Un ángel entre el amor y el odio: una historia

Nota de la autora: Aquellos que me conocen saben que en momentos de política, vale la pena recordar quiénes son por los que se luchan, y las vidas de las que se está hablando. A eso dedico esta columna con esta historia, pues el análisis político y legal de los eventos recientes ya ha sido hecho a saciedad en otras partes. Los eventos de la historia no son míos, ni de una sola persona en particular, sino una amalgama de muchas personas que he conocido a lo largo de mi vida, que han tenido la confianza en hablarme de sus vidas. Con muy pocas excepciones, todos los eventos han sido reales por lo menos para alguien que he conocido.

Lo que más sentía era los latidos en el corazón, a medida que caminaba hacia la biblioteca de su escuela. Cuando toma el libro, mira a su alrededor de forma furtiva, con miedo que la vean. Saca el papelito que está adentro, y lo esconde dentro del bolsillo de su uniforme escolar para irse, antes que alguien la vea.

Es encerrada en el baño que va a leer su contenido. Es una carta de amor, de parte de una pareja. Un amor de cachorros que como quiera sería prohibido. El tipo de amor que es sospechado, y por ende no se atreven ni siquiera dejar rastros en sus celulares. Pero ésta no era el tipo de carta que quería recibir.

El día que se dejaron, lloró por tres días, pero no pudo decírselo a nadie. Tal como nunca ha hablado a nadie. Había oído historias de compañeras de clase expulsadas de la escuela, y había visto los insultos y acoso que le hacían las demás a las que se les sospechaba. No podía decirlo, el riesgo era demasiado alto. Tenía quince años.

Cuando tenía once años, había estado sentada en un hospital, con la cabeza bajada, mirando las vendas alrededor de sus muñecas. Una psicóloga le seguía preguntando de buena manera lo que su madre le había preguntado entre lágrimas y sollozos ¿por qué? Nunca dijo la verdad. Era demasiado horrible para decirla, demasiado bochornosa para darle nombres, demasiado peligroso el que alguien supiera. Había pasado toda su vida oyendo como era malo y aprendiendo a odiarlo – y a odiarlo con gusto, atormentando a los niños similares – y ahora ella lo estaba viendo cuando se miraba al espejo todas las mañanas.

 

Le gustaban las mujeres. Pensaba en ello en cada momento, no podía evitarlo. Cuando otra chica llena de las mismas dudas le preguntó, por poco salió corriendo, pero quizás era el mismo miedo lo que la llevó a contestar que no sabía.

Los besos y toques ocurrirían detrás de los edificios, en arbustos, en salones vacíos y en cualquier otro lugar que pudiesen conseguir que sintieran que nadie las podía ver. Las cartas se pasaban dejándolas en libros en la biblioteca del colegio. Eventualmente romperían porque la otra no podía aguantar más con la sensación de culpa, y no creía que esto era lo correcto.

Dos semanas después, estaría acostada con las piernas abiertas en la parte de atrás de un carro. Había cerrado los ojos por un momento, tratando de ignorar lo que estaba pasando, tratando de no aceptar lo que estaba haciendo. Abre los ojos, y la cara sonriente que ve a pocas pulgadas es el muchacho más atlético de su escuela. Ella sonríe lo mejor que puede. Había dicho que sí, había consentido a esta noche con alguien de quien no quería saber, porque la alternativa sonaba peor. Quería probarse a sí misma, que sus miedos no eran ciertos, que todo había sido una fase. Y esa noche se lo creyó. Él sería el primero de muchos.

 

A los 18 años, iría a la universidad – por primera vez se iba del hogar, a cientos de millas de distancia a un campus universitario enorme, más grande que cualquier cosa que ella había visto antes. Allí conocería a Ana, con la que desarrollaría una amistad muy cercana. Hasta el día que Ana le explicaría que era lesbiana.

No la rechazó. Sin embargo, si se quedaría con la duda. Ese tipo de duda que carece palabras, el tipo de duda que a veces uno misma no sabe que existe hasta que se ha vuelto en algo innegable. El tipo de duda que se expresaría a medida que le seguiría haciendo preguntas a Ana, que buscaba en internet, que la invitaban a fiestas y eventos en la universidad, y en las horas que pasaba acostada en la cama pensando. El tipo de duda que finamente florecería en un día de noviembre que explotaría en lágrima viva a las dos de la mañana haciéndole confesiones a quien ya era su mejor amiga.

Eran las vacaciones, y ella estaba sentada en el sofá de su hogar. El hogar que casi no había visitado desde que había entrado a la universidad seis meses antes. Ya no le salían las lágrimas – había llorado lo necesario para bastarle una vida entera. En la mesa en el medio estaban unas minutas que ella había dejado en su cartera. Las minutas de una reunión planificando una presencia de su universidad en la parada gay del verano próximo. La secretaria que había firmado las minutas era ella misma. Las palabras que oía ya a duras penas se sentían, pero sabía lo que era, mientras se quedaba fijamente mirando el papel estrujado con su nombre al final. Palabras que se podrían resumir con “es un pecado.”

 

Cuando terminaron, exigiéndole una contestación, sencillamente se paró y se fue hacia su carro. Se fue guiando ese día varias millas, sin acordarse de qué día era. Lo único que sentía a medida que guiaba sobre el río, era que el mundo había acabado. Se estacionó en el paseo del puente, y sin siquiera apagar el motor o cerrar las puertas, se bajó y saltó del puente. Era la noche del 24 de diciembre.

Sus padres nunca fueron al hospital. Tras ser dada de alta, pasaría sus semanas antes del nuevo semestre, escondida en el cuarto de Ana mientras ella y su familia velaban lo mejor posible a alguien que ya había visto demasiado para sus casi 19 años.

De momento entra en sí. Alguien le acaba de llamar su nombre saludándola.

“¿Estás bien?

“Sí. Pensando, nada. Estoy bien.”

“Pues mantente atenta, que ya ahora es.”

Cuando se pusieron de pie, ella hizo lo mismo, Por un momento miró su mano derecha, y la sortija de matrimonio en el dedo, para entonces alzar la mano en forma de juramento, mientras miraba hacia las gradas arriba un momento, viendo a Ana saludando. Tenía 25 años y hoy juramentaba como abogada. Eso lo esperaba. Lo que no esperaba eran las lágrimas que tendría en ese momento.

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