Hacia un 'Giro Discursivo'

Bajo el “giro lingüístico”, sostiene Carlos Pabón, el referente histórico de la Historia y de la disciplina que la estudia está bajo revisión. Si en el Siglo XIX y el XX éste era un referente objetivo y positivista, en el presente siglo es literario y posmoderno. En ese cambio es que radica la incertidumbre de nuestros tiempos. Es decir, sostiene Pabón, las certezas de los Siglos XIX y XX se han transpuesto en un artificio con garantías y fundamentos inciertos. Desde la interrogación de la que Pabón es parte, es necesario, sin embargo, hacer una serie de preguntas para especificar lo que está en juego en el giro lingüístico.

Es más, es necesario definir un giro discursivo que claramente establezca los parámetros políticos del encuentro con el lenguaje de la disciplina de la Historia. Después de todo, el artificio puede seguir siendo estudiado como una verdad, puede considerarse verdadero y finalmente sigue siendo conocimiento de un objeto.

El asunto, claro está, no es disputar la veracidad del artificio vs. el ente positivo que ha sido la Historia. Más allá de eso, es preguntarnos, ¿cuál es el uso y el efecto de mantener nuestra mirada en el pasado?, es sugerir un cambio en el tipo de interrogación que le hacemos a la Historia como fenómeno y al giro lingüístico como posibilidad.

¿Es de incertidumbre de lo que se trata o se trata del ‘descubrimiento’ de una dimensión que yace en la modernidad como un inconsciente positivo como sugirió Foucault? ¿Dónde quedan los ángulos que especifican el funcionamiento del lenguaje? ¿Cómo podemos detallar lo que hasta ahora es un reconocimiento del lenguaje y la naturaleza de lo social/histórico? ¿Cómo podemos dar razón del poder dentro del giro lingüístico? Sin lugar a dudas, por así decirlo, llegar hasta el lenguaje comprende un reconocimiento importante y transformador.

La disciplina de la historia, para dar cabida a lo que es esencial del “giro lingüístico”, necesita cambiar la naturaleza del objeto que estudia, incluso cuando se estudia a sí misma como disciplina. De otra forma, todas las expectativas que se ciernen bajo el “giro lingüístico” no dejan de ser sospechosas política y conceptualmente.

¿Cuál es el importe del posmodernismo si sólo va a esconder bajo el manto de lo literario el objeto que sirve de fundamento al proyecto moderno del que ansía un distanciamiento? Es el discurso lo que ancla al “giro lingüístico” en la ‘realidad’ del lenguaje, en su uso, en su inflexión y en su imbricación con el deseo y el poder. Es, además, el que guarda la posibilidad de la crítica, incluso en tiempos de incertidumbre.

No reconocer la realidad del discurso es darle al lenguaje características conceptuales que, por sí mismo, no está preparado para hacer. No reconocer la relación entre el discurso y el poder es privar al “giro lingüístico” de todas las dimensiones de la política previo o ante la presencia del reconocimiento de que la realidad está en el lenguaje. ¿O es que el lenguaje elimina toda consideración política y que el “giro lingüístico” está exento de esa interrogación?

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El reconocimiento de un sujeto de la enunciación, y de la enunciación de la Historia, nos permite entender la voluntad de poder que ésta es, incluso la que nombra al pasado como un artificio.  Es decir, reconocer el lenguaje sin reconocer el poder como parte esa transacción teórica es sugerir algo así como que el artificio es incierto pero que ha dejado de ser políticamente problemático. ¿A eso es que se reduce el “giro lingüístico”?    

La aspiración de un giro discursivo es precisamente, más allá de eso, alterar la relación de un objeto y un sujeto de conocimiento, ya sea en el orden disciplinario de las cosas o como una comprensión de su contraparte histórico (es decir, como un conjunto cultural y social que comprende la historia como fenómeno). Su uso radica en entender que la producción de conocimiento está vinculada a un sujeto y motiva a un objeto y que en la medida en que no se modifiquen ambos, sujeto y objeto, este reconocimiento podría no ser otra cosa que una maniobra idealista, limitada y cuestionable. Una maniobra que va de la objetividad de los Siglos XIX y XX a la llamada incertidumbre del lenguaje del Siglo XXI. ¿Quién y a cuenta de qué se establece esa diferencia y por concepto de qué garantías? 

