Nuevos buques, viejos dolores

Hablar de esclavitud en nuestros días, y para mucha gente, es evocar los barcos negreros, la reverberante infamia de las plantaciones y las crueles batidas contra las guaridas cimarronas. En los barcos, justamente, gemía el cargamento de hombres, mujeres y niños, encadenados a las suelos de las trágicas bodegas donde sobrevivía sólo una parte, los más fuertes o tal vez los más cándidos, destinados a morir jóvenes de todas formas y en otra travesía mucho más larga y desalmada: la de la vida de terror que les esperaba una vez llegaban a la tierra firme.

Hoy, nos tranquiliza pensar que los aventureros que asaltaban las costas africanas, arcabuces en mano, dispuestos a enlazar a los negros que luego llevaban al civilizado mundo, ya no existen. Nuestra conciencia, burguesa y globalizada, descansa en la tranquilidad de que, si existiera algo semejante, el mundo, o los que mandan en el mundo, que son los gobiernos, no lo permitirían.

Por eso nos asombramos tanto cuando de pronto salta esa breve noticia en la que se informa que Foxconn, una fábrica china dedicada a fabricar productos de la Apple, obliga a sus obreros a trabajar jornadas de 12 a 16 horas, ejecutando el mismo pequeño y venerable movimiento: insertar en el ipad la pieza casi microscópica que, en la cadena de fabricación, es la que le ha tocado para siempre insertar. A esos obreros les impiden hablar entre sí; les vigilan los minutos que se ausentan para ir al baño, y les pagan la típica miseria.

Ahora que la Apple reparte dividendos, millones para sacudir de envidia al mercado, la imagen de ese otro buque, que es la enervante fábrica donde incluso muchos de los obreros duermen -no en barracones, por Dios, nadie piense mal-, ha quedado sepultada, y sus nueve suicidios silenciados. Los esclavos felices no se quitan la vida.

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Junto a este tipo de explotación más burda, que, como ya dije, tendemos a olvidar rápidamente tan pronto sale un artilugio nuevo, un ipad más asombroso que el anterior, del que nadie pregunta nunca cómo y dónde se fabrica, persisten otras formas de esclavitud disimulonas y sofisticadas, cubiertas de brillo consumista y asentadas en la idea -en la insólita engañifa- de que le dan la gloria a la mujer.

Un ejemplo claro viaja en el Transiberiano. Representantes de agencias de modelos, abordan el famoso tren -otrora revolucionario, hoy convertido en nido de buscones y chulos- y se detienen de pueblo en pueblo para asistir a «castings» donde se desnudan adolescentes ávidas por convertirse en musas de los diseñadores.

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No las enlazan contra su voluntad, como se hacía hace siglos en la ruidosa bahía de Benín. Al contrario, las engatusan a ellas y a sus padres, les proporcionan una calderilla para que vayan haciendo boca, y luego las mandan a buscar (a las elegidas, la mayoría de 14 años: las de 15 empiezan a parecerles viejas). Las alegres esclavas, que son alegres hasta que empieza la pesadilla, son ubicadas primeramente en Japón y otros países asiáticos, donde el gusto por las adolescentes rusas se ha vuelto tan perverso y acuciante como el gusto por ciertos peces de latente veneno.

 

May You Never Be Uncovered: The Victims of Pakistan's Sex Trade, (Kate Orne) 2009.

De otro lado, el caso de las trabajadoras migrantes empleadas en el servicio doméstico de los países árabes, se empieza a destapar como un gigantesco negocio de compra y venta de seres humanos. Mujeres de países musulmanes pobres emigran a los países musulmanes ricos, llevando entre sus manos un dudoso contrato de trabajo que apenas saben leer. Tan pronto llegan a su destino son violadas y destinadas a las tareas más rudas. Muchas de ellas, confinadas dentro de los hogares de sus amos, apenas se alimentan o distraen, hasta que finalmente optan por el suicidio.

