madurez del que muerde el fracaso. Bruno Soreno, recordándome con cada cita robada, con cada traducción apropiada, con cada rasgo boricua, que el símbolo no es el nombre, sino la madera que lo habita.
Lista de imágenes:
1. Andre Keretsz, de "On Reading", Buenos Aires, 10 de julio de 1962.
2. Andre Keretsz, de "On Reading".
3. Andre Keretsz, de "On Reading", Nueva York, 1969.
4. Andre Keretsz, de "On Reading", Nueva York, 1969.
5. Andre Keretsz, de "On Reading".
6. Andre Keretsz, de "On Reading", 1971.
7. Andre Keretsz, de "On Reading".
8. Andre Keretsz, de "On Reading", Nueva York, 1963.
9. Andre Keretsz, de "On Reading".