Fue el año donde el marrón perdió fuerza frente al bloqueo de los sólidos brillantes. La moda femenina dejó atrás los bombachos y todo reducto bohemio de la contracultura. La pata del mahón se reconcilió con el tobillo, abrazándolo sobre tacos de riesgo alpinista. Recuerdo a una joven estudiante cargando sus libros delante del entonces Junior College de Cupey, en uno de esos apretados numeritos sobre stilettos de meter miedo. Un leotardo de licra color vino la liberaba del calor que el esfuerzo evasor de hoyos en la acera amenazaba convertir en sudor pegajoso. Mi tía monja, que de vez en cuando se tiraba sus sentencias de estilo, denunció desde el volante la incongruencia entre el mahón y los tacos. No pegan.
Pronto vendrían las hombreras, las fibras naturales, los permanentes químicos, Blondie y Blades amenizando el verano de los Juegos Panamericanos en Puerto Rico. La primera vez que vi a Greg Louganis lanzarse al vacío fue desde la competencia de clavado en El Escambrón del 1979. Era la víspera de Ronald Reagan y el AIDS, el verano de “Dallas” y “Los ricos también lloran”, ambas en español mexicano.
Tanto ruido panamericano me ha relocalizado a ese año post Cerro Maravilla, mi conciencia dividida entre los escuadrones de la muerte en la Policía, reseñados por Claridad, y el definitivo vuelco de la moda al pasado de los años cuarenta, con esa mezcla extraña de sobriedad y sensualidad violenta que Helmut Newton sabía fotografiar tan sádicamente bien.
Mi universo mediático se dividía entre revistas de moda, que abundaban en una casa donde cosían, y el periódico El Mundo, donde destaco las reseñas de teatro de Ramón Figueroa Chapel, verdaderas lecciones de escritura periodística. Manolo Urquiza, por otro lado, daba clases de cine de lunes a viernes en la televisión. No fue hasta años después, cuando me leí al Puig de “El beso de la mujer araña”, que pude comprender el mundo visual y literario que inauguraba en ese verano, similar a la celda compartida por el activista político y el esteta estrafalario de la mentada novela, algo así como mis dos grandes pasiones. No en balde terminé estudiando arquitectura, profesión que prometía complacer a ambos prisioneros a la vez, Molina y Valentín, la “necesidad” y lo “innecesario”.
Llegar a la adolescencia en noviembre del ‘79, era llegar a un país que vivía la plenitud del carpeteo político junto al glamour lentejuado de Iris Chacón, lo oculto y lo explícito atendidos por igual. La vida se me hacía un thriller espeluznante, mezcla de miedo y fascinación, color y sufrimiento, realidad y delirio. Me sentía como la Sigourney Weaver combativa del primer “Alien”, que vi el verano de ese año en las nuevas salas de cine de Plaza Carolina, donde Velasco acababa de inaugurar su más lujosa tienda, empapelada con espejos de fulgor voyeurista para los asombrados clientes de Villa Carolina, quienes vinieron, vieron, pero no compraron. Las palmas arecas complementaban la escena, y así mismo proliferarían en casas de urbanización, que iban cediendo sus muebles de mediterraneidad y brocado aterciopelado a la simplicidad del pino rubio sobre losetas italianas con lechada de marrón chocolate. Los tonos pasteles aún no habían llegado.
Mi ojo entonces oscilaba entre el color y la geometría, la feminidad del uno y la fuerza estructurante de la otra (que era una función masculina en mi universo pre-conciencia). A veces me fijaba más en lo segundo, como las letras de “Alien” que se separaban militarmente tanto en pantalla como en el afiche promocional sobre un simétrico cigoto de minimalismo innovador. El color, de otra parte, me mataba, sobretodo el naranja, que abundaba en la arquitectura del 1979, desde los interiores de oficinas de médicos hasta los nuevos condominios que intentaban salir de la crisis setentosa maquillando su brutalismo trasnochado con acentos de color.
Solía dejar de mirar al espacio para seguirle la pista al color. Por donde se metía el color ahí estaba yo, atraído como rata a flautista embaucador. Al día de hoy no he podido divorciarme de las superficies coloridas, el espacio es tan sólo un gusto adquirido, como tantos otros.