Es el caso de una esclava etíope, Alem Dechasa, empleada en una casa de Beirut, cuyos minutos finales fueron recogidos, en días pasados, por una cámara de seguridad ubicada frente a la Embajada de Etiopía. Antes de que la mujer pudiera siquiera franquear las puertas de esa sede diplomática para pedir auxilio, su patrón le dio alcance entre unos arbustos, la arrastró cogiéndola por el cabello y la metió en su automóvil. Todo quedó grabado. Hubo un amago de acusación, pero en Líbano es difícil hacer valer los derechos de las emigrantes esclavizadas, un ejército de mujeres jóvenes sin ningún tipo de asidero legal.

Sabiéndose señalado por la opinión pública, el hombre llevó a su esclava a un hospital psiquiátrico, donde convenientemente dejaron las sábanas a su disposición. Esa misma noche la mujer las anudó y se quitó la vida.

Se calcula que en Líbano, que tiene casi la misma población de Puerto Rico, trabajan cerca de 250,000 empleadas domésticas procedentes de África y Asia. Los casos de abuso han sido tan sonados y crueles, que algunos países como Nepal, Madagascar o Filipinas han prohibido a sus ciudadanos viajar a Líbano en busca de trabajo.

Adonde sí no llega el ojo de la opinión pública es hasta la esclavitud subterránea de las adolescentes, sometidas a la voluntad de los operadores de los puntos de drogas en diversos sectores de Puerto Rico. Un ejército de jovencitas que viven hacinadas en apartamentos de residenciales donde quedan a la disposición del amo. Hay un manto de silencio, de invisibilidad también, que ha impedido que los sociólogos y otros investigadores interesados en el asunto, puedan siquiera realizar entrevistas de campo para obtener datos confiables.

Mucho menos se realizan pesquisas policiacas, ni se personan en esos lugares los representantes de las agencias encargadas de velar por la protección de las menores. Ni qué decir tiene que la mayoría son menores. En Puerto Rico, donde existe un alto número de empleadas domésticas procedentes de República Dominicana, el maltrato no es tan flagrante o descarnado como en Líbano. Pero persiste un nivel de discrimen que sofoca a muchas de esas trabajadoras, y las reprime o las reduce en el digno intercambio de su relación laboral. Es una forma de esclavitud taimada, que se acerca a veces a los límites, pero que se mantiene allí, en la ambigua frontera donde se evitan denuncias y males mayores.

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Una vez las suman al harén, no tienen la más mínima posibilidad de escapar. Abandonan los estudios y realizan las labores domésticas en la casa del dueño del punto. Expuestas, aún sin quererlo, a las conversaciones secretas de los bichotes, a menudo son acusadas de haber pasado información a una banda rival y, en consecuencia, éstas son golpeadas o asesinadas. Según los escasos datos que aportan los renegados, o las propias muchachas que han logrado salir de aquel humeante infierno, dos o tres de ellas pueden embarazarse del mismo amo y a la misma vez. En el hervidero de una aparente vida de normalidad, late esa forma de esclavitud sexual que, contrario a otras, es muy difícil de identificar y remediar.

Los mercaderes del trabajo esclavo han sabido adaptarse a los tiempos. Aprovecharse de las nuevas tecnologías. Y, sobre todo, sacar partido del estado de confianza en que descansa la gente. Sin barcos negreros a la vista, muchos piensan que la esclavitud no existe. Pero ahí está, más insidiosa y terca, alimentada por el salvaje avance de los mercados inescrupulosos. Creciendo en todas direcciones y acompañada, siempre, de la misma carga de desolación.

 

Los herederos, (Eugenio Polgovsky) 2009.

Lista de imágenes:

1. Alex Webb, Migrantes guatemaltecos cerca de Arriaga, México, en Mexico's Other BorderNational Geographic, abril 2012.
2. Trevor Mogg, Trabajadores de FoxconnDigital Trends. iPad dust may have caused China factory blast, tablet supplies could be affected, 20 de diciembre de 2012.
3. Dana Popa, Not Natasha, 2009. "Natasha" se les llama a las prostitutas de origen eslavo o de europa oriental. 
4. Per-Anders Petersson, In Limbo. Young child prostitutes paint their nails before going to work on the street in Mantoge, Kinshasa, Congo DRC, 2009.
5. Simba Shani Kamria Rousseau, empleada doméstica extranjera en el Líbano, 2010.
6. Emese Ebenko, Never Awake,  2011.
7. Marta Nascimento, Meninas prostitulas de Manaus.