El hambre es un puño detrás de la garganta. No soy diferente a la masa que se empuja en los autobuses. Esta humedad cielo sucio no puede ser el nombre de la buena estación. Quizás es verano en mi cuerpo arrasado por la fiebre o en la brújula rota. Como siempre, quince minutos tarde subo al tren línea rosa, Clark & Lake hasta la 18th. La batalla de mi cuerpo mordido, las repeticiones, un deseo de silencio. Pero no. Pilsen es una tarde nublada en donde ni siquiera llueve. La cita es más allá, pero perdido como siempre me encuentro a Tasilia por entre los cristales de un café. Está con un tipo al que el pelo en bucles crespos le acaricia la nuca. Tengo que tocar el vidrio con el puño cerrado para que me haga caso. Me ignora y hace bien.
Supongo que la he cogido mal puesta, ya que el Museo –el lugar de la cita– está diametralmente opuesto. A la jeva no le queda de otra y acepta que soy yo, afuera, con ciento y pico de fiebre, dejándome mojar por un aguacero que debió ser mayo. Entro a lo inevitable, pero gracias sean dadas ella no me ignora. Me presenta al tipo, quien tiene más chulería que un gasho. Antes de que me sirvan un café negro [el mejor remedio para aplacar la tripa desolada] me entero de que es poeta. Tasilia lo mira con ojos de brillantina y no la culpo, es muy joven, para enamorarla uno tiene que mencionar que tiene una banda de punk o hip hop o que hace graffiti o que pinta o que hace Spokenword. El hambre y el silencio. Me quemo la lengua para decir que vamos a llegar tarde a la presentación del libro de fulano en el Museo. Mister Jodienda dice que las presentaciones de libros se asemejan cada vez más a los velorios, poquísima gente y un aura de tristeza alrededor del autor.
Tasalia está de acuerdo con el poeta, quien está muy a favor de los libros electrónicos y sin que se lo pidan saca su Kindle y desde ahí recita. Tiene buena voz, pero el poema es ordinario. Nadie me pregunta qué pienso y salimos a la llovizna. El poeta se anima a acompañarnos porque Tasalia mencionó que el Museo tiene una expo de fotografía lo más interesante y que además sirven tamales en los eventos. Camino tras ellos con las manos rotas en los bolsillos, loco por sentarme en un parque o dormir tres días, pero si en el Museo hay comida tengo que ir, no tengo otra opción.
Tanto nos advirtieron de la debacle y henos aquí, quienes despreciábamos el hambre ahora vivimos aferrados a ella aunque no exista una manera de lidiar con la precariedad de la carne allegada al hueso. Somos tan distintos, medito, esperando por una luz que nos permita cruzar la avenida navegada por gente obesa que necesita vehículos inmensos. Comer mucho y sin piedad, sin organización de grasas y sabores. Tasalia y el poeta se toman un break para besarse. Quiero fumarme un cigarillo o un pendejo. Se quieren tantas cosas.
Llegamos cuando ya la lectura ha pasado. Hay poca gente como se esperaba así que sobran tamales. Tasalia y el poeta los prefieren de pollo y queso con rajas. Cuando llega mi turno una mujer me habla. Sorpresa. Hace mucho nadie me detiene si no es para pedirme dinero. Admito que sí, soy yo el actor y eso. Como no puedo hablar comiendo cedo el turno; habla de una obra en la que no he actuado. Así me doy cuenta de que está equivocada de hombre o de evento. Llega el punto en que dejo de mirar la mesa de la comida. La ansiedad se me filtra, pero voy manejándome como puedo. Las bocas a mi lado, masticando.
Ya satisfechos, Tasalia y el poeta se besan alrededor de las fotografías: La gran familia mexicana en Chicago. Para cuando la mujer termina de hablar quedan solo tamales de cerdo y presiento el terremoto en el vientre. Temblores, pero trago en seco. Tasalia se despide de mí batiendo un brazo de abanico. El poeta, sutil, desliza una mano por la espalda baja hasta llegarle a lo mejor de sus veinte años.
Poco antes del breakdown logro salvarme. Para algo han servido estos años de entrenamiento en la pobreza. Los mexicanos en las fotografías tienen poco o nada que ver con los que transmiten Telemundo o la desgracia programada Univisión. Cuando SR cantó revoltijo con trapo y lentejuela no imaginó qué tan coherente era la sentencia. Me escurro entre los comensales y me lanzo a las calles de Pilsen a preguntar qué bala tiene mi nombre. El hambre es un ancla.
En Chicago, verano 2011