Internet: ¿es buena o mala? Sí. (2da parte)

* Esta es la segunda parte de "Internet: ¿es buena o mala? Sí". Para acceder a la primera parte, haga clic aquí.

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Llegué a Estambul unos días después. Fui a Gezi y pronto escuché a los residentes describir cómo desafiaron por medios legales el proyecto de Erdogan sobre el parque. Enfrentaron un laberinto burocrático del que Kafka habría estado orgulloso de haber imaginado. Las solicitudes para acceder al proyecto desaparecerían de los registros del gobierno. Los funcionarios que parecían demasiado generosos con los pedidos serían reasignados. Los residentes llenaban peticiones y las veían desaparecer. Ni siquiera podían averiguar exactamente qué estaba siendo construido, aún cuando el espacio era un bien público y sujeto a leyes de preservación histórica.

Muchos me decían que la brecha de realidad entre la televisión y Twitter era lo que los había llevado a Gezi. “Sabía que había censura en la TV”, me dijo uno. “Pero fue cuando Twitter apareció que me di cuenta cuán mal estaba la cosa. Una cosa es ser insultado discretamente y otra es ser insultado tan descaradamente. Tenía que estar aquí”.
Les pregunté qué pensaban hacer ahora que estaban en el parque. Muchos no sabían. Al principio, ellos sólo querían mostrarse. Necesitaban ver por sus propios medios y así terminar con la disonancia cognitiva provocada por la diferencia entre la información que llegaba desde sus redes sociales y la que llegaba desde sus televisores.
Una tras otro me decían cuán agradecidos estaban a Internet. Los padres juraban que se disculparían con sus hijos, de quienes se habían burlado por perder tanto tiempo frente a las pantallas. “Ellos tenían razón y nosotros no”, me dijo una mujer. “No entendimos a nuestros hijos. Nada habría sido posible sin Internet. Internet trae aparejada libertad”.

 

Era una narrativa impresionantemente diferente de la que atravesaba el país que acababa de dejar. A medida que las revelaciones acerca de la vigilancia de la NSA fluían, las ventas de 1984, la novela distópica de Orwell, se disparó un 6.000 por ciento en Amazon. Muchos fueron a ver Oceanía, la aterradora y devastadora novela de vigilancia por parte del Estado, como modelo del Estado moderno digitalmente fortalecido. Se dijo que 1984 había finalmente llegado, apenas unos 30 años después.

Pero ésta es la forma incorrecta de entender qué está pasando. La vigilancia profunda y penetrante es real. Es probablemente peor de la que conocemos y se vuelve más generalizada cada día. Pero 1984 tiene poco que ver con eso.

Otros se inclinaron por una metáfora diferente: el Panóptico, un experimento inventado en el siglo XVIII por el reformador social Jeremy Bentham y luego popularizado por el filósofo francés Michel Foucault. Bentham imaginó una prisión con una torre alta en su centro, localizada de forma tal que los guardias en ella pudieran mirar y vigilar cada celda. La mirada de los guardias —invisible para los reclusos— haría que los prisioneros internalizaran la disciplina en la prisión, pensaba Bentham. Foucault, más tarde, extendió la idea adoptándola como metáfora para el impacto de la vigilancia en la sociedad.

Pero eso también estaba mal. El Panóptico tiene poco que ver con la vigilancia en las democracias liberales. Y estas metáforas no sólo están mal sino que también pueden confundir profundamente.

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En 1984, el anti-héroe, Winston Smith, vive en condiciones deprimentes. Todo es gris. Come pan viejo. Los informantes y las cámaras están por todos lados. El sexo está prohibido. Los niños espían a sus padres. Si un ciudadano desafía las severas reglas de Oceanía, le ponen una caja de ratas alrededor de su cara.

Este futuro imaginario es una alegoría de un estado impulsado por el temor, inspirado por las visiones orwellianas de la Alemania nazi y la Unión Soviética. 1984 habla de la vigilancia en una sociedad donde el poder del Estado presiona a todos cada dia. En otras palabras, habla del totalitarismo.