Si no fuéramos a aceptar como buenos los términos de la discusión que propone Pabón, debíamos decir entonces que el asunto de nuestros tiempos no es la incertidumbre epistemológica o la precariedad de la representación. Es, fuera de toda duda, la transformación de las categorías fundacionales de la modernidad, entre las que está su afán histórico. En Jameson, existe por lo menos un desmejoramiento de los efectos causales de la historia como fenómeno. Si ése es el caso, la historia ha dejado de existir como un vínculo directo con el presente.

Es por esa misma razón que le debemos atención al presente en vez de continuar con la insistencia en el pasado aunque sea en la forma de un artificio. Después de todo, la posición de enunciación del historiador, incluso desde la incertidumbre, es el presente y no el pasado. ¿O es que vamos a ser apólogos del presente posmoderno en aras de un contacto inespecificado con el lenguaje? 

En última instancia, es del poder de lo que podemos hablar, del sujeto y el objeto de conocimiento y de las categorías espacio-temporales que han salido al crisol crítico con el giro del Siglo XXI. En específico, de lo que hablo es del entendimiento, comprensión y compromisos de la historicidad: una dimensión que expande el fenómeno histórico para incluirle los elementos fundacionales que le han hecho posible hasta ahora, pero que por razones epistémicas ésta no podía reconocer. Es el discurso, como concepto y como compromiso, quien esclarece los contenidos de la historicidad y los fundamentos del lenguaje. 

La historicidad, en Foucault y Nietzsche hace histórica la propia motivación del sujeto y el objeto de conocimiento y que, entre otras cosas, han hecho posible la Historia como fenómeno. Mi contención no es que la historia no exista ni que está cifrada en una relación con la ficción. Es, en vez, la proposición que incluso la Historia como ficción presenta unos fundamentos que son históricos en sí mismos y que requieren la atención de la crítica. 

Una vez atendidos no es únicamente a la incertidumbre a lo que somos herederos sino a la historicidad: la comprensión del desdoblamiento de la Historia para consigo misma. Por eso es que Jameson está vigente aunque sea por razones distintas al uso que hizo Foucault de Nietzsche. Mi énfasis es en las reglas de formación de la historia como disciplina de estudio y como fenómeno socio-cultural. En esa genealogía caben el Descubrimiento de América, el surgimiento de Occidente y el nacimiento de las Ciencias Humanas.

Cuando hablamos, por ejemplo, de literatura para especificar la historia como fenómeno y como el producto de su estudio estamos, de igual forma que los positivistas, nombrando un objeto a través de las proposiciones de un sujeto (el historiador en este caso). Es decir, no empece a que la naturaleza del objeto no es la misma – ha cambiado de objetivo a lingüístico – el lenguaje o mediante éste, lo que hacemos, de igual forma, es definir un objeto aunque pretendamos de otra manera.

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El lenguaje por sí mismo no es garantía de la incertidumbre de toda garantía. Para ello, es necesario invocar el discurso y el texto, dos conceptos que, aunque no enteramente extraños a un “giro lingüístico”, están sospechosamente ausentes de los planteamientos de Pabón. 

En la medida en que el “giro lingüístico” no entre a esta consideración – el funcionamiento del lenguaje y sus fundamentos – en esa misma medida permanece a ciegas del entorno que lo motiva. Es en ese preciso espacio, el que motiva al leguaje como objeto, que es necesario implementar un giro discursivo que especifique esa naturaleza del lenguaje, o mejor aún, la naturaleza histórica de sus fundamentos. La alternativa al objeto, incluso en la ficción, es la naturaleza textual en vez de meramente lingüística de la historia. 