Puerto Rico se me hacía una monumental disociación entre forma y color. Si la forma era el signo de lo precario, lo inacabado, el color era lo único que introducía un momento de continuidad. Así recordaba el techo marrón del remodelado Plaza las Américas a fines de los setenta, disimulando los empates entre el antes y después del nuevo Sears, y la fuente, que disparaba la mirada hacia La Terraza, como aún lo hace hoy pero mucho más animada. Hoy la siento cansada.
Todavía puedo ver a ese mismo Puerto Rico tratando de revelarse íntegro y estructurado a través del color de las cosas. La pintura pre-navideña es testimonio de esto, como si al año hubiera que recibirlo en divino orden, que aquí sólo se logra apoderándose de las superficies con capas de látex: los colores de mi tierra que tanto entierran.
Nuestro proceso político corre por iguales rutas, si por un lado la educación católica en el colegio te hacía creer en la bondad del gobierno de derechas, la realidad que se infiltraba en mi sala era otra; allí supe de los testimonios de persecución política que destruían ese imaginario de paz y armonía, el resquebrajamiento de la estructura social que no había manera de disimular con una capa de pintura. Sólo el silencio mantenía cada cosa en su lugar.
Los grafitis de la ciudad ese verano pintaban de protesta a los tablones de expresión pública que nadie respetaba. La llegada de un nuevo grupo musical, Menudo, compartía espacio de pared con anuncios de Dianética; las letras estilizadas del primero contrastaban con el volcán anaranjado del segundo en plena erupción. Y de nuevo, estructura y color enfrentados sin un artista capaz de imponer orden reconciliador. No quiero admitir que extrañaba a un dictador, hasta que vi la miniserie Holocausto en la televisión, ese mismo año.
Mi despertar adolescente descubrió un mundo moderno, es decir, un terreno de tensiones entre fuerzas de control social y fuerzas desestabilizantes. Desde entonces no dejo de ver en ese drama irresuelto, que es político y social, la batalla de los trece años, como si el país no hubiera superado el coctel hormonal de su adolescencia prolongada.
Ese verano de umbrales definitivos y definitorios pensé en el proceso de envejecer. Imaginaba cómo debía sentirse arribar a la adultez. Lo visualizaba entonces como un cuerpo desgastado que vagaría en un mundo análogamente dilapidado en negociada sintonía. Ni por casualidad atisbé el cisma definitivo que sería mi vida adulta en Puerto Rico, algo así como volverse mayor en un entorno que se repliega a su infancia, uno moviéndose hacia la muerte, y el lugar rejuveneciéndose y perdiendo memoria, aniñándose cada día, en dirección contraria a la de uno, que recuerda cada vez más.
Me desfaso del país que quiere volver atrás, a su etapa de inmadurez. Busco con ilusión el color que antes me hacía escapar del confinamiento del espacio, algún naranja brillante que me rescate, que me reinstale en un después.
Pronto Puerto Rico tocará fondo, y será algo así como el infante que cae de la cuna, sólo que éste no cae por accidente, cae porque quiere caer, como Gregory Efthimios Louganis desde el trampolín más alto de la piscina de El Escambrón. Me siento igual que entonces, condenado a una silla que observa desde las gradas sin poder actuar. Louganis salió ileso, ganó la ronda del ‘79. El país de infancia regresiva se tira de su cuna hoy sin saber si ganará, si podrá caminar o gatear, o si allí quedará, tieso, sobre un charco naranja.
En el 1979, Puerto Rico sacaba fuerzas para abuchear a Carlos Romero Barceló en la piscina de El Escambrón, donde luego sería conmovido por el ponceño Vasallo que nadó por la otra bandera y ganó para ella, aunque su corazón lo desmintiera. Hoy se maneja una realidad de contradicciones simultáneas: se gana el baloncesto panamericano y el país escucha su himno en la victoria, ese mismo día los estadistas cantan desde su convención el himno de la gran potencia en el lugar que antes fuera residencia de uno de sus militares, primer inquilino de lo que luego sería Paseo Caribe.
Igual eso es la vida, un paseo ridículo. No es posible la reconciliación entre forma y color. Las contradicciones se multiplican como arrugas, el movimiento en todo caso las acentúa. Igual la vida adulta es poesía, laberinto inescapable de lirismo cómico, melancolía.