El Panóptico es un experimento mental: un modelo de prisión que tiene la intención de controlar una sociedad de reclusos. Pero nosotros no somos prisioneros. No estamos encadenados en celdas sin derechos ni opinión. En nuestro mundo, el placer no está prohibido sino alentado y celebrado, está incluido en el estandarte del consumo. La mayoría de nosotros no vivimos con miedo al Estado. (Hay notables excepciones, como por ejemplo: las comunidades pobres de color y los inmigrantes que sufren bajo las leyes del “deténgase, manos contra la pared” y “muéstreme sus papeles”).

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Para comprender la vigilancia del Estado en la sociedad que vivimos, necesitamos hacer cosas mejores que alegorías y experimentos mentales, especialmente los derivados de un sistema de control muy diferente. Necesitamos considerar cómo el poder de la vigilancia es imaginado y utilizado por gobiernos y corporaciones en este momento.

El parque Gezi era un lugar tanto de resistencia como de celebración. Tenía la intensidad explosiva del ataque de un gato salvaje y la profundidad de la solidaridad humana que florece tras los desastres. 

Una tarde, mientras charlaba con un grupo de jóvenes, una mujer mayor, vestida con el tradicional atuendo islámico, se nos acercó. Rompió en llanto. “Están tirándoles gases a los jóvenes. No puedo aguantarlo”. Una mujer joven, de shorts y zapatillas, con un piercing en la nariz y tatuajes la consoló. Poco después, una mujer de mediana edad ofreció Börek, una torta turca. “No sé mucho sobre como protestar, pero estos chicos sí”, dijo. “Pero yo sé cómo hacer tortas”.

Un rato después, cuando la noche empezaba a caer, entrevisté a un grupo de gente joven que había colgado carteles condenando la censura de los medios. Los mensajes habían sido traducidos a dos docenas de lenguas. La llegada de la oscuridad incrementó la probabilidad de intervención policial, provocando que una mujer joven sacara un marcador y escribiera grupo y factor sanguíneo en su brazo. “¿Tan decidida está?”, le pregunté. “Somos un arco iris y Erdogan está tratando de pintarnos a todos de negro”, me respondió. “Somos un arco iris. No vamos a rendirnos”.


El parque Gezi era sin dudas un arco iris. Me perdí al derviche girando con su faldas rosadas (y máscara de gas) pero pude ver al regimiento de percusionistas (con máscaras y cascos). Fanáticos del fútbol en grandes cantidades. También gays y lesbianas, que eran más respetados de lo que yo había visto anteriormente en Turquía. Incluso la comunidad LGBT logró que los escandalosos fanáticos del fútbol dejaran de usar “maricón” como insulto —como lo marca el slogan estándar del fútbol turco— y cantaran “Erdogan sexista”. Musulmanes devotos distribuían comida para celebrar el nacimiento del Profeta: feministas entregaban calcos con la leyenda “Mi cuerpo, mis decisiones”. Incluso vi a un grupo kurdo que formaba un tren bailando alrededor de un fogón, observados por un hombre envuelto en la bandera turca y quien de a ratos movía su pie al ritmo. Una escena que no hubiera imaginado antes de llegar a Gezi, dadas las tensas relaciones étnicas existentes en Turquía.

Estaban unidos en resistencia a lo que ellos consideban un creciente autoritarismo del AKP y deliberaban cultivando un aura de pluralismo. La unidad resiste la mayoría de las veces. Éso es lo que puede pasar cuando las personas se dan cuenta de que no están solas. Es lo que logra, en su esencia, una protesta callejera: te hace sentir acompañado. Deberíamos dejar de lado los viejos argumentos sobre las protestas que se dan en las calles contra aquellas que se realizan online. Hay una característica clave que comparten Internet y la calle: nos hace visibles el uno al otro. Ése es su poder.

