Antes de hacer su lectura, estimado lector, me siento obligado a advertirle que no se haga de la ilusión que este texto será uno fundamentado en la nostalgia como los anteriores. Entre estas líneas no encontrará referencias a pasados de ensueño o a aquellas aerografías de pasadas vidas e historias por escribir. No, en este momento no nos queda otro remedio que el distanciamiento, el caer en picada desde la prosa cómoda al miasma de la cruda realidad. Este escrito es una denuncia, un grito de furia, una declaración de guerra a la embestida medieval que pretende confundir y amedrentar a base del odio, el miedo y la violencia cortejada por el fundamentalismo local. Y que quede claro que esto sí es un estado de guerra.
Vivimos sitiados e inmersos en un combate librado por nuestro espacio vital, por la supervivencia del estado secular, de nuestras libertades y nuestras vidas. Mis palabras han sido forjadas de la más profunda rabia y el mayor sentido de asco imaginable. Y tal sentimiento espantoso no es otra cosa que un terrible auto-odio, una compulsión nacida por la desesperación de cavar a lo más profundo de mis propias entrañas y arrancar viciosamente todo rastro de la mancha de plátano que me une a mis hermanos puertorriqueños, a aquellos que usan la palabra “maricón” con tanta facilidad y con la Biblia en la mano. No hay escape en diáspora o negación del ser isleño que exorcice al demonio de irracionalidad colectiva que ha poseído a la población de nuestra isla-prisión. Hemos quedado todos lapidados ante esta teocracia de facto, y presos dentro de un fundamentalismo suicida ahogado en el excremento asfixiante de su propia irreverencia de odio.
No es mi costumbre recurrir a la muletilla del citar pensadores o filósofos en una reflexión de esta naturaleza. Es un tipo de escrito más instintivo y crudo lo que en estos momentos se cuela de mi inconsciente, tal vez muy burdo como para ser adornado con palabras elevadas de nuestro panteón sacrosanto de intelectuales que permean escritos “pragmáticos” arrojados desde la ya cansada torre de marfil. Pero tal vez sea éste el momento pertinente para romper con mi agnosticismo hacia la hagiografía que tanto nos insertaron por ojo, boca y nariz en la universidad y referenciar estas palabras de Michel Foucault: “la ansiedad de nuestra era tiene que ver fundamentalmente con el espacio, sin duda mucho más que con el tiempo”. En esa sola oración, esa colección de palabras dichas en una de sus conferencias en Berlín del 1967, queda articulada la realidad de momentos dolorosamente relevantes. Tal vez, pienso, mucho más en nuestro contexto actual que cuando fueron dichas.
El espacio que habitamos, más que un vacío entre cuatro paredes, es el construido político y social donde se imagina la soberanía y emana la autoridad, (de)limitado, fronterizado, amurallado y redefinido desde tiempos inmemoriales. En estos momentos de oscuridad, de locura, de desesperación, y de resistencia no nos queda otra opción que luchar por detener el hambre de la intolerancia por devorar y subvertir este espacio vital.
Han sido varios eventos recientes que finalmente degollaron el argumento del teórico argentino Ernesto Laclau contra la politización del espacio frente al tiempo, especialmente en Puerto Rico. Las marchas necróticas de zombies de la fe y el golpe contra el estado de derecho que ha dado el propio Tribunal Supremo de la isla, argumentado en el positivismo legalista más banal y risible, refuerzan la percepción que se lucha por la supremacía del espacio en lo político. Finalmente, las declaraciones por parte del Arzobispo de San Juan, Roberto González Nieves, se prestaban para interpretarse como un espaldarazo al discrimen “legítimo” (entiéndase la homofobia escudada en las prácticas dogmáticas de cada iglesia y la falta de protección codificada en estatutos legales).