Es por eso que he hablado de historicidad aunque lo hago enteramente conciente de lo que hablamos es de tipos de ficción. Una que aparenta no tener conciencia de sí misma como ficción y otra que se presenta como ficción, se responsabiliza de sus fundamentos y estaría disponible como teoría para ser discutida.

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Según Pabón y Chartier la historia como disciplina no tiene otro destino que no sea el revertir directamente a la ficción. Si es cierto, sin embargo, que la invocación de la ficción no es suficiente para dirimir la disputa con el positivismo y sus llamadas certidumbres, es porque el lenguaje en sí mismo tampoco es necesariamente el detalle último de la batalla que los fundamentos de los Siglos XIX y XX. El asunto, para ser más específico, es el cambio en el objeto, el sujeto y la distancia entre los dos. 

Por eso he dicho que si el “giro lingüístico” no trastoca ese orden, no es suficiente para repensar la historia como fenómeno, como disciplina de estudios, ni al historiador como instrumento de ambos. La literatura por diferente que sea en comparación a las certezas del positivismo, sigue siendo conocimiento y tiene efectos que constituyen la realidad de la que participamos.  Recordemos que, según Benedict Anderson, fue la circulación del lenguaje impreso lo que hizo posible la imaginación e implementación de la nación.

El discurso no es otra cosa que las reglas de uso de un lenguaje que se miden a través de sus exclusiones internas y externas. Ante una serie de reglas distintas, el lenguaje se comportaría de forma distinta, lo mismo que los personajes que lo usan y son usados por éste. Por éso es que es necesario y sospechoso el “giro lingüístico” sin un componente discursivo. No solamente estamos siendo conceptualmente parcos, pero estamos invocando categorías que pudieran carecer de materialidad y estar exentas de poder. 

Entregarle la historia a la historicidad – esa etapa que entiende los fundamentos de la Historia como fenómeno y como objeto de estudio – no es borrar la historia bajo el manto de la deconstrucción o análisis semiótico. Es entender que siempre, desde la propia separación de la poesía del discurso histórico en la antigua Grecia, ha existido un nivel que, hasta su descubrimiento en Nietzsche y Foucault, se presupone como infraestructura de la Historia como tal. Eso fue lo que la hizo moderna en un momento a diferencia de medieval o antigua. 

Ciertamente el asunto del discurso, el texto y el lenguaje no es un mero asunto semántico. Es uno, como he sugerido, de carácter onto-epistemológico.  Es un asunto que relaciona la materialidad del lenguaje con el poder, con el deseo, con los fundamentos que hoy hacen posible que le busquemos nombre a la realidad.  Ya sea este proceso uno fictivo en vez de uno objetivo.

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Hablar de materialidad, poder, lenguaje y deseo tampoco debe entenderse como un asunto semántico. Debe entenderse como un asunto crítico, político y ético. Es que, dentro, de toda esta discusión, lo que está en juego es la crítica, no solo de las disciplinas, sino de los fenómenos históricos y sociales. ¿Cómo podemos ejercer la crítica ante la disolución final de la verdad, la historia y posiblemente del lenguaje?

La respuesta a la incertidumbre que ciertamente se vive no debe ser ni la histeria, ni la neurosis pero tampoco el mero delirio cuando se habla dentro del lenguaje teórico. La materialidad del giro discursivo es el lenguaje, pero además, las instancias que implementan, sostienen y facultan esos sistemas de diferencias y similitudes. A esas autoridades posmodernas, incluso a las modernas que configuran esos presentes, es a lo que se debe el giro discursivo. Esta operación en el lenguaje intenta especificar un uso y un ámbito institucional, a la vez que ofrece una apertura para la crítica del presente.

Lista de imágenes:

1. Mao Tse Tung, Andy Warhol, 1972.

2. Isabel II, Andy Warhol, 1985.

3. President Elect, James Rosenquist, 1969.

4. Che GuevaraI, falsificación al estilo Warhol por Gerard Malanga, autenticada por Any Warhol posteriormente, 1968.

5. F-111, James Rosenquist, 1964.

6. Red Lenin, Andy Warhol, 1987.

7. Vote McGovern, Andy Warhol, 1972.