De hecho, la habilidad que tiene Internet de derribar la “ignorancia pluralista” —la noción equivocada de que tus creencias te posicionan dentro de una minoría cuando, de hecho, la mayoría de la gente siente parecido— es, quizás, su mayor contribución a los movimientos sociales. Los “me gusta” de Facebook son a menudo menospreciados y considerados insignificantes pero pueden hacer que una persona se dé cuenta de que su red social siente de la msma manera, y ésa es un arma social y políticamente poderosa.

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Uno aprende a ser “gaseado”. Manten la calma, te dices a ti mismo, a medida que buscas aire fresco. Te ayuda a recordar que el gas probablemente no te matará. Por supuesto que el contenedor en sí mismo puede golpearte en la cabeza o en algún otro órgano interno vital y eso te mataría. Pero yo estaba usando un casco para bicicletas. La mayoría de los manifestantes estaban usando cascos amarillos de los de construcción, vendidos por vendedores ambulantes. (Desde el día uno, los vendedores ambulantes también ofrecían spray, antiparras y otros esenciales para la protesta. ¿Alguien más en el mundo tiene mejor stock y en el momento más oportuno que los vendedores ambulantes?)

Lo único que estaba en falta eran las máscaras anti gas. Se agotaron inmediatamente en Estambul y los vendedores ambulantes sólo tenían máscaras endebles tipo barbijos, como los que usan los médicos en televisión. Ésas son inservibles frente al gas.

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Las personas que hubieran inhalado mucho gas vomitarían o se caerían, doblados del dolor. Los manifestantes del contingente médico correrían, armados con camillas improvisadas, algunas hechas de viejas puertas de madera. La mayoría de los heridos se recuperaría. Algunos irían al hospital. Unos pocos, especialmente aquellos golpeados en la cabeza por los contenedores de gas, morirían.

Los manifestantes se volvieron expertos en gas lacrimógeno: Podrían mirar un contenedor y decirte qué era, qué hizo y quién lo hizo. “Éste es el peor, siempre te hace vomitar”, me dijo un manifestante señalando un contenedor entre montones alineados afuera de su carpa. Había discusiones constantes sobre los medicamentos. Vinagre y limón, comúnmente considerados efectivos contra el gas lacrimógeno, eran desestimados en favor de una mezcla de antiácidos y agua. Les creí porque era un grupo educado y bien organizado que incluía médicos y químicos. (Un ejemplo: cuando la munición de otra arma de control de multitudes —cañones de agua— empezó a quemar al contacto, los manifestantes enviaron muestras al laboratorio, en el cual descubrieron que el gobierno agregaba gas pimienta al agua. Meses después, un vocero del gobierno lo reconoció).

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Después de que el horrible dolor en nuestros pulmones, ojos y gargantas disminuyera de alguna manera, sacaríamos nuestros teléfonos celulares y tuitearíamos. No se trataba de vanidad ni de una forma desesperada de informar a nuestros amigos que estábamos bien, aunque hacerle saber a la gente que estábamos en buenas condiciones siempre era una gran parte de la cuestión. En el medio de Gezi uno tenía de poca a ninguna idea de lo que estaba sucediendo en cualquier otra parte, aún al otro lado del parque. Las redes sociales eran un salvavidas, y Twitter fue el más usado debido a la simplicidad de uso en el móvil y a lo corto de los mensajes. Significativamente, las relaciones en Twitter pueden ser unilaterales: yo te puedo seguir sin la necesidad de que tu me sigas. Como resultado, los usuarios pueden interactuar con un número mucho mayor de gente y no sólo con aquellos que deberían agregarse como “amigos”.

