La piel que (no) habito

La diseñada transformación de conductor a peatón se produce en medio de una atmósfera fulgurosa. Todo es luz en el Fine Arts Cafe de La Milla de Oro. Luz y confusión, pues los giros frecuentes, cambios de nivel, ATH aquí, taquilla allá y “no olvide pagar el boleto de estacionamiento”, agitan el cuerpo haciendo de la llegada a la generosa silla de la sobre-refrigerada sala un logro significativo.

La vida se revela en toda su gloria maniquea al llegar arriba. O escapo al infinito de manglar y walk-up a través de la piel que me permite habitar y ver “el más allá” de estuario y ciudad, o corro directo a la sala oscura al encuentro de esa otra piel luminosa, la que articula su propia ruta de escape. Ambas salidas, la del paisaje colindante entre Hato Rey y Santurce, o la de la pantalla cinematográfica, son formas de representación. Ni en el uno ni en la otra se puede vivir, o conformar un interior habitable. Algo siempre te expulsa cada vez que observas. Sea la luz de la sala que se enciende al concluir la película, o el sol que nace cada mañana sobre el paisaje corroído de la metrópolis a medio hacer, el mensaje es el mismo: vete.

La confusión del ascenso mal diseñado puede inducir un punto medio, un limbo de refrigerio y cerveza con el que termina uno arrimándose a la vista, atraído por el cristal desollado de este cuerpo sin órganos, (el lugar donde estoy ahora sentado) y la vista a un órgano sin cuerpo, que es el paisaje que observo entre tarde y noche, lugar fugaz y aún más convoluto que la planta de este multiplex del desarraigo en Hato Rey.

La piel que me permite habitar un Caribe a 65 grados de temperatura es barroca, y fiel a esa vocación se desfasa en varias capas. Habito un intersticio, que existe entre el musculoso espacio de alquiler, y la epidermis de cristal a la que le adosan un vestido de celosías monumentales, que tienen la responsabilidad de arriostrar al pobre infeliz que lava el cristal de cuando en cuando. Esta piel, surcada de líneas rectas, expresa la fe en el orden macroeconómico del cual la banca dice estar en control. Desde que Egipto inventó la ortogonalidad, toda metáfora de orden y control se manifiesta en retículas.

La Milla de Oro, en cuyas pieles habito de día, (Santurce me cobija de noche), ha ido evolucionando en sus cuatro, casi cinco décadas de historia. El referente al reptil que muda su piel es problemático, y no por algún remilgo que impida comparar a banqueros con reptiles, sino porque el animal rastrero que muda de piel suele referenciar la vieja en la nueva, sin cambios drásticos ni mutaciones inesperadas. La Milla de Oro, sin embargo, muda sus pieles opacas de travertinos, agregados y granitos, para dejar ver una transparencia inusitada. Se trata aquí de mercadear tres asuntos: la fe positivista en una economía posfordista de acumulaciones flexibles, el libre y transparente tráfico de información, y por supuesto, la absoluta claridad ética y legal con que manejan sus asuntos los hombres blancos que visten gabán y corbata. Sospecho que alguna neurosis se intenta lavar aquí en la claridad prismática de estas nuevas fachadas.

arte

La fachada transparente, que es tanto realidad material como metáfora mistificadora, tiene su historia, y se remonta al origen mismo de la modernidad como proyecto político, cuando el Estado se auto-constituye gestor y administrador de un orden cuyo ojo, legitimado por la ciencia, no debía encontrar límites ni en el espacio ni en las pieles que encerraban el interior habitable. Más que abrirse al no tengo nada que esconder, la transparencia modernista, que se convertiría en rasgo emblemático del corporativismo en la segunda mitad del siglo XX, era una invitación a que la tecnocracia del Estado entrara en cada rincón de la vida, arrojando su luz redentora. Ese mismo ojo curaría la tuberculosis con certeros diagnósticos tras la invención de la radiografía de rayos X; con interiores permeables a la luz y los buenos vientos; con ciudades planeadas a partir de manzanas abiertas, donde pudiera discurrir la naturaleza, que aquí sería medicina en lugar de fuente de enfermedad tropical, como había sido hasta muy avanzado el siglo XX. La propia genealogía de La Milla de Oro, que limpió al territorio de arrabales y aguas pestilentes, es una versión liliputiense de esa aspiración que comenzaría en la Europa del siglo 18, aunque sus efectos se materializaran doscientos años después en todas partes.