El dominio de lo mediático es solo parte de esa hambre exorbitante por devorar el espacio público y político por parte del fundamentalismo puertorriqueño. Es una cosmofagia, un ritual perverso de depredar esas esferas reservadas para la gobernanza y el debate secular. Se busca dominar, silenciar, perseguir, castigar y violentar a todo aquel que no se suscriba a las enseñanzas macabras, misóginas y abominables que vomitan los mercaderes de la fe. Más que opiato público se funda un circo con ínfulas de gobierno, y se hace un lastimero espectáculo de todo proceso democrático una vez que turbas cristianas le gritan “maricón” al que se atreva a protestar en su contra, seguro en la falsa impunidad que el derecho a la libre expresión le permite regar odio.
La cosmofagia fundamentalista requiere el ergullir, devorar y canibalizar cada rincón de debate y conversación, y reemplazarlo con el vitriolo de predicador en plena misión redentora. Se purga el cuerpo político de toda razón (si razón tuvo en algún momento), mientras que la risible fachada de separación entre templo y parlamento se disuelve. El espacio del fundamentalista se predica en el abuso del término “tolerancia”. Dicho con las muelas traseras y un buche de bilis atrapado en la boca. Tolerancia, como se utiliza por estas personas, es sinónimo de intolerancia amortiguada, de cruzada interrumpida y de hoguera apagada esperando la lumbre.
Ya vimos que las tropas están preparadas y listas a marchar. Fueron miles los cruzados que acudieron al llamado, en gran parte engañados por falsos profetas y a la vez seguidores ciegos de sus propios odios. Llegaron cortesía de la transportación gubernamental, provista por esos invertebrados “servidores públicos” que se prostituyen ante la bestialidad del odio por asegurarse un par de votos adicionales. Como una gran ola de hormigas sobre un cadáver devoraron el espacio público ante la supuesta casa de las leyes. Regurgitaron su propia interpretación moralista de lo privado, con las ansias desmedidas del intolerante teocrático y fundamentalista.
Si algo es apreciable en medio de esta competencia por el control del espacio vital lo es el desespero rampante que alimenta la militancia manifestada en la persecución y demonización de todo lo que se aparte de la lectura miope y condescendiente de libros sacros caducos, pretendiendo quedar escudados tras la mentira de la tolerancia. Es equiparar la homosexualidad con la pedofilia y la zoofilia, mientras los verdaderos pederastas se refugian detrás del calvario ajeno y quedan protegidos bajo sus sotanas rojas y purpuras, mismo colores de la herida sangrante. El estado de ley tambalea ante la estacada de la cólera y el odio, disfrazado con las pieles de un cordero putrefacto. Brincan y gritan en lenguas los profetas de estos dioses en peligro de extinción que dictan las pautas a números cada vez menores de seguidores.
El miedo de una creciente secularización espanta a los mercaderes del opio de las masas, y vociferan desde sus templos dorados, de sus Rolexes y Vaticanos, rugiendo el cantar hipnótico del odio. Se busca el exterminio del impío en sus palabras, que no quepa duda alguna. El odio llevado al altar populista nunca se conforma con soluciones a medias. Ahora se persigue y mata la mera idea del homosexual, del fornicador, del impío y el hereje. ¿ Y si les dejamos ser victoriosos en esta coyuntura histórica, será el crimen del odio la nueva purgación de los fieles? Antes de que triunfe nuevamente el oscurantismo de la fe en su descomunal marcha por tragarse nuestro espacio público, por matar lo secular y revivir el fanatismo aberrante, es necesaria la lucha, la resistencia. Nietzsche proclamó muerto a ese dios del oscurantismo. Nos toca a nosotros ahora asegurarnos que esa lápida se cierre de una vez y por todas, o arriesgamos perder nuestra dignidad humana.
Lista de imágenes:
1. Toma de The Great Dictator, Charlie Chaplin, 1940.
2. Toma de City Lights, Charlie Chaplin, 1931.
3. Toma de The Circus, 1928.
4. Toma de The Great Dictator, Charlie Chaplin, 1940.