El viejo don José me llamaba “Alemán”. A los cinco años yo ni sabía quiénes eran los alemanes, luego supe que el apodo era la manera que usaba el noble handyman de la familia para expresar cariñosamente la diferencia física entre él y yo. Me pudo haber dicho enano, pero él prefirió “Alemán”. A esa edad no había conciencia de privilegio alguno, ni sentía que el viejo se mofaba de mi estampa, ni pensaba yo que tenía que ripostarle con alguna ocurrencia, mucho menos un sobrenombre cruel.
Al tiempo otras personas me espetaron apodos menos cariñosos: “albino”, “pote de leche”, “mazorca de maíz”, pero ya no había la intención de incluirme en el chiste, se había perdido la inocencia del juego, la diferencia era ahora materia prima para la burla.
Supongo, por la edad de don José, que en alguna película de la segunda guerra mundial habría visto alemanes malvados y rubios, casi albinos. Ya para entonces sabía que los alemanes eran rubios y mala leche. Yo era rubio, ¿me tocaba ser mala leche?
Esa pequeña memoria de la infancia del suburbio, que contó con la proximidad a un barrio, Cepero, en sitio desde mucho antes de que llegara el cemento a arropar las que fueran fincas de algún cultivo, y que ahora quedaba arrinconado por el crecimiento de Río Piedras, representa un asunto que experimentaría cotidianamente, y es que aquí se me asume extranjero, todo el tiempo, todos los días.
Lo de alemán era una referencia anacrónica que manejaba el viejo José. Nadie en la vida ha vuelto a llamarme alemán, lo común ha sido que me asuman “americano”, y con esa identidad postiza que me imponen sin preguntar, he sido expuesto lo mismo al peor servilismo boricua que al empujón desafiante del que se desquita en la calle por lo que no ha podido resolver en el foro político. Así es como he visto a Puerto Rico como se le muestra a un “americano”, y confieso que no es un panorama encantador.
Me tomo un riesgo aquí, lo sé. Descubrir la raza es también descubrir el racismo. Intentar describir con mis convicciones de hoy mi pasado personal, según lo recuerdo, es un ejercicio peligroso. Intento retratar mi descubrimiento de la diferencia, que implicó un desfase entre las expectativas de raza, género y clase. Eso me dejó ver el horror del privilegio, no por tener acceso a él, sino porque insistían en asumir que lo tenía. Me colocaron frente a esa ventana, no me coloqué yo y tampoco la compuse. De otra parte, carecer de rasgos evidentes del mestizaje te hace sospechoso. Es, por así decirlo, una forma de queerness, sobretodo cuando no estás instalado en los segmentos de clase donde la blancura es parte del uniforme.
Creo que es pertinente hablar desde ese punto de vista, y creo que tengo derecho a narrar el mundo que me narraron; yo no escogí la narrativa, me la impusieron. Y es así como los detalles se vuelven problemáticos, su escrutinio, impostergable. Decir lo que quiero decir sin que mi libertad trastoque la del otro, he ahí la naturaleza del riesgo.
Deambulantes me dicen “sir” de un tiempo para acá, a veces a coro. Ayer mismo en Walgreens de Condado me saludaron dos, que como esfinges custodiaban la entrada al templo farmacológico. Parecían versiones más jóvenes del negro don José, y me acordé que la primera vez que escuché del problema de las drogas —“Cepero se está dañando, tenga cuidado cuando camine al colmado”— fue de la boca de José, pienso que entre el 1973 y 1974. La droga se me fijó en la mente infantil como un asunto de barriada. En las urbanizaciones se manejaba libremente el alcohol, eso también lo aprendí a edad temprana.
La piel fijaba a uno geográficamente, pensaba. Cepero era más oscuro, Villa Andalucía más claro. La racialidad que se vive de niño tiene menos matices, aunque mis amigos de Ponce me dicen que las abuelas allá se encargaban de inculcarlos desde bien temprano. Yo sabía que José era negro, y que yo era rubio, pero no tenía claro el asunto de la mezcla; digamos que se le hacía invisible al ojo del niño. Sí reconocía la relación entre raza y clase, era imposible evadirla, estaba gravada en el territorio.
