La Querida (Alegoría Antillana)

 

El Tipo siempre pensó en ellas como suyas. Fue entre otras preocupaciones más urgentes, pero aún así se les volvió omnipresente, como un olor pegajoso.

Caridad siempre fue su favorita. Hasta le propuso casarse. Ella lo desdeñó, furiosa o coqueta, aludiendo a su libertad. Por fin se hartó él; dicen que se la “prestó” a unos mafiosos que la trataron como puta y como pantalla en su negocio de drogas y Dios dirá de qué más. Como fiera salió del Tipo y de sus hampones. Los sacó a patadas; se quedó con lo que quiso de sus pertenencias y el resto lo tiró al mar. 

Él quedó estupefacto; lo único que le impidió darle una paliza en pago fue la trifulca pública que ella armó y que el resto del vecindario tomó su lado en la pelea. Él trató de volver, pero sin el corazón en el intento pues les encargó el trabajito a unos socios menores y no les dio equipo suficiente como para ponerla en cintura. Como gato bocarriba ella se batió y acabó dando una golpiza a los asaltantes, otra vez ante el aplauso del barrio. Pero se curó de espanto; de ahí se ajuntó con aquel ruso gigantesco que si bien la tenía igual de agarrada al menos estaba lejos. Y le dejaba espacio para aventuras y para alborotar su barrio y barrios ajenos.

El ruso al fin quebró, dicen que por borracho y malgastador, y de un día para otro la dejó en la calle. El Tipo pensó que ahora “volvería arrepentida”, como en la canción de Daniel Santos. Pero ni modo. La fiera se empecinó en sobrevivir como pudo; comió hasta suela de zapato. Ahí anda; ha mejorado un poco atendiendo turistas y alega que al menos trabaja en su propio tiempo y nadie la manda. Eterna rebelde, se muere antes que ceder. Pero no duerme tranquila, con el Tipo —que aún sueña con ella— siempre ahí tan cerca.

El caso de Altagracia, la del medio, fue el más triste de las tres. Desde siempre el Tipo se le presentaba de refilón cuando le parecía, hacía con ella lo suyo y se largaba sin dar ni las buenas noches. A veces le dejaba unos pesos. Al final le puso un cafiche peor que los mafiosos de Cari. El malparido la descuartizó. La compartía con sus hijos y sus amigotes y la tuvo así por años. Y el Tipo mirándolo. 

Ella al fin en su locura hizo justicia por su propia mano y a tiros mandó a su torturador al infierno. El Tipo, escarmentado por la humillación que le había hecho pasar Cari y temiendo otro episodio como el del ruso, mandó esta vez sus mejores matones y le dio la golpiza del siglo. Ella nunca quedó bien después del trauma. Todavía años después anda titubeante, nerviosa de alterar al Tipo y le cuesta valerse por sí sola. Vive de los turistas y de unos negocios raros que no quieres ni enterarte. El Tipo le pasa unos pesos; dice alegrarse de que se defienda pero la mantiene siempre a la vista por si acaso, rondándola como un olor. Sabe que tiene la cabuya corta.

Providencia, la pequeña, cayó en esto casi por casualidad, porque su casa estaba bien situada para proteger los barcos y embelecos militares del Tipo. Por separarla de las otras y asegurarse que quedaba sin alborotarse le dio permiso para ir a visitar su casa del Norte cuando quisiera, aunque primero fuese como sirvienta. La usó como a las otras, pero al comienzo no demostró gran interés más allá de la cuestión con los barcos. Ella protestó al principio, pero él entre sopapos y regalos la puso en su sitio. Pero poco a poco entre las guerras en las que el Tipo se metía y los desbarajustes de Cari con el ruso, se ingenió para conseguir más ayudas que las otras: casa, carro, tarjeta de crédito y los viajecitos al Norte que con los años se fueron haciendo más elegantes. Es ahora la que mejor está de las tres; aunque no tiene trabajo, depende del Tipo y tiene que pedirle permiso para todo.

Pero el tiempo pasa, como en la canción de Mercedes Sosa; Provi no tiene ya el sex-appeal de otra época y el Tipo ha perdido interés. Además el asunto de los barcos ha perdido importancia. En fin, que él y particularmente su familia se cuestionan que gaste tanto en ella cuando ni la desea ni la necesita. Pero no sabe qué hacer con ella. La dejaría libre pero francamente le preocupa el desorden que armaría o que se reasocie con Cari a armar más lío. Casarse con ella, mientras, no parece consideración: no sabe si su familia la aceptaría. Tiene que mantenerla cerca pero tranquila. Ante su dilema, él le dice que decida ella. Pero ella está aturdida... anda con depresión, presa de estupefacientes y cada vez la mesada le alcanza para menos. 

Algo tiene que cambiar, pero qué: ¿se casa; se va; pide más ayudas; que la controlen menos? Sus hijos no ayudan. Unos le piden presionar al Tipo a que se case con ella para hacerla honorable y asegurarse la mesada. Otros quieren sacarle en cara al Tipo que después de tantos años ajuntados le debe el mantenerla por siempre. Pero ella está cansada de depender; de no ser ni sola ni pareja ni esposa; de no ser persona. Irse por su cuenta le aterra; nunca se ha valido sola y no sabe cómo hacerlo. De casarse no está segura. Los hijos tiran cada cual por su interés y no el de la madre. La situación de las hermanas no le ofrece garantías. Para no decidir prefiere seguir aturdida alargando esa incertidumbre que ve fuera de sus manos... a ver qué pasa. Dios dirá hasta cuándo. Con la presencia del Tipo siempre ahí, perenne, como un olor pegajoso.

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