Un importante bastión del pensamiento liberal en Estados Unidos defiende la necesidad de un gobierno capaz de resistir los poderes corporativos que intentan controlarlo, y que hoy cuentan con el aval de una Corte Suprema de clara orientación conservadora. Las quejas contra los gobiernos ineficientes, a favor de una cultura corporativa cuyas virtudes recibían más atención mediática que sus defectos, llevó en el pasado a la popularidad de posturas neoliberales, vestidas de cierto aura de sentido común, como son la rutinaria reducción del alcance gestor del gobierno y la privatización de servicios; o incluso libertarias, como es la renovación del escepticismo contra el Estado que quiere ‘meterse en tu vida’.
Hoy estas quejas han perdido audiencia tras los abusos de la desregulación bancaria y el rol rehabilitador que tuvo que asumir el Estado. Crece, en todo caso, una audiencia que renueva la fe en la esfera gubernamental, destacando las áreas de éxito que nadie, salvo el gobierno, podría atender mejor, como son la protección del ambiente, el acceso a la salud e incluso la educación, con énfasis en la importancia de la universidad pública frente a los altos costos de su contraparte privada.
A lo largo de doscientos años de conversación en torno al capital y la función del Estado moderno, ha habido pensadores que se colocan en un centrismo conveniente, apertrechándose de posturas de aparente sensatez contra lo que perciben como una innecesaria polarización del asunto, maniqueísmo insostenible, y demás argumentos que cada vez adquieren la forma de un subterfugio práctico cuando la clientela que atienden es parte de los propios sectores corporativos cuyas maromas están en tela de juicio. “Aquí se brega”, parece ser el mensaje que le envían al cliente prospectivo.
Hoy esas voces “sensatas” han perdido legitimidad al momento que el público tiene acceso a mayor información—alarmante y escalofriante en muchos casos—que permite revisar prejuicios muy arraigados contra la gestión gubernamental. Definitivamente, hay más conciencia sobre las consecuencias de quitarle recursos al gobierno, recursos que son necesarios para vigilar los excesos del expansionismo corporativo contra el bienestar común. Aún así, sobrevive en Estados Unidos un sector incondicional al imaginario conservador, compuesto por una demografía que es precisamente la más afectada por la rapacidad del capital flexible. Ello pone de relieve cuán vulnerables siguen siendo las audiencias a la desinformación y al aislacionismo homofílico, donde el debate es monopolizado por una infraestructura mediática que vende certeza y reafirmación de principios, con muy poco espacio para la duda cauta.
Al distanciarse uno del entorno norteamericano, y poner oído a lo que las voces de adjudicada liberalidad dicen en Puerto Rico, es fácil sentirse desorientado frente a las obvias contradicciones, que muy bien justifican algunos sectores pensantes como necesarios matices a lo que antes era un discurso tan estridente y polarizado como el que hoy se identifica entre conservadores en Estados Unidos. En muchos casos sobrevive la eterna moda de lo tibio, del centro “sensato” y “reflexivo”, que tiende a verse a sí mismo superior a sus demonizados extremos, no sin descubrírsele una cierta complacencia y certitud moral que, aunque eluda los tonos autoritarios, no deja de albergar su propia conciencia despótica. Sin nombres concretos, y tiradas al medio, esta aseveración se queda trunca. Digamos, que es mejor eso a entregarnos a un ejercicio en “ideologometría” entre izquierdas y derechas, liberales y conservadores en Puerto Rico. La verdad es que esas taxonomizaciones no interesan, salvo para la conversación intrigante que busca desautorizar al que no milita en el lado de uno.
El interés aquí, si se pudiera identificar alguno, es destacar cómo en la denuncia cotidiana en Puerto Rico, más que adelantar un proyecto de gobierno, país o sociedad alternativo, se gesta la reafirmación del status quo, y que existe un saldo de conveniencias cuyo disfrute no sólo se identifica en los llamados sectores dominantes, sino que a todos toca un pedazo del bienestar colateral. Si es o no parte de la maravillosa convivencia colonial que mitiga insatisfacciones e inequidades sin realmente atenderlas, no es el asunto que interesa tampoco, sino ganar conciencia sobre la porción del pastel que cada uno recibe, sin creerse menos cómplice de todo un aparato subyugador que necesita adeptos entre sus propias víctimas.
Así es como hasta el más agudo crítico se beneficia de su marginalidad denunciante, si no es que promueve el endurecimiento de la propia realidad criticada. A esto llamémosle el “síndrome del analista radial”, que necesita explotar diaria y semanalmente una mina de injusticia, inconformidad y resentimiento, sin la que no tendría sentido siquiera escucharlo y experimentar vicariamente su encojonamiento, que se intensifica con puntualidad antes de cada pausa comercial. A él o ella no le pidan que la cosa mejore. Su negocio es la tragedia.