Pero no a todos le decían “americano”, ni siquiera a mi hermana, o a mis padres. Hoy, que camino solo, experimento carros que se paran para darme paso cuando antes se lo negaron a uno percibido como boricua; en la caja me preguntan en inglés si encontré todo lo que buscaba, me sonríen para luego preguntar que cómo encuentro la Isla (“bastante jodía”, contesto en silencio), que si estoy disfrutando mi estancia (“trato”). Yo casi siempre sonrío de vuelta sin decir nada, qué voy a decir. Antes hacía todo un recuento genealógico de los Rodríguez de Cidra y los Casellas de Manatí (los de Utuado son otra familia, se insistía en mi casa, y ahora con la famita que ha cogido el apellido más todavía). Hoy prefiero no hacerlo, pues en respuesta tiene uno que escuchar toda la monserga racista de que en esos pueblos del centro la gente es rubia, “colorá, como tú”. Es una conversación donde se permite más intimidad y alusión a características personales de lo que puedo manejar.
Lo de colorao me ha sacado del renglón americano para relocalizarme en Irlanda, cosa que experimenté en Londres, veinte años atrás, cuando un guardia de aduanas insistía en que mi voz, nombre y nacionalidad no cuadraban, que el pasaporte era falso, para luego proceder a hablarme en una lengua extraña, es decir, había sospecha razonable de que podía ser un “terrorista” irlandés. Un mal rato similar lo pasé en el Logan Airport de Boston hace siete años, y es que buscaban un narcotraficante colombiano llamado Miguel Rodríguez, razón por la cual tenían que someterme al protocolo de las cuatro “eses” de American Airlines, y el agente, lo más tranquilo me decía, “sigue hablando, que me resulta cómico, pues tú pareces más irlandés que yo pero suenas a Speedy González”.
Alguien pensaría que el mundo se abre a tus pies cuando luces anglosajón en tierra de pieles oscuras, y digo que no necesariamente, que el asunto es mas complejo, que el prejuicio victimiza de sutiles maneras y en más de una dirección, que de niño te expones al racismo a la inversa sin siquiera saber qué es el racismo al derecho. Al varón más blanquito, si para colmo es bajito, se le asume delicado, y ya sabemos que eso abre las puertas para otra familia de epítetos y ataques de género. Es cierto que se te asume ser líder natural cuando se te percibe blanco, aunque tu instinto boricua sea mandar a todo el mundo para el carajo en gesto para nada presidencial, que era más la naturaleza de mi afinidad al poder con lo idiota que me iba pareciendo el figureo social puertorriqueño y la incapacidad de decir lo que se piensa en la cara.
Ser rubio implicaba que algunos sectores dominantes te percibieran como si fueras uno de ellos, y así escuché a voces del privilegio montarse en viajes supremacistas, asumiendo que uno es parte del consenso. Otras veces la diferencia racial te hacía receptáculo de todo tipo de resentimientos, que puedo comprender solidariamente. El resentimiento más problemático me lo dispara gente que odia a los americanos, los invasores, que es un ángulo de la boricuacidad que me toca ver a menudo también, pues no todo es “good morning, sir” al abrirme la puerta.
Que boricuas odien a los americanos a partir de generalizaciones insostenibles es algo que ya me resulta ofensivo, aceptando que en algún momento en mi juventud albergué resentimientos racistas contra el yanqui. Asumo la ironía de sentirme así con esta pinta. Fue todo un proceso de aprendizaje verme en la posición del sujeto odiado, sentir en carne propia la irracionalidad del odio racista, venga de donde venga.