Antes de llegar a Gezi, seleccionaba algunos tweets del parque y de otros lugares de Turquía. Ahora estaba usando mi tiempo para escuchar y observar y me encontré relativamente despistada. No tenía los ojos entrenados, algo que surge de seguir continuamente un evento por Twitter. Amigos del exterior preguntarían: “¿Qué piensas de la última declaración del Primer Ministro Erdogan?” Y yo no tendría respuesta. “Estoy en el parque, no en Twitter”, diría.

Nos metíamos en Twitter cuando podíamos. La conectividad era generalmente buena, quizás porque las compañías de teléfonos más grandes posicionaban camionetas repetidoras en las calles cercanas. Twitter era una forma de chequear si el último disparo de gas lacrimógeno había sido el único o el comienzo de una operación para despejar el parque. Los camiones blindados, ¿se dirigían a nosotros? ¿Dónde estaba el mandatario? ¿Se estaba deteriorando la situación política o había algún movimiento de negociación? Las noticias, las conversaciones, las fotos, las recetas para neutralizar el gas lacrimógeno, los pedidos de donaciones, las promesas de las celebridades de visitar el parque, los medios de comunicación social palpitaban con estas cosas. Estaba en la estructura social de Gezi.

 

Nada de esto significa que hubiera menos vigilancia en Turquía que en Estados Unidos o Europa. De hecho, probablemente habría más. Durante sus primeros años en el poder, la AKP reemplazó libros contables polvorientos por bases de datos. Cada ciudadano tiene ahora un número de identificación nacional asignado, el cual provee el acceso a la página del gobierno, documentando casi toda interacción con el Estado, desde registros de propiedad hasta impuestos. Para muchos es un alivio haber escapado a los viejos sistemas burocráticos, pero las bases de datos también posibilitan la vigilancia masiva. Por ejemplo, los ciudadanos de Turquía necesitan un número de identificación para comprar una tarjeta SIM o para sacar un turno con el médico a través del sistema público de salud.

Periodistas, políticos y casi todas las personas importantes creen que el gobierno va más lejos y también interviene sus teléfonos. (A menudo, los humoristas gráficos dibujan al Estado como una oreja gigante). De hecho, muchos manifestantes especularon con que el gobierno no sólo permite el uso de Internet sino que además lo alienta. Esas camionetas repetidoras pueden haber “aspirado” los números de identificación de los manifestantes. De alguna manera, en los archivos digitales del gobierno probablemente hay una lista de cada ciudadano turco que visitó el parque durante las protestas.

 

Aún así, la rebelión triunfó en Gezi, al menos en el corto tiempo. Los manifestantes fueron finalmente dispersados pero un tribunal dictaminó más tarde que el proyecto inmobiliario violaba las leyes de conservación histórica. Y la rebelión triunfó en otro sentido: la gente en Turquía volvió a hablar de política y las redes sociales se transformaron en una esfera altamente cargada y política. Los manifestantes de Gezi sacudieron la imagen invencible de la AKP. Quizás alentados por el recién descubierto espíritu de desafío, se destaparon otros tabúes. En diciembre de 2013, un escándalo de corrupción mezclado con luchas internas entre las facciones anteriormente aliadas al gobierno estremeció al país. Una vez más, la mayoría de las noticias relacionadas con el escándalo circularon principalmente por las redes sociales mientras el gobierno intentaba anular la investigación.

No inesperadamente, el gobierno ha seguido forzándolos a retroceder. Recientemente, el parlamento aprobó una ley de censura y vigilancia de Internet que hace que el gobierno pueda cerrar páginas web más fácilmente, sin supervisión judicial. Los proveedores de Internet están obligados por ley a recolectar todos los datos del tráfico de sus usuarios y pasárselos a las autoridades cuando éstas lo soliciten.

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Después de la Primavera Árabe me preguntaban una y otra vez: ¿Es buena o mala la Internet? Ambas. Al mismo tiempo. En nuevas y complejas configuraciones.

