Administrar los excedentes de la producción sería tarea de las sociedades del futuro desde un siglo XIX que prometía paraísos mecanizados. El ocio iba a ser nuestra otra gran ocupación, puesto que las máquinas realizarían todo el trabajo que fuera necesario. La vida en la metrópolis industrial, una vez fuera exorcizada de sus demonios, giraría en torno al exceso, de riqueza material y tiempo libre.
Daisy Buchanan, la tonta arrivista de El gran Gatsby, mostraba el lado oscuro del exceso al centrar su existencia en la fiesta del día de mañana, el viaje al campo de pasado mañana, el crucero de fin de mes. Con ella somos testigos de cómo el tiempo infinito del privilegio desocupado convierte la vida en un infierno de posibilidades, algo así como el tópico del nativo manhattanita que no puede disfrutarse la cena que tiene al frente porque siempre habría un restaurante aún mejor, tampoco un “bagel” mañanero porque no ha probado el que le recomendaron en tal sitio que sólo consigues antes de las seis, y olvídate del estreno teatral porque la versión de esa actriz ya fallecida fue la mejor y definitiva. Se llega así al momento histórico o con severo atraso o demasiado temprano, forzando a que toda propuesta de felicidad tenga que ajustarse a lo segundo o tercero mejor. Seguramente, para los que han vivido rodeados de abundancia, la vida es un barril sin fondo, una cadena de satisfacciones parciales, insuficientes y anticlimáticas.
Vivir a partir de la escasez no es panacea existencial tampoco, pero tiene sus ventajas. Las prioridades caen en su sitio con mínimo esfuerzo cuando la falta se impone a la sobra. La mente en estados de precariedad se ocupa de lo agudamente necesario sin tiempo para pensar contemplativamente. La crisis de lo eternamente menguante es rica en producir rituales, que a fin de cuentas llenan la agenda del día tanto como hipotecan la noche, cuyo potencial improductivo puede incrementar la ansiedad diurna. La ansiedad organiza la jornada cotidiana, y es por ello que se administra desde arriba como un asunto de salud pública, instrumento indispensable del orden social, una criatura amenazada en tiempos de escasez.
Con todo, no es el exceso tan adictivo como lo pintan, aceptando que el placer se experimenta en el torrente, en la lluvia de cosas, en la proliferación incontenible. Es, en todo caso, la escasez la que posee mayor capacidad adictiva, pues su eficacia sistematizadora permite abrazar una estructura pre-fabricada por otros sin tener que enfrentar el macabro vacío de lo propio, que puede lo mismo estimular la creatividad artística como exponer al hastío suicida, sin duda un riesgo oneroso.
El libreto histórico de Puerto Rico ha contado con dosis concentradas de escasez y exceso, donde el uno se experimenta a partir del otro. El futuro es construido desde este promontorio marino con actitud de país como el conjuro de las carencias del presente. Consecuentemente, la esperanza domina el discurso de la calle, acotando la queja cotidiana, centrada en la escasez, con una nota exclamativa de fe y resignación. Así, el destino se deja en manos ajenas, con la certeza tropical de que haya lluvia o sol, la temperatura no saldrá de sus márgenes aceptables.
Aunque no son tiempos para reclamar virtud en el balance o en la prudencia, si acaso momentos que llaman a la rebeldía extremista, comienzo a resentir el monopolio que de la conversación pública sostiene la escasez, que es otro tipo de extremo. Nuestra marca nacional de doctrina de shock no viene informada por amenazas violentas ni amagos de colapso, sino por el retranqueo paulatino de un estado de bienestar percibido como exceso frágil. Ahora cualquier índice decreciente anuncia segura calamidad; toda pérdida se contabiliza como una ganancia para la tragedia. La merma en población, por dar un ejemplo reciente, que es una oportunidad dorada para reconfigurar el orden de la producción, se ha visto como el peldaño definitivo hacia una espiral descendente. Así también la deserción escolar, y la pérdida de estudiantes en todos los niveles de la educación, apunta a excedentes profesionales que pronto se verán sin clientela que atender, sin trabajo al cual acudir. El énfasis en la contracción actual se solapa contradictoriamente con excedentes mercantiles, como lo es el arsenal inmobiliario en manos de una banca que sin pedir perdón por su manejo de excesos inexistentes, quiere ahora que la población trabajadora absorba las consecuencias de sus hipérboles.
La idea de un progreso condimentado con la esperanza capitalista del exceso imparable construye todo escenario de retranqueo como un prólogo apocalíptico, enmascarando la reciente reconfiguración de la riqueza, cada vez en menos manos, con un barniz de pérdida colectiva, y hasta derrota nacional.
