-Cuadernos de notas
I
Empecé a leer con malicia como a los trece. Nunca fui estudiante excelente. No es que fuese mediocre ya que saqué buenas notas siempre y terminé la secundaria tempranísimo. Considero que fui más bien práctico y pocas materias atrapaban mi atención. La escuela como tal no me apasionaba. Fuera del álgebra y la geografía todo era bien mecánico y tedioso. Los libros, por otro lado, llamaron mi atención siempre; primero como objeto, luego como palabra. Gusto por los libros, no por la Literatura, léase, la forma en que nos organizaban las lecturas.
No es que ahora me arrepienta del todo, ya que en esa ruta hay paradas memorables… dígase Sor Juana, por ejemplo: en tercero la profesora Leda, de historia, me regaló aquella copia de Primero sueño. Con una profesora de nombre Pura Reinoso leímos a Prestol Castillo, Manuel Rueda, Hilma Contreras y Salomé. Sor Fredesvinda, al cuarto año, nos llevó hasta la Universidad Pedro Henríquez Ureña Campus Dos para escuchar una conferencia sobre Borges. Se había pasado este hombre la vida entre libros y casi al final rogó perdón porque no supo ser feliz.
Quedé prendado: la literatura era un viaje para sentirse. Y yo, era un adolescente con muchas dudas, preso bajo la batuta del machete y el deseo. La literatura era escapar de Villa Duarte y sobre todo de la familia. Esto último gracias a una máxima de Adriano, quien sentenció que el lugar idóneo es aquel alejado del drama familiar.
II
Terminar la secundaria se tradujo en un ticket para dejar el hogar. Tenía esa idea romántica de alquilar una habitación de pensión en el Ensanche Ozama o la Zona Colonial y ponerme a escribir, pero la calle pudo siempre más. Tomé los exámenes para la Academia Naval y aprobé; duré un año y fue un fracaso. De ahí me tiré a Curazao en una aventura familiar y comerciante pero me deculé. Regresé a Erredé bien roto y un tanto desilusionado porque tuve que volver a Villa Duarte y se me hizo imposible esconder que estaba arrastrando el bate.
Dije que leía para llenar unas inseguridades, como forma de evasión, para tener con qué escuchar las tertulias que me tiraba en el Conde los sábados de trinitarias flameando y cubalibres. Hubo una juventú de guitarras y jeans que no extraño, por lo tanto, que no se malinterprete el que me detenga en estos pretéritos, ya que para recrear cómo llegó Adriano a mis manos tengo que ponernos en la Zona, en El Malecón, frente a Montesinos, bebiendo cerveza ceniza al calor de las parrilladas de mariscos y mofongo.
AM y yo estuvimos hablando de paradigmas. Me dijo camina y pasamos del cerveceo al café. Caminamos hasta La Cafetera y luego de pedir una libra del tostado preguntó al dependiente, como el que pide una mano de plátanos, Tipo ¿te quedan Adrianos?
III
Al libro le entré con timba. Escribí en los márgenes. Me hice de un diccionario. De otro. De una historia de las civilizaciones. De los fascinantes libros de historia que descubrí en el baúl de mi padre tantos años después. Las Memorias anduvieron conmigo verano arriba playa abajo. Conmigo hasta los regresos no al Curazao Wendolina sino Curazao constatación de la derrota. Curazao tan triste y asqueroso y reseco como Santo Domingo. Fue J., una novia que me visitó aquel verano, que dijo: “Ciertamente esta isla es como un Los Minas más grande”.
Los Minas es un barrio con mucha fuerza, un peso prieto pesado, morenaje lastimado en el costado cual Cristo de Portobelo. Sí. El mismísimo Cristo negro de Ismael Rivera.
IV
Memorias de Adriano es la reflexión de un gran ser humano ante el momento último e infranqueable. La descripción del decaimiento físico [una palabra deslumbrando: hidropesía] bellamente revelado, tiene la misma voluptuosidad [vocablo segundo] que las interacciones con Plotina y Antinó. Digo interacciones cuando en verdá debo hablar de la brega con el deseo. He mencionado antes en un comentario a la obra de Aída Cartagena Portalatín, que Adriano construye un abecedario del deseo para querer a Antinó. Pocas veces ha sido un hombre tan bien querido y descrito por otro. ¿Comparaciones? Una relectura de Adriano me cogió en San Juan Puerto Rico; desde allí pude alinear a Yourcenar con la escritura de otro grande: el Manuel Ramos Otero que (de)construye amantes entre viajes a Nueva York, a Italia, a Borinquen la bella...
Memorias de Adriano: esta voz del prohombre en el ocaso es también un texto esperanzador. Lo explica Yourcenar en sus conversaciones con Matthieu Galey, “Pero en el tiempo que escribía Memorias de Adriano se podían tener esperanzas, por un período muy corto, en esa euforia que sigue al concluir las guerras”. Esa esperanza tiene que ver con el ser en el cumplimiento de su destino en el tiempo. Para Adriano, la experiencia que deviene tras el paso de años es necesaria. Estamos frente al organizador del destino de una civilización y a la vez, se asiste a la intimidad de la madurez; el ser atrapado por, en el tiempo. Pero lo anterior no es condena: Adriano se contenta en este acoso del tiempo, es el fuego en el que quiere arder y aprehender y aprovecha la mirada larga para regresar al mundo de las formas y los sentidos. “Cada piedra era la extraña concreción de una voluntad, de un recuerdo, a veces de un desafío. Cada edificio era el plano de un sueño.”
La (de)construcción Yourcenar me impactó tanto que decidí no buscar libros de ella. Dejé que los textos me encontraran. Así cayó en mis manos Con los ojos abiertos, las entrevistas que Matthieu Galey hiciera a la escritora. Si hay que hablar de marcar vidas o hacer rayas en la arena, debo ser justo entonces y decir que fue la elaboración del personaje Marguerite Yourcenar, a partir de estas conversas, lo que me hizo acariciar aquella tarde cervecera que ahora, hundido como todo aficionado en la nostalgia, rememoro con el mínimo de pudor.
V
El epígrafe que autoriza esta nota va copiado a puño y letra en mi manoseada edición de Con los ojos; lleva fecha de octubre del 1996. Sin inocencia busco algún recibo de compra o alguna nota que me haga regresar a las cosas que hice hace más de diez años. Y Caigo. De nuevo hacia el muchacho de sendas ganas que sospecha existen extremos y los tienta por bocagrande, porque la vida acorta. Apremié las consideraciones teóricas del emperador moribundo. No las seguí al pie pero sospeché [la sospecha: el peso de una puñalada] que regresaría siempre a ellas. Ya no como el chico abortado del paraíso de la adolescencia, arrojado con saña hacia [sabiduría de Onetti] el asqueroso mundo de los adultos, sino como el aprendiz que a tientas busca en los proverbios de la religión más íntima, el sosiego de la palabra, el viceversa y adiós.
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