Pero “lo malo” no es una versión moderada de Oceanía ni del Panóptico, al menos no en las democracias modernas. En una era en la cual las ideas de ciudadanía y derechos han hechado raíces, la extorsión basada en la violencia tiene un uso limitado. La coacción no puede obligar a la gente a hacer las cosas que los Estados y corporaciones modernas necesitan que hagamos para mantener activo el sistema: votar a sus partidos, consumir sus productos, trabajar en sus corporaciones.

Para entender el actual (y sinceramente alarmante) poder de la vigilancia es mejor recurrir a un pensador que sabe sobre las prisiones reales: el escritor italiano, político y filósofo Antonio Gramsci, quien fuera encerrado por Mussolini e hiciera la mayor parte de su obra en la cárcel. Gramsci entendió que los medios de control más poderosos disponibles para un Estado capitalista moderno no son ni la coacción ni el encarcelamiento sino la habilidad de moldear el mundo de las ideas. La esencia de algunos de los argumentos de Gramsci puden ser vistos en otra gran novela distópica del siglo XX. En Un Mundo Feliz (Brave New World), Aldous Huxley imaginó un Estado que evitaba el terror existencial gracias a una droga, el soma, que mantenía a sus ciudadanos felices y maleables.

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Moldear ideas es, obvio, más fácil decirlo que hacerlo. Bombardear a las personas con anuncios sólo funciona hasta cierto punto. A nadie le gusta que le digan qué pensar. Nos hacemos resistentes a los métodos de persuasión a medida que los identificamos como tales. Sólo piensen en avisos de antaño y cuán cursi se ven. Funcionaron en su momento pero ahora estamos alertas. Además, la cobertura total no es fácil de lograr en el paisaje fragmentado de los medios de hoy en día. ¿En cuántos canales puede publicitar una compañía? y más ahora que podemos hacer fast-forward sobre los comerciales televisivos. Pero aún si fuera posible atraparnos a través de los medios masivos, los mensajes que funcionan para una persona a menudo no convencen a otras.

El big data es peligroso exactamente por eso, porque provee soluciones a esos problemas. Individualmente adaptados, los mensajes sutiles son menos proclives a producir una reacción alerta. Especialmente si la recolección de la información que hace posible diseñar estos mensajes personalizados es invisible. Por eso, no sólo la NSA hace todo lo posible para mentener oculta su vigilancia. La mayoría de las firmas de Internet también tratan de monitorearnos subrepticiamente. Sus acuerdos de uso (que todos debemos “firmar” antes de usar sus servicios) están llenos de “letra chica” legal. Giramos nuestros ojos y entregamos nuestros derechos con un click. De igual forma, las campañas políticas no les dejan saber a los ciudadanos qué información manejan sobre ellos ni tampoco cómo la usan. Las bases de datos comerciales nos permiten, a veces, acceder a nuestros propios registros. Pero lo hacen difícil y, dado que no tienes derecho de controlar lo que hacen con tu información, a menudo es inútil.

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Esta es la razón de porqué el método actual para instalar ideas en los consumidores no es imponer abiertamente sino seducir de manera encubierta, a partir de una base de conocimiento. Estos métodos no producen un mensaje explícito: ellos crean un ambiente que te induce imperceptiblemente. El año pasado, un artículo en Adweek mencionaba que las mujeres se sienten menos atractivas los lunes y que ése debería ser el mejor momento para mostrarles anuncios de maquillaje. “Las mujeres también enumeraron sentirse solas, gordas y deprimidas como factores que inducen un «estado de vulnerabilidad»”, agregaba el artículo. Entonces, ¿por qué limitarnos a los lunes? El big data puede identificar exactamente qué mujeres se sienten solas, gordas o deprimidas. ¿Por qué no focalizarse en ellas entonces? ¿Y por qué usar solamente esos «estados de vulnerabilidad»? Es sólo un pequeño salto: de identificar las estados de vulnerabilidad a descubrir cómo crearlos. Las ventas actuales de maquillaje deben ser la punta del iceberg.

