El cartel narco-religioso

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Dos fuerzas parecen disputarse el control del gobierno en Puerto Rico, los capos del narcotráfico y las cúpulas de las “super-religiones” dominadas por el fundamentalismo cristiano y una doctrina que bendice la prosperidad materialista. Hasta hace muy poco, la presencia de estas dos industrias en el proceso político se producía en un clima de respeto hacia sus respectivos espacios. Mientras los primeros gerenciaban la distribución de fondos y equipos en campaña, los segundos aglutinaban a sectores impresionables por el fuego eterno, diseminando con efectividad un discurso demonizador de causas y candidatos. La vulnerable audiencia cautiva por la fe acudía en masa a las urnas favoreciendo a una lista de candidatos previamente ungidos. Ay de aquel que se les enfrentara.

La reciente ruptura en San Juan entre la legisladora Kimmey Raschke y el alcalde Jorge Santini, quien expresó públicamente su inconformidad con el pobre desempeño legislativo, desampara a esta paladina del supremacismo religioso al quitarle el indispensable apoyo de la maquinaria política, que todos saben incorpora recursos legales e ilegales. Este incidente pudiera interpretarse como un retranqueo del poder del fundamentalismo cristiano en las filas del oficialismo. La influencia de intereses del narcotráfico en las esferas gubernamentales, contrariamente, parece avanzar sin obstáculos en momentos en que desarrolladores y empresarios, que antes corrían con el financiamiento de las campañas, están arruinados.

Éste ha sido el cuatrienio de la fe, pero a diferencia de otros momentos de nuestro pasado reciente, la gente de a pié ha dejado ver su intuitivo remilgo a que grupos religiosos asuman jurisdicción sobre asuntos públicos con carácter de exclusividad, como si representaran una línea de sucesión vinculada personalmente a una divinidad que es abstracta para uno, pero muy concreta y doctrinaria para ellos.

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Habría motivos para celebrar este último revés en las filas del fundamentalismo cristiano que ya había logrado infiltrarse en el Tribunal Supremo con relativa facilidad, hasta avistarse, cada vez con menos disimulo, la llegada de individuos vinculados con el doméstico negocio de la droga, y que tienen la intención de reclamar prominencia en los partidos políticos. El tacto con el que la prensa los maneja, sabiendo ellos quiénes son, apoya la teoría del pacto de silencio al que se suman autoridades locales y federales que también saben, pero no actúan. El cómplice mayor es la propia población que vive del narcotráfico, que consume sus productos y que ha creado una cultura aspiracional en torno a la droga.

Que quede claro: creo en la legalización del narcotráfico de la manera más desregulada posible, que he vivido en países donde se lleva practicando desde varias décadas, y que doy fe de la prosperidad de la cual gozan al no tener que invertir recursos públicos en un asunto que nadie realmente desea atajar, y ni hablar de si es posible atajarlo. Mi contacto esporádico con heroinómanos en Rotterdam no incluía la tensión que hoy provoca verlos desfilar en grupo, entre el sur y el norte de la Ponce de León, en su emigrar diario hacia la zona turística del Condado, donde el Hotel La Concha aparece como la meca del tráfico fino, el de tacón y corbata, dicho por sus propios empleados y recogido por la prensa. 

Jamás pensé que al volver a Puerto Rico me tocaría ver la lenta evolución del país hacia un narcoestado. Ver circular la droga socialmente, o haber tenido estudiantes que admiten participar del negocio, mientras los llamados a tomar acción se hacen de la vista larga, no es el paisaje del Caribe que desearía tener en mi ventana.

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El común denominador a narcos y supremacistas religiosos incursionando en la política es la hipocresía descarada y el abuso que ejercen amparándose en las mayorías que los enlistan en el poder. El bullying en la política puertorriqueña va pareciéndose cada vez más al del narco fanfarrón o del predicador farisaico. Este frente, muy visible, de pequeños gangsters asalariados por el narcotráfico y/o la alcancía de feligreses dramatiza su desprecio a la pluralidad como parte de su espectáculo intimidador. Cuentan con amplia validación de una industria del entretenimiento a cargo de romantizar el desarraigo.