La izquierda liberal, o su remanente facsímil, existe atrapada entre reconocer la importancia de elevar la productividad como pasaporte ineludible para accesar al juego de poder contemporáneo, y el escepticismo de saberse útil para beneficio de intereses con los cuales no comulga. Se quisiera dejar de producir en la dirección equivocada, fantasía cada vez más común entre los que nos vemos formar parte de un orden enteramente objetable. De pronto, el vago lumpen podría ser el héroe de la jornada, y su enajenada falta de participación una elocuente lección en resistencia.
La inminente contracción en todos los índices — productividad, niveles de consumo, uso de combustible, etc. — pudiera forzar la solidaridad perdida al estimular como mecanismo de compensación compartir bienes personales y esfuerzos frente a la insuficiencia de recursos y el arribo definitivo de un estado de escasez permanente. El deseo, que como la energía no puede ser destruido, vendría obligado a reconfigurarse en formas menos individualistas, forzado ahora a que una buena parte tenga que redimirse colectivamente. De pronto la escasez, desvinculada de los intereses manipuladores del capital, puede ser una salida y no el signo del colapso que gritan.
Abrazando las virtudes de la nueva escasez es posible revertir sus efectos paralizantes, que condenan toda agenda ambiciosa de experimentación al rincón de lo secundario. Esa oportunidad es consistentemente desaprovechada por la administración pública al dirigirse a su demografía con gesto victimizador, desatendiendo al individuo excepcional, que no es el empresario subsidiado por el estado que anda celebrando las bondades del mito individualista cuando su éxito es financiado por un mismo pote de mantengo gubernamental. La excepcionalidad que debería ganar visibilidad aquí es la del exceso de capacidad humana, obligando a que niños autistas, que por alguna razón acaparan las voces de ayuda gubernamental, coexistan en atención con el renglón de estudiantes aprovechados, e insólitamente capaces. Y es que el reconocimiento de la escasez cuando se convierte en un recurso victimizador, erosionando el reconocimiento de lo mejor del capital social, no es una buena práctica ni responde a nobles intenciones. Por atender al sector más deprimido, y concentrar toda prioridad del estado en él, se descuidan las reservas sociales de calidad.
Las políticas de equidad en el acceso a la educación, simpáticamente promovidas por sectores conservadores abanderados por su sentido de superioridad moral, han desatendido la calidad de la oferta que perseguían abrir a un público mayor, concentrando la inversión de capital público en administrar el fracaso, y contribuyendo así a una democrática pauperización de la educación a todos los niveles. Es ahí cuando me veo tentado a renegar del discurso de la escasez, del coeficiente bajo, de lo ya deprimido, como plantilla única con la cual analizar el desempeño social y poner en marcha estrategias gubernamentales.
Sugiero, por un lado, aprovechar los retranqueos definitivos, de riqueza, población y productividad, como una oportunidad para reconfigurar la discusión de una agenda social que incluya el desmantelamiento de esa infraestructura política cuyo poder se basa en mantener a su clientela dentro de algún grupo de fácil victimización. Propongo, por otro lado, descentrar la discusión de la escasez y volcarnos a las minas del capital humano a punto de ser expulsado, deportado de toda participación útil, porque el poder se siente conforme explotando un orden cuya productividad, aunque menguante, no tiene adonde fluir nada más que a sus bolsillos.
De pronto todos debíamos volcarnos a proteger el futuro, rescatando al que camina y ha sido abandonado en lugar de ceder al juego victimizador que desatiende a quiénes más capacidad tendrían para correr. Extrapolando esta propuesta a todo el espectro de inteligencias, con sus sabores, excentricidades, y niveles de habilidad, aumentarían las filas de los capaces, perdidos hoy en alguna categoría de pusilanimidad que los condena a priori.
Ayudar al que se ayuda no es bajarle los impuestos al que ya se beneficia de un orden explotador, es aumentar el espacio de capacidad social, habilitar sectores productivos en donde ya emergen. Es ese exceso en su etapa incipiente el que debe ser protegido de la vorágine de escasez que amenaza con cualificar todo hecho, toda experiencia, toda subjetividad emergente, todo ámbito de creatividad, volviéndolo improbable cuando menos, imposible cuando más.
Trascender el discurso de la escasez, sin entregarse por ello a excesos imaginarios, es paso indispensable para instrumentalizar las capacidades sociales bajo rúbricas de solidaridad y convivencia democrática.
Ahí dejo servidas mis reservas de utopía.