Baltasar y la nada

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Una reflexión sobre "La renuncia del héroe Baltasar" de Edgardo Rodríguez Juliá.

El conflicto presentado es el siguiente: Baltasar Montañez, hijo de un líder de la resistencia negra, se niega a ser convertido en símbolo de una supuesta convivencia entre los representantes de la Corona Española y la negrada puertorriqueña. El año es el 1753 y la propuesta del Obispo Larra, máxima autoridad del prelado, es casar al negro Montañez con la hija del Secretario de Gobierno, General Prats. “Significa ello que este desclasado, este intruso tendría que renunciar a su negritud, a la cultura de los barracones […] y asumir todas las fórmulas sociales, culturales y religiosas de la ‘buena sociedad’ blanca del Puerto Rico colonial del siglo XVIII”. Se entiende que esta transacción fortalece las diferencias ya existentes en una colonia dominada en número por negros y mulatos.

Los acontecimientos son propuestos desde una voz narrativa investida por la autoridad que concede el intelecto. El conferenciante justifica su disertación asegurando “que en la historia encontramos figuras de muy bajo relieve que, en cambio, tienen una gran profundidad humana […] Baltasar Montañez es una de estas figuras”. Las alocuciones del conferenciante se mezclan con citas tomadas de la obra del escritor Alejandro Juliá Marín y los documentos epistolares de Larra y el mismo Baltasar.

El primer inconveniente que encuentra el plan del obispo es la renuencia del padre de la niña Josefina. Esto se pretende resolver arrestando al Secretario de Gobierno, lo cual no da resultado y aumenta las hostilidades; el obispo “era acusado del más impío maquiavelismo, calificado de traidor a su raza y su religión”. Un rasgo a destacar en esta novela es la elegancia de las imágenes y el correcto uso de los adjetivos.

Las primeras descripciones de la celebración nupcial presentan el exceso de la negrada al sonido de los tambores ante una población blanca intimidada por la barbarie afrocaribe. Larra reitera su poder ordenando el permanente encarcelamiento del padre de la novia y nombrando al moreno recién casado en el puesto del suegro. Se enfatiza que el interés del obispo es anestesiar el nervio rebelde de una población negra harta de la esclavitud, consciente de su mayoría en número y alerta ante otros levantamientos en el Caribe. 

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Luego de establecidas las intenciones, la novela se concentra en la demostración de fuerzas entre Larra y Baltasar. El obispo, cual Dr. Frankenstein, se confiesa intimidado ante su creación. Es verdad que Montañez se rebela, pero donde el negro supera las expectativas es en su decisión. Baltasar apuesta a él. No quiere saber nada de la negrada. Es entonces cuando se presenta el problema para la seguridad de los blancos. Si Baltasar no acepta el cargo de la gobernación, todo el chantaje de la integración racial queda expuesto. Arranca la matanza de los inocentes. 

Alejandro Juliá Marín repite vívidamente los sucesos; descripciones plásticas en donde Baltasar se entrega a los placeres del bajofondo e involucra al resto de los personajes. Rebaja categorías, seduce de forma cínica. Así lo va transformando la investigación del conferenciante; de un negro que tuvo la oportunidad de repetirse en las hazañas del padre, Baltasar reniega la negritud. Es un hombre universal, de ideario póstumo, ya que su propuesta tiene que ver con el mañana terrible que se avecina: el Apocalipsis.

Lo interesante es la proyección de Baltasar, quien no va a perpetuarse como el héroe que se espera de él, sino que va a reinventarse en un mito que supera la pretendida sensatez de lo católico romano y la extrañeza de las tradiciones africanas. El producto Baltasar que reniega el obispo es el que busca su verdad afincado en la teoría de que cualquier dios dispuesto a la creación yerra, ya que lo fundamental es la nada perfecta, o sea, lo que estuvo antes. Octavio Paz entiende que el momento inmediato antes del Génesis es el más sublime.

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Para Baltasar, el hombre es un error y su contribución a la búsqueda de un orden es la matanza de los blancos, porque con esa fiesta de sangre y hoguera la raza negra confirma el miedo del colonizador, afirmando la idea de salvajes que de ellos se tiene. Los dos bandos pierden. Es esta la proeza de Baltasar, la verdadera sublevación:

Y ahora grito que yo me alzo como aquel que se llamó Prometeo, y renuncio a los humanos deseos y añoranzas, y por ello, que es renuncia a mi deleznable humanidad, recobro el signo perdido de la piedad luciferina: ¡destruid! ¡destruid! ¡destruid!

El obispo no quiere comprender y repele los postulados con fiereza, aunque se destaca que su retórica cristiana resulta chata ante la filosofía del moreno.

Hacia el final, la novela consigue uno de sus mejores momentos cuando se trata el asunto culinario. Para convencer a Baltasar, Larra recurre a tentaciones; la segunda de ellas se refiere a los “manjares de la mesa”. Aquí se describen, coloridas, las diferentes colaciones, vegetales, frutas, bebidas y narcóticos. Un apartado escrito con muy buen gusto. Este nivel de discurso no decae, ya que el texto culmina con la pluma de Alejandro Juliá Marin, voz que provee a quien escribe del tono necesario para conseguir una prosa lírica fortalecida en sutilezas que otorgan vivacidad al texto.

En verdad terminé la novela exaltado; el final es a la vez exabrupto y exquisitez. Este texto de Rodríguez Juliá prefigura el interés por el asunto racial y sus escisiones en la sociedad, un interés que encuentra sentido en textos como El entierro de Cortijo o las crónicas de Caribeños.

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