Muchos de estos seres, que tienen más proyección que cualquier líder comunitario, despliegan un siniestro carisma mediático, aunque sea la violencia bruta el rasgo definitivo de su naturaleza. Esos mismos estilos reaparecen en la carretera, sea taxista, camionero o soccer mom en Mercedes invadiendo el carril con la certeza de saberse impune, o creerse bendecida. Hace rato que la narcocultura y el imperio de la fe trascendieron su otrora marginalidad hasta constituirse en la plantilla cultural que establece hoy las pautas de convivencia para todo el País.

He visto cómo la falta de integridad, las movidas conspirativas que evaden la negociación inclusiva, el amiguismo incondicional, la eliminación del debate en la toma de decisiones a favor de un régimen de macharranería envalentonada y estridente, todos rasgos de la cultura del narcotráfico y la jerarquía religiosa, son la norma en el mundo laboral —público y privado— en Puerto Rico. Cuando esos estilos encuentran acomodo en las esferas universitarias, quedándonos cada vez más aislados en la denuncia, es que comienza a tener sentido escapar a otros países donde la convivencia no se avasalla al régimen del más fuerte, al ignorante con poder.

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He visto también cómo se esconde el truhán detrás de la doble vida del padre ejemplar, rodeándose del álbum familiar de manera tan diestra que haría llorar al más cauto supremacista religioso. Es así como convergen los estilos del narco con las fachadas morales del fundamentalismo cristiano panderetero. Sospecho que negocian sus respectivos asuntos con precisión simétrica. Por eso vemos su ascenso en la esfera pública sin el aval de los ciudadanos, que ni quieren capos en las alcaldías, ni quieren religiosos secuestrando la Constitución.

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En momentos donde se perfilan fuerzas sociales a punto de explotar, tras ser testigos del deterioro de la vida en Puerto Rico, es importante que en la lista de denuncias haya espacio para las oscuras garras del narcotráfico y sus aliados políticos del fundamentalismo religioso. No es suficiente emular las denuncias internacionales de la banca usurera en un discurso de oposición local, o expresar indignación con respecto a la rapacidad de las políticas neoliberales. 

Si el empresarismo que desea promoverse desde esta base amplia de oposición social que amanece hoy es de base comunitaria y cooperativa, y la espiritualidad que se fomenta es inclusiva y no sectaria, que son dos áreas donde se suele coincidir, fallar en denunciar los vínculos de la banca con el narcotráfico, frente a las narices de un fundamentalismo cristiano que mira para el otro lado, sería un mayúsculo error de juicio. El asunto de mayor urgencia, si es que en realidad interesa salvar del colapso definitivo a este País, es la erradicación de la subterraneidad narco y el protagonismo discursivo de los supremacistas de la fe. Ambos segmentos son igualmente aberrantes y se han convertido en una viva amenaza a nuestra libertad.

Confieso que a veces percibo un deje de tolerancia, de confuso matiz ideológico, al clandestino uso y abuso de sustancias controladas. Es como si la izquierda se sintiera afín a un mismo rumbo de autodestrucción personal, amparados en extraños argumentos libertarios que son incompatibles con las denuncias que por otro lado se hacen de contubernios corporativos que envenenan la comida sin que el gobierno intervenga efectivamente en defensa de los ciudadanos. 

Es tiempo de depurar el mensaje de estas inconsistencias previo a invadir el espacio público como expresión de repudio al estado del capitalismo tardío, pues las omisiones gritan más que las consignas anti-rico y anti-banca que se escuchan. ¿Te atreverías a oponerte al bichote? ¿O es mucho pedir que la dejes de usar mientras su tráfico sea clandestino, y que de paso te desasocies del proveedor, sea tu pana, tu jefe, o tu aspirante a legislador? ¿Te atreverías a exigir el respeto a la absoluta separación entre iglesia y estado?

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Por otro lado, si yo fuera bichote, cabildearía a favor de la legalización de la droga. La medida me bajaría los costos de operación, tanto en la entrada como en la salida; me ahorraría en seguridad y recursos de vigilancia, y ampliaría mi base de distribución. Es más, montaría una cooperativa de siembra y distribución.

Bichote no soy, pero puedo ponerme en sus zapatos.

Si fuera supremacista de la fe, y me sintiera más cercano a Dios que todos mis conciudadanos, correría arrepentido a pedir perdón por la soberbia con la que insulto a quienes más necesitan de mi amor. 

Supremacista de la fe no soy, tampoco intereso ponerme en sus zapatos, por más que tienten los Ferragamos.