Irónico también resulta el que me pueda identificar con los relatos de inmigrantes puertorriqueños, que eran los raros en el salón de clases del norte. A mí no me tocó janguear con gente de mi apariencia, yo estudié en ambientes racial y socialmente diversos, cosa que hoy valoro, pero que no borra lo que cada cual decide adjudicarme por mi percibido origen, y repito, “percibido”. Quizás la pulsión de escribir, y antes el escenario, viene de reconocer una diferencia que se te impone desde afuera, y que en respuesta desarrollas la urgencia de explicarte, dejar ver quién eres, aclarar el error de percepción, romper el silencio que adjudica y asume sin saber qué hay detrás de la piel, de dónde vienes.
El pelo fue lo primero que se fue. Entonces sólo quedaría la piel para levantar sospechas de extranjerías. Hoy la diferencia se complementa con el vestir, que lo mismo puede darme una distinción no solicitada — una extranjeridad aún más exótica que la americana — que traer la temida identidad del americano “white trash”, si es que ese día ando a lo Jeff Bridges en “The Big Lebowski”. En todo caso, ese mundo de miradas que no se auto-inhiben, de asumidas conclusiones a partir de adjudicar cosmovisiones a la apariencia, ha sido mi experiencia viviendo en Puerto Rico. Y desde ahí puedo entender mejor las quejas de las mujeres, cuyo transitar diario a través de un bosque de miradas interrogadoras, y a veces imprudentes, son alfileres que pinchan la confianza, y más aquí, donde la intromisión curiosa no tiene límites.
En Holanda, país en el que viví unos años, era finlandés o sueco; “por la estatura”, me decían, y “por la redondez de nariz y rostro”, pues no es sólo aquí donde inspeccionan el cuerpo para ubicarte. Allí pasaba desapercibido, y en medio de ese silencio pude empezar a escribir tranquilo, cartas, nada muy serio. A lo que voy es que en ese dejar de mirarme y adjudicar, pude dedicarme a mirar y adjudicar, con o sin sentencia, con o sin prejuicios.
En Estados Unidos, donde pensaría uno que podría, por fin, ser el americano del cuento, nunca me he sentido a gusto. Ni siquiera hoy. Algunos nichos se me han hecho más atractivos que otros, recuerdo a Seattle, por ejemplo, donde me tocó comer en un restaurante “portorriqueño” con la comida cocinada y servida por jóvenes blancos y rubios; el dueño boricua estaba ausente, disfrutando el día, dejando que sus empleados atendieran el negocio. Me trataron bien, y yo a ellos, aunque no niego la risa que me causaba escucharlos hablar de “toss-toe-ness”. Seattle, a pesar de su homogeneidad racial, me pareció un sitio mucho más afín a la diferencia que el triángulo de Hato Rey-Santurce-Condado en el que hoy me desenvuelvo.
Para bien o para mal, ya no es la piel la que me mete en problemas, es, si acaso, la expresión, porque si hay algo a lo que se le teme en Puerto Rico es a ponerle palabras a las cosas. Mirarte raro lo hace cualquiera, sin pudor o compromiso; así me miran a diario. Decir lo que piensan es, contrariamente, un milagro.
Tan pronto termine esta breve pieza, caminaré a Condado. Me clavarán la vista, y en la mente se quedarán pensando: “este año los gringos llegaron temprano”.
Qué mucho se asume del americano. Y qué mucho le dejamos asumir de nosotros. Lo digo porque he estado en esos ojos que despersonalizan, desuellan, reducen a piel y pelo.
Lista de imágenes:
1. Russell Lee, Sin título, 1949.
2. Gordon Parks, Sin título, 1950.
3. Fotógrafx desconocidx, Haredim: No Women Allowed, 2012.
4. Fotógrafx desconocidx, Segregation Ad in the Arkansas Democrat Newspaper: Life Collection, 1959.
5. Fotógrafx desconocidx, Segrega Zoo in Memphis: Life Collection, 1957.
6. Allan Levine, The Unwanted, 1930-40.
7. Fotógrafx desconocidx, Apartheid in South Africa: Beware of Natives, 1958.