Las compañías quieren usar este poder para que compremos sus productos. Para los partidos políticos, el objetivo es atraer votantes a través de una presentación personalizada de candidatos del partido e ideas. Pero ambos quieren que hagamos clic en una opción que ha sido diseñada en forma personalizada para nosotros. Los diplomáticos llaman a ésto el soft power. Puede ser suave pero no es débil. No genera resistencia —mientras que el totalitarismo sí lo hace—, por lo tanto, es más fuerte.

La tecnología de Internet nos permite quitar capas de divisiones y distracciones e interactuar con los demás, humano con humano. Al mismo tiempo, los poderosos están observando esas interacciones y usándolas para descubrir cómo hacernos más obedientes. Es por eso que la vigilancia al servicio de la seducción puede resultar ser más poderosa y siniestra que las pesadillas de 1984.

Sin embargo, aquí estamos, todavía hablándonos los unos a los otros. Y ellos, escuchando.

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Lista de referencias:

1. Los citados artículos de opinión publicados en New York Times sobre el uso del big data por parte de la campaña de Obama: “Beware the Smart Campaign”por Zeynep Tufekci (noviembre de 2012) y “I Am Not Big Brother” por Ethan Roeder, ex director de datos de la campaña de Obama (diciembre de 2012).

2. MIT Technology Review dedicó un número a la utilización política del big data“Big data will save politics”.

3. El artículo de Charles Duhigg en el Times sobre la cadena de tiendas Target y sus cupones de descuento para embarazadas: “How Companies Learn Your Secrets”.

Lista de imágenes:

1. Wolfgang Sterneck, "Diren Gezi Parki: Resistanbul", 2013.
2. Richard Burton y John Hurt en una escena del film 1984. Aunque las referencias a la obra de Orwell se han vuelto recurrentes luego de las revelaciones Snowden/NSA, de acuerdo con Tufekci, el mundo distópico imaginado por el autor tiene poco que ver con el tipo de vigilancia practicado actualmente en las democracias liberales.
3-4. Fotos por AFP, 2013. Varias imágenes de abusos y resistencia se convirtieron en los portaestandartes del Parque Gezi. Las imágenes 3 y 4 se conococen como "Mujer de Negro".
5. Afiche de "Woman in Black", 2013.
6. Osman Orsal/Reuters, "Lady in Red", 2013.
7. La "Mujer de Rojo" apareció en las primeras planas de los periódicos turcos. En esta imagen, un ciudadano lee la noticia de los disturbios en Meydan, 2013.
8. Autor/a, desconocidx, Algunos de los íconos del Parque Gezi en Istanbul, 2013.
9. El sufi rosado y con máscara de gas también formó parte de los íconos del Parque Gezi en Istanbul. Aunque el/la fotógrafx de la imagen se desconoce, la fotografía se volvió viral en 2013, momento en el que circuló junto a la frase “Sen de Gel”, un dicho que significa "Tú, también, ven", de un poema sufi de la autoría de Rumi.
10. Aris Messinis (AFP/Getty Images), Una pareja que camina a casa tras las protestas del Parque Gezi, se protege con máscaras de gas, 2013.
11. Fotógrafx desconocidx, La abuelita del Parque Gezi también se volvió un ícono de la protesta, 2013.
12. Afiche viral, "Revolution will be tweeted", 2013.
13. Foto ciudadana, Erdem Gunduz, también conocido como "Standing Man", se volvió otro ícono de la protesta turca, al protestar en silencio y detenido en el mismo lugar de la Plaza Taksim por más de 8 horas en 2013. 
14. Enes, Fatih Ersin, La silueta de Erdem Gunduz se volvió viral, junto con el hashtag #duranadam o "Standing Man".
15. Onur Ercoskun, Manifestantes del Parque Gezi toman fotos y suben updates a Twitter sobre la protesta, 2013. 
16. Gianluca Costantini, "Political Comics: Occupy Gezi", 2013.