De todas las quejas articuladas en la conversación nacional entre izquierdas y derechas, más todo el intersticio y extramuros de posicionamientos y opiniones que se le adosa, aquellas que abordan la reducción del gobierno son las más contradictorias. Si por un lado se comparte una especie de desprecio universal hacia el empleado público, percibido con aversión kafkiana como un burócrata inepto y mezquino, la terrible combinación, por el otro se habla de solidaridad frente a su desventura tras la violenta expulsión del gobierno que trajo la implantación de la Ley 7, un seguro tema de la próxima campaña eleccionaria.
Aún a los liberales más apegados a su evangelio doctrinario se les escucha despotricar contra una percibida falla sistémica de nuestro modelo de negocios, que consiste en poner al gobierno al frente de la operación del país como principal empleador y traficante del bacalao, término coloquial con que se designa popularmente el favor o privilegio que se distribuye entre los que viven de proveerle servicio al gobierno sea desde la posición de empleado o fungiendo de contratista. En ese desdén al servidor público y al centralismo gubernamental, que persiste pese a la alegada empatía solidaria, y que se justifica con anécdotas de mala fe y patética ineficiencia en encuentros entre ciudadanos y empleados públicos, se induce un falso sentido de exterioridad con relación al Estado que incluye invisibilizar las muchas instancias en las que el que se queja de los vividores del gobierno es, de facto, otro vividor del gobierno.
De pronto los mismos que aquí, desde su asumida liberalidad, critican la reducción del gobierno que propone el Partido Republicano en Estados Unidos, en Puerto Rico se declaran aliados de un gobierno estatal y municipal más ágil y pequeño. La justificación para ese súbito cambio de vestimenta ideológica al cruzar la frontera del territorio no incorporado elude a la razón. Definir lo que es demasiado grande en un sitio o muy pequeño en el otro encierra mucho más que una fórmula matemática. Sospecho que en el tránsito entre el norte y el sur se producen dobleces ideológicos que alteran la linealidad de la narrativa de sensatez con la que se pronuncian los expertos opinantes.
Antes que aceptar que todos dependemos de la gestión gubernamental, llama particularmente la atención cómo los sectores que aglutinan a los grandes proveedores de servicios, ya sean materiales o inmateriales, denuncian el asistencialismo del Estado con el tópico de la “fábrica de mantenidos”, sin siquiera tener el pudor de reconocer que ese efectivo circulando entre manos indigentes termina alimentando sus propios bolsillos. Es que en tiempos de crisis, en típica plantilla keynesiana, es ese gobierno quien inventa los “problemas” de infraestructura que requieren de sus grandes y costosas “soluciones”, por eso de traer a la atención un escenario tan real como frecuente del cual se benefician los proveedores con acceso al poder de turno.
Atacar a ese gran empresario que depende tanto o más del gobierno que la pobre madre soltera de los cinco muchachitos de padres distintos –una frecuente figura de desprecio pequeño burgués– es, por más que me inclino a validar ese tipo de crítica, externalizar el problema. Es decir, proyectarlo lejos de cualquier ámbito de responsabilidad que pueda destacar la complicidad de todo un país, y sus distintos segmentos sociales, en mantener un status quo que resulta conveniente.
Aquí se invoca el tema en cuestión, la idea de que un gobierno diestro y capaz es precisamente lo que se evita a cualquier precio, pues su incapacidad es la base de la economía que sostiene al país, ya sea asegurando su disfuncionalidad desde adentro (trabajando para el gobierno) o presentándose desde afuera como panacea universal con una estructura corporativa y pericial que “arregla” provisionalmente aquello que está dañado en su interior.
El rencor mostrado por la opinión pública contra el honorable Roger Iglesias y el padre del también honorable Thomas Rivera Shatz, quienes proveían servicios al gobierno sin los supuestos credenciales para hacerlo, es entendible desde una población cuyo modelo de negocios ha sido obtener peritaje técnico en la universidad o instituto y luego venderlo a un cliente público disfuncional de manera directa o indirecta. La afrenta de estos dos seres se basa en algo mucho más serio que la ilegitimidad del tumbe, pues aquí se atentó contra la consensuada división de tareas entre el perito y el político, el experto y el mediocre; juntarlos siempre será anatema.
Habrá más de uno lavándose la conciencia con el frecuente estribillo de que “yo no dependo del gobierno para nada, a mí el gobierno no me da nada, más bien me quita”, y demás parlamentos que circulan con intensidad teatral en la conversación cotidiana. La verdad es que la dependencia en un gobierno dependiente, por el hecho de éste plantearse ineficaz, es la base de la convivencia en Puerto Rico, de la que nadie escapa. El problema hoy, quizás, es que en época de crisis estructurales, de falta de acceso a capitales financieros, de improductividad (aún en sectores como la agricultura que en adición plantean un problema de sobrevivencia y emergencia nacional), el acuerdo keynesiano de contar con un gobierno que redirige sus recursos cuando pocos en el sector privado lo están haciendo al ritmo que requiere una población que espera ser empleada, se exacerba más allá de su propia capacidad paliativa.
