Aerografías II: el (des)tiempo del regreso

Alzar el vuelo es siempre una experiencia en destiempo, un desgarre de lo cotidiano, lo conocido, lo seguro. Mi abuela vivió ese destiempo, ese desfase que le espera a todo miembro de la diáspora. En el frío de Brooklyn aprendió inglés y crió a sus hijos. Mi abuelo tenía una “bodega” donde mi padre se pasaba las tardes trabajando. Típica familia del exilio en los niuyores, se adaptaron a su ambiente sin abandonar la idea del vuelo del regreso al terruño dejado atrás, al país imaginado.

Todo vuelo parte a un país imaginado. Traza un recorrido concebido entre corchetes nacidos del desvelo de esperanzas y ansias, habitados por la realidad particular de nuestras propias cartografías soñadas. Dos puntos fijos en esa cartografía imaginada poblada por memorias heredadas y (re)creadas en espacios preconcebidos mucho antes que la tinta los haga tangibles al circular nombres impresos sobre mapas. Toda cartografía es imaginada aún luego de subyugar la geografía con nombres y fronteras. Mil y un sentidos dados a incontables travesías, innumerables cuentos perdidos entre recuerdos, cartas y despedidas. Nombres distintos e interminables pero todos atados a esos puntos encorchetados de origen y destino.

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Origen. Cerrado el primer corchete y firmes los párpados, regresan recuerdos de la partida. Escucho los sonidos del tren de aterrizaje retrayéndose en el fuselaje. Traumado queda el cordón umbilical mientras adquiere distancia el altímetro, aumenta la presión en los oídos, y se aceleran los latidos del corazón. Si algo es digno de extrañarse es otra memoria no vivida, aquellos lujo de los buques voladores. Del moverse entre lo arcaico y moderno en aquellos enormes dirigibles de la llamada Edad Dorada de la aviación, tantas décadas atrás. Al contrario, esta travesía es una de inmovilidad. Sardinas encerradas en su lata, sí, pero las sardinas no se gritan, ríen, lloran, empujan o hablan sin medir el grado de interés o sueño del receptor. Las coordenadas de la aerografía permean a todos. Cuelgan de cada esquina y se entierran entre los asientos incómodos y pasajeros atornillados por fuerza bruta. El trazo del viaje graba y borra la vez, coexistiendo momentáneamente lo hecho y lo que será.

La aerografía del mapa sobrevolado permite habitarle y desplazarse dentro del intersticio de la distancia y la febril imaginación avivada por el aislamiento momentáneo del aire. La ruta se dibuja sobre y dentro de nuestro mapa soñado. Es la fantasía de los amantes por llegar a consumarse y consumirse una vez toquen tierra. La de los padres en vías de reunión con sus hijos, de jóvenes y viejos buscando comienzos, escapes, u olvidos. Cada relato se encuentra, se reinventa, se aglutina y se funde en la narrativa del viaje. Pero este trazo no termina simplemente con la llegada al destino, con la interrupción del lugar al espacio imaginado. El destiempo no lo permitiría jamás.

Destino. Cerrado el segundo corchete. Brinca el avión con el choque controlado sobre la pista. Viene imparable ese asalto sonoro del coro de aplausos, mientras que la multitud se levanta como un solo organismo por los pasillos, haciendo caso omiso a los pedidos de mantenerse sentados. Se vierte la plaza del pueblo desbocada desde la cabina abierta hacia el terminal.

Curiosa palabra esa, terminal.

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Con el tiempo aprendí que el viaje nunca termina del todo. Es un rumbo imaginado, al igual que lo es su destino. Realmente nunca nos vamos por completo, y nunca regresamos a esa geografía o ese pasado que dejamos atrás, ni a quienes dejamos en lo que irremediablemente será otra vida. Pero caemos en el destiempo nuevamente, en negación de que recuerdo destruye a recuerdo. Juramos en la historia inmovible y el hecho innegable de la permanencia de lugares, sentimientos y personas. El cruel truco de la memoria es hacernos creer que revivimos lo irremediablemente perdido, lo irreconciliable.

Reconozco que dejé parte de mí en Puerto Rico cuando partí a New York, y ese tiempo de auto-exilio transcurrió en paralelo a lo abandonado. Gran parte de mi corazón se fue en fuga lejos del avión, y permaneció por años en el estupor de la deriva. De igual forma estoy seguro que dejé un pedazo de mí en el Parque Central, recorriendo una cálida tarde de verano. Fue el destiempo del regreso lo que causó la entrada en pérdida, la caída a la realidad que colisiona salvajemente lo idealizado con lo transcurrido. Con el pasar del tiempo el peso del regreso ahogó la pena por lo perdido, pero nunca el recuerdo. Terminal, en toda su cruel ironía.

Va más de un año del regreso. El destiempo está completo en tornar el sueño del regreso en la monotonía del vivir en un lugar que desprecia abiertamente, rodeado de los recuerdos de lo perdido y lo no logrado a pesar de tanto esfuerzo. El sueño del regreso y la euforia de reuniones nunca sobreviven al cantazo del cierre del segundo corchete, como barrotes pesados. La cartografía imaginada no sabe a ceniza como lo hace el destino. Y en medio de todo, levanta el vuelo el sueño nuevamente. El exilio reclama su cuota, y otra nueva aerografía pide ser trazada, escrita, soñada y vivida.

Se apodera nuevamente la imaginación de la geografía, y se abre el corchete.

Lista de imágenes:

1. Joel Robison, Boy Wonder 2, 2012.
2. Joel Robison, Day threehundredandsixtyfive, 2012.
3. Joel Robison, Boy Wonder 21, 2012. 
4. Joel Robison, H is for High Up, 2012.
5. Joel Robison, Rough Landing, 2012.
6. Joel Robison, Sin título, 2012.