Previo a un discurso que habría de dictar en el 65 aniversario del ataque japonés a la base naval de Pearl Harbor en Hawaii, el reportero televisivo Tom Brokaw explicaba de manera entusiasta y reverencial que la presente generación había heredado el deber de rendir tributo y recordar a aquellos que lucharon en la Segunda Guerra Mundial. Siguiendo estos lineamientos en su libro The Greatest Generation, Brokaw, valiéndose de la memoria de aquellos que vivieron los tiempos de ese conflicto, articula una imagen épica de esa generación basada en el compromiso, la honestidad, el sacrificio, el patriotismo y el desinterés.[1]
Este relato de la gran generación ha influenciado significativamente la mirada pública y política que se le ha dado a la Segunda Guerra Mundial en las últimas dos décadas, como lo han demostrado las conmemoraciones de Día D, la inauguración del monumento a la Segunda Guerra Mundial en Washington y la extensa producción de textos, foros y memoriales sobre este tema. En este contexto, las conmemoraciones del ataque japonés a Pearl Harbor han sido fundamentales en sustentar y masificar el relato de la Gran Generación. La pericia militar de los japoneses en la planificación estratégica del objetivo, que debe ser destruido con precisión y eficiencia quirúrgica, establecieron más allá de toda duda la causa justa que haría posible armar la representación de la Segunda Guerra Mundial, principalmente desde las coordenadas discursivas de la guerra buena.
De esta manera, los acontecimientos que se sucedieron aquella mañana del 7 de diciembre de 1941 en Pearl Harbor cohesionaron los conceptos de la guerra buena, la causa justa y la gran generación en un gran relato cuyo discurso estableció las maneras aceptables para representar los conflictos bélicos en la cultura pública y política estadounidense en la segunda mitad del siglo XX.
Al revivir en cada conmemoración el recuerdo de la guerra justa y el compromiso generacional, Pearl Harbor establece las coordenadas de cómo se debe recordar la Segunda Guerra Mundial y, en cierto modo, las que le siguen. Ante la opinión pública estadounidense, conflictos bélicos “problemáticos” como Corea, Vietnam e Iraq deben pasar el riguroso escrutinio de los estándares morales, éticos y de abnegación, asumidos por la gran generación en la guerra buena.
En virtud de la causa justa, establecida por el bombardeo de Pearl Harbor, se obvia lo que no tiene certezas ni resultado aparente en los espacios de batalla, las causas políticamente dudosas de los conflictos y los cuestionamientos éticos y morales hacia las ejecutorias de los combatientes que son inherentes a la naturaleza asimétrica de lo bélico. Esta mirada maniquea coarta las posibilidades de apreciar la multiplicidad de las opciones políticas que originan estos conflictos, la densidad y alcance de las decisiones estratégicas que los conforman y la complejidad que se desprende de las acciones de los combatientes en los frentes de batalla.
A pesar de estos límites representacionales, el cine y la literatura han contribuido a ofrecer miradas alternativas que muestran la complejidad de la Segunda Guerra Mundial, más allá de las limitaciones impuestas por los discursos de la justa causa, la guerra buena o la gran generación. Por ejemplo, en la novela Catch 22 de Peter Heller explora, a través de su protagonista principal John Yosarrian, cómo el menosprecio por la vida proviene no sólo del enemigo sino de los combatientes del mismo bando.
En la memoria del Infante de Marina Robert Leckie, Helmet for My Pillow, el autor sigue una línea narrativa similar a la de Joseph Conrad en Heart of Darkness. Leckie no sólo narra la exposición del combatiente al horror y al miedo de la guerra sino al contacto de una naturaleza tropical e inmisericorde que, junto al enemigo, degrada al combatiente a su más primitivo instinto. Al igual que Leckie, el también infante de marina Eugene Sledge, en su memoria With the Old Breed: At Peleliu and Okinawa, narra su experiencia de combate y su exposición a esa naturaleza que a veces actúa de aliada del enemigo que se esconde en ella. Sledge añade a su relato las penurias que tiene que experimentar en su intento de reconciliar la violencia extrema del espacio bélico con el regreso a la vida civil.[2]
A pesar de los cuestionamientos levantados a las representaciones duras de la Segunda Guerra Mundial, los actos conmemorativos de Pearl Harbor continúan reproduciendo de manera consistente el relato de la traición, la infamia, la gran generación y la guerra buena como la matriz explicativa de este evento. No debe sorprender, entonces, que la narrativa contenida en la invitación al público por parte del National Park Service -agencia del gobierno federal organizadora de la conmemoración del 70mo aniversario del ataque a Pearl Harbor- describa los actos de conmemoración como “una oportunidad para explorar su legado a través de los lentes de la memoria americana”. Ciertamente habría que cuestionarse por qué la memoria que sustenta ese legado no ha podido trascender los límites impuestos por la narrativa de la infamia.
Notas:
[1] Tom Brokaw, The Greatest Generation (New York: Random Press, 1998). Sin dudas, esta representación de la guerra buena ha desatado intensos debates incitando a una reflexión más crítica sobre este tema. Véase los trabajos de: J.R. Pauwels, The Myth of the Good War America in World War II (London: Merlin Press, 2003); Michael C.C. Adams, The Best War Ever (Baltimore: John Hopkins University Press, 1993).
[2] Robert Leckie, Helmet for my Pillow (Random House, 1957); Eugene Sledge, With the Old Breed: At Peleliu and Okinawa (Presidio Press, 2007).