Ese gobierno que absorbe y recircula fondos entre su población, como antes correspondía al mítico Situado de Méjico, ha perdido capacidad de captación, y su eficiencia al distribuir enfrenta un desgaste similar a la de la infraestructura de distribución de aguas. El capital que se desperdicia, o por robo o por negligencia, no logra multiplicarse en su ruta, ni evaporizarse místicamente para luego caer sobre el suelo árido. La pérdida aquí no sólo es del recurso monetario mismo sino de su transformación económica en bienes, instrumentos y fundamento para el futuro. Es decir, que el gobierno podía ser ineficiente en todo menos en la repartición de bienes y recursos. La capacidad del gobierno para mostrar incompetencia en unas cosas y habilidad en las otras es lo que se ha descalibrado en esta segunda década del nuevo milenio.
No será necesario admitir que no cuento con los instrumentos para sostener el argumento empíricamente, ni la formación para ofrecer alternativas o producir un análisis más completo. Digamos que acepto que sólo estoy comentando la narrativa que organiza al orden imperante más que la propia estructura operativa. Eso no sería alarmante viniendo de un arquitecto, alarmante es que en el antes y el después del Puerto Rico venido a menos, los que estaban llamados y técnicamente formados para manejar los diagnósticos y las medidas preventivas estuvieron manejando narrativas en lugar de análisis, que es lo que justificaba su incursión pericial en primer lugar.
De pronto el campo de la economía, como antes pasó con la historia, comparte recursos con la literatura en su afán ficcionalizador. Se pregunta uno entonces si la renuencia a un gobierno diestro y operacional, por no decir su saboteo consistente o por acción (una mala recomendación) u omisión (lo sabía pero no te lo advertí), es parte de un esquema que capitaliza en la disfuncionalidad gubernamental y en el lucrativo parcho de contratos y servicios, cuya fuente de financiamiento sale de los propios bolsillos del contribuyente y de las inyecciones de capital federal.
Hacerlo mal primero para repararlo después, se ha convertido en el estándar nacional de servicio, dentro y fuera del gobierno. Cualquier medida que intente evitar la equivocación será mal vista, porque es a partir del error estrepitoso de un bando que el otro diseña su llegada al poder, trayendo a bordo a su comparsa particular de contratistas y peritos. Cada bando necesita del otro para extenderle la vida a la narrativa de ingobernabilidad. Y aún el bando que procura revalidarse en el poder acude a identificar alguna agenda inconclusa dentro del disfuncional aparato gubernamental que heredó para construir su discurso proselitista, y pedirnos votar por la extensión de su pasantía en la administración pública. Para muestra, procedan a escuchar el discurso fortuñista de cara a su relección.
Contrario a señalar el mal en una exterioridad tan lejos que no contamina ni implica responsabilidad personal, sostengo que la complicidad es de todos, desde el presidente al empleado de mantenimiento. Sobrevive así la cultura de la antigua hacienda, como consistentemente me repite el amigo Javier Santiago Lucerna. Es una hacienda romantizada cual Tara sureño, donde el explotado y el explotador conviven en una relación de mutua codependencia. Es una hacienda-laboratorio en la que el País ensayó la disfuncionalidad consensuada que luego convertiría en su principal industria.
Queda claro que Puerto Rico no lo hace mejor. Queda claro que no le conviene.
Lista de imágenes:
1. Lucas Samaras, "Photo-Transformation", 1973.
2. Periódicos que reciben los documentos filtrados por Wikileaks.
3. Anne Turyn, "Untitled" [de la serie Illustrated Memories], 1983.
4. Martine Franck, "Prado Museum, Madrid", 1993.
5. Vogon, raza burocrática de la película The Hitchhiker's Guide to the Galaxy (2005).
6. Bernd y Hilla Becher, "Ensley, Alabama, United States", 1982.
7. Mikhael Subotzky, "Residents, Vaalkoppies", 2006.
8. El Secretario de Transportación y Obras Públicas, Ing. Rubén Hernández-Gregorat, y Jordi Graells, representante de Autopistas Metropolitanas de Puerto Rico, LLC (Metropistas), firman un contrato de Alianza Público-Privada para las autopistas PR-22 y PR-5. David Álvarez, director ejecutivo de la Autoridad para las Alianzas Público-Privadas, y Jonathan Hunt, vicepresidente de Goldman Sachs, participan de la firma del acuerdo..
9. Valery Shchekoldin, "Moscow", 1980.
10. Lucas Samaras, "8 x 10 Sitting", 1978.