foto

El gran salto cualitativo a la normalización de la transparencia en las pieles que nos hospedan se daría con la aparición de la Maison Dominó de Le Corbusier el estelar arquitecto de la modernidad. La Maison Dominó (1914-15), es un sistema constructivo y un principio filosófico; al boricua promedio, sin embargo, le parecerá, y con toda razón, una casa de concreto armado en plena construcción en medio del paisaje semi-rural puertorriqueño. Con la Maison Dominó, Le Corbusier propone liberar el interior arquitectónico de las pieles que lo contienen, y liberarlas a ellas de cualquier función estructural, es decir, de sostener pesos y cargas esenciales de la totalidad del inmueble. El invento, que deriva su ingenio de muchos otros pensadores de la época, fue admirado por razones pragmáticas, pues era una forma de impulsar la vivienda de fabricación en masa debido a la flexibilidad serial que proponía, un tema que se hizo aún más prominente tras la miseria europea que trajeron las dos guerras mundiales y que disparó la necesidad de vivienda a bajo costo.

dibujo

También fue atesorada la Dominó por razones de índole conceptual, que son las que me ocupan aquí. La Dominó, al liberar la piel que encierra y hace interior, también abolía los controles de la era victoriana que convertían la domesticidad en una máquina de control y disciplina, clasificando las relaciones humanas a gusto y gana. 

dibujo

Los cuerpos podrían ahora recombinarse de otras maneras, las distinciones del género y clase quedarían suspendidas en una planta abierta, que además traería salud al permitir la interiorización del paisaje natural, o la exteriorización del ámbito doméstico en una ciudad jardín que es percibida fuente de toda cura.

foto

foto

La nueva piel arquitectónica desregulada, cuya función podría haber quedado limitada a cuestiones climáticas y medio-ambientales, optó por asumir una importante función simbólica mediante el despliegue de la composición abstracta en sus patrones de fenestraciones; ello representaba una ruptura con los ideales estéticos decimonónicos, y profetizaba la llegada de un hombre nuevo conformado al Estado garantizador de posibilidad y futuro.

plano

El propio Le Corbusier aportaría los modelos compositivos de esta nueva piel que, más que traer la habitación, fomentaba un acto de “deshabituación”. Luego, sería el célebre Mies van der Rohe quien radicalizaría la premisa al introducir la monumentalidad del cristal, con paneles transparentes de gran formato, separados por elementos muy esbeltos de acero estructural. La nueva piel del renovado basamento del Popular Center en Hato Rey alude a esa transparencia original, pero por razones muy distintas a la intención de apertura miesiana.

foto

El precedente modernista sobrevive en la idea de poner al disminuido ciudadano de la crisis a mirar hacia el paisaje que lo rodea como forma de distracción didáctica. Desde lo alto del Fine Arts Café en el Popular Center todo acceso a esa vista problemática de arrabales, caños y lagunas infectadas es interceptado a tiempo. La vista, en todo caso, procura ensimismar a uno con el desarrollo urbano, con un antiguo Nuevo Centro de San Juan salpicado de walk-ups residenciales cuyos financiamientos probablemente salieron del propio edificio desde donde se mira. Más que publicitar la certeza racional del interior, como era rutina en el modernismo heroico, la transparencia aquí tiene toda la carga del lente fotográfico que busca entender el enigma del paisaje exterior.

foto

El desarrollo metropolitano de San Juan, término que empleo con todas las dudas que invoca, respondió mucho más a la necesidad de acomodar nuevas pieles, que a nuevos usos. Cuando estas membranas no cabían en el entorno físico-espacial de la ciudad heredada, nuevas formas de urbanidad abrieron el territorio a otros tipos de ocupación. Las pieles que vinieron a emblematizar las fases de desarrollo del capital no sólo 

foto

requerían de un mayor campo visual, sino que estipulaban su propio diagrama de puntos de vista a ser desplegados sobre el territorio en toda su gloria panopticista. Así, cuando el Viejo San Juan no lograba ser efectivo proyectando la heroica ambición bancaria, Santurce surgió como próxima parada, permitiendo que un incipiente townscape hiciera las veces de gran ciudad y escenario de aspiración.

foto

La aparición del vacío como signo de máximo lujo del poder corporativo en la segunda mitad del siglo XX, al sacrificar espacio de rentabilidad a favor de un amplio escenario de teatralidad, llevó a introducir en La Milla de Oro una distancia aún mayor que cualquier gesto santurcino entre la calle y la puerta de entrada al inmueble, particularmente en el brevísimo, aunque fotogénico, tramo de la Avenida Muñoz Rivera.

Tan pronto la autopista se constituyó como el espacio público fundamental de la experiencia metropolitana, La Milla de Oro fue abortada, y el corporativismo se movió a otros lugares más ligados al expreso, en parques de oficinas y edificios autónomos esparcidos a lo largo de la PR-18, la PR-20 y la PR-22.

foto

Las pieles de estos nuevos hitos parecieron ceder al tema del ornamento aplicado, exacerbando el carácter accesorio de la fachada mediante paneles pre-fabricados empleados de manera visiblemente decorativa, o estrenando la nueva familia de sistemas de cerramiento derivados de la lógica del drywall del interior doméstico, todo a la par con la transitoriedad que promovía el posmodernismo en la arquitectura. La piel autónoma al cuerpo construido, que ya era un recurso con potencial ornamental en la Maison Dominó, (es decir, un recurso accesorio y prostético, aunque no se reconociera como tal en las fachadas abstractas que originalmente la revistieron), es ahora ampliamente aceptado en estas nuevas arquitecturas de los 1980’s y 1990’s. La artificiosidad de la imagen, divorciada de su naturaleza constructiva, se convirtió en la marca de fábrica de mucha de la obra asociada a esta tercera expansión de la arquitectura corporativa en Puerto Rico.

La irrupción de transparencia en el Popular Center de Hato Rey que observamos hoy, así como el despliegue colosal de elementos seriales de vigoroso acero, es una vuelta nostálgica a un pasado de fe y optimismo en la modernidad, tanto como es un intento de rescatar el proyecto de país-vitrina que quedó inconcluso. Lo hace de manera un tanto literal, creando un nuevo ámbito de habitabilidad exhibicionista. Aun así, la función de estos nuevos interiores corporativos que privatizan el dominio público no es dejar que el exterior circule libremente en el interior, si acaso lo filtran de sus componentes más sórdidos. Así, el caño contaminado se transforma en una cascada de aguas cloradas que da pie a la aparición de un bosque tropical de insecticida perfección.

arte

Afuera quedan los deambulantes, como órganos sin cuerpo (social) al cual pertenecer. Adentro queda el resto, con La Hacienda San Pedro amenizando el vacío interior a fuerza de cafeína. Salvo este popular kiosco cafetalero, apenas hay inquilinos comerciales en esta gran base de aire templado del Popular Center. Su función queda establecida así como una eminentemente simbólica.

foto

La piel que habito en Hato Rey, sea el invernadero hacia la Chardón, o el balcón acristalado del Fine Arts Café, se enajena del cuerpo social, si es que alguna vez pretendió adosársele. Existe esta piel como entidad autónoma, sin memoria ni futuro. De noche el efecto de luces cambiantes, sistema que irónicamente también adopta la fachada del casino del Hotel La Concha hacia la Avenida Ashford, como si alguien quisiera admitir las azarosas premisas que estructuran el mundo de las finanzas (el desprestigiado “casino economy”), intensifica la inmaterialidad de esta fachada en fuga.

Mi escapada al Fine Arts Café con la que comencé, concluyó en La piel que habito, película en la que Pedro Almodóvar destaca la ductilidad del órgano sin cuerpo, un rasgo arquetípico de la contemporaneidad. Justo antes de sumergirme en el mundo de este realizador maduro, dejé mi soledad retratada en la fachada de cristal que de noche adquiere la opacidad reflexiva del granito más oscuro; detrás, el paisaje se volvió un confeti de mercurio halogenado. Mis momentos favoritos en esta maravillosa película del ahora hombre-sabio Almodóvar, ocurrían cuando más se evidenciaba la cicatriz del cuerpo intervenido de la protagonista, a la vez que podía observarse todo lo que una piel es capaz de absorber y descartar, su nueva naturaleza femenina expulsando a la vieja masculinidad. Pensé en el País, y en sus muchas transubstanciaciones epidérmicas, que por más promesa transformadora que ostenten siempre retornan a un mismo espacio emocional, como le ocurre al conejillo de Indias de la fábula almodovaresca, que aún con nueva piel no puede escaparse del afecto original.

 

Algo del momento transicional, donde la cicatriz es huella visible, aunque se sepa en transición hacia su eventual invisibilidad, me cautiva como metáfora de una arquitectura que ya ha dejado de resistir; y nuevamente, pienso en el protagonista que contra su voluntad claudica a su hombría visible, la que llevaba en la piel y que ya no llevaría nunca más. Una arquitectura de cicatrices queloides es para mí, la mayor y única muestra de honestidad posible en un escenario donde la resistencia es imposible. Es el cuerpo artificial de la mentira lo que celebro aquí, sin disimular las maniobras compositivas que infructuosamente articulan la certeza contra la duda y la falacia.

Y es desde ese cuerpo abierto y frankestaniano de la duda que proclamo mi desprecio a los que insisten en cerrar el acto sintético a toda mirada inquisitiva con violentas maniobras de negación, sustituyendo un origen esencialista por otro, invisibilizando las cicatrices del secuestro histórico, proponiendo paraísos vernáculos donde nunca existieron, sea en el siglo XIX o en la neo-modernidad ficcionalizada que hoy exhiben como un rostro sin boca, inexpresivo, a pesar de tanta piel, y aun contando con una población que mira más que nunca, buscando cobijo en pieles que jamás podrán proveérselo.

Ese espacio errante e ilusorio, burbuja intersticial entre el músculo de uso y pragmatismo, y la epidermis de pura visualidad espectacular, es la casa del hombre contemporáneo. Se habita en ella como habita una bacteria el cuerpo sin voluntad de infectarlo. Aún.