-El autor de “Ojos como de hombre” prefiere construir comunidad día a día, desde fuera de su madriguera-
Llega puntual a la cita, corriendo como si lo persiguieran los personajes de sus cuentos o aquellos a los que dio vida en su novela Ojos como de hombre. Explica, mientras intenta recuperar el aliento, que viene de otra entrevista. “Tú sabes, bregando con lo de los Osos”, agrega con su inconfundible voz melosa. “Tengo que organizarme –prosigue– porque con tanta cosa, si no, me vuelvo loco. Pero con la ayuda de Naldo, lo manejo bastante bien”.
Se refiere a su inseparable compañero de vida, Arnaldo Alicea Vega, el compinche que lo acompaña en todos sus proyectos. Por estos días, la gesta que más los ocupa es su editorial, La Tuerca, que nació por la necesidad, como suelen hacerlo la mayoría de los buenos inventos. Max quería publicar sus trabajos sin depender de nadie.
Antes de explicar el proyecto, toma con sigilo su copa de vino, bebe un sorbo y se le encienden los ojos. Va a hablar de su bebé. “Cuando salió lo de la novela, le llamaba ‘la novela maldita’. Tuve una oferta de publicación que se me retiró justo antes de firmar el contrato, porque yo había decidido publicar el libro de cuentos (Delirios de Pasión y Muerte) en otra editorial. Después, hubo varias situaciones que me hicieron decir ‘esta novela, o está maldita o no se supone que se lea’. Por último, pensé que no debía esperar por nadie más. Un buen día, dije: ‘tú sabes qué, Naldo, si Fulano y Sutano pudieron, por qué nosotros no’. Entonces, las cosas empezaron a caer poco a poco”, narra.
Así, comenzó a educarse sobre cómo registrar una marca, cómo conseguir un número de serie para los libros, y tantas otras tareas que desconocía, pero que tenía hambre de aprender. En el camino, surgió la interrogante de qué nombre ponerle y, contrario a la explicación metafórica con la que hoy responde a quienes le cuestionan, La Tuerca fue el primer nombre que se le ocurrió como una broma. “No tenía ningún significado en ese momento. Lo dije por decirlo. Claro, que después le buscamos la explicación bonita para decirle a la gente que sin una tuerca, se cae un edificio”, cuenta con picardía, y agrega que “esta es la editorial de lo imposible; de lo que la gente pensaba que no se iba a dar y se dio. Ahora tengo tres autores que saldrán editados por nosotros, además de mi novela, que saldrá el año que viene en español e inglés”.
No han pasado diez minutos y es evidente que, aunque lo niegue, a Max Chárriez le apasiona hablar; le enloquece contar historias. Pocas veces se queda callado. Aunque asegure que es “como el payaso que ríe por no llorar. Yo, la verdad, soy una persona bien insegura, pero si algo bueno he aprendido en mis 42 años es a conocerme y saber que, precisamente por mi inseguridad, no quiero quedarme sin decir lo que tengo que decir”. Admite que esto, no siempre le trae buenos resultados, ya que lo toman como reaccionario o instigador, pero de eso se trata su afán por salir del margen.
“Recuerdo una vez, en un taller del colectivo HomoerÓtica, que estaban hablando de derechos civiles y los recursos hablaban de cómo el Gobierno nos maltrata. Yo me tenía que ir, pero no quería hacerlo sin lanzar la pregunta, y lo hice: ‘¿Cómo es posible que estemos aquí haciéndonos las víctimas, cuando la comunidad gay, abrumadoramente, votó por el PNP? Vamos a buscar los números, las estadísticas’. Me dijeron que no había. Claro, porque nadie ha hecho el trabajo; cómo me puedo sentar a hablar de esto y de lo otro sin saber quiénes son las personas de la comunidad gay en Puerto Rico, ¿los que van a las barras solamente?”, expone como quien narra la trama de una telenovela. Dice que ese reto le costó más de una mirada iracunda. “Pero lancé el reto, porque hay que preguntarse si realmente hay comunidad gay en este País”, reconoce orgulloso.
Max nació en el seno de una familia ultraconservadora, adeptos de la iglesia pentecostal, y admite que desde su crianza en el barrio Pájaros Candelaria de Toa Baja ha vivido al margen por su sexualidad. Por eso, se siente libre de opinar acerca de la denominada comunidad gay en Puerto Rico.
“Aquí eso no existe, porque comunidad implicaría que aunque no vayamos por el mismo camino, trabajemos juntos, que mi propósito y el tuyo vayan de la mano. Y aquí en Puerto Rico, aunque se han dado algunos pasos, eso no se ha logrado todavía”, detalla mientras juguetea con dos aceitunas en su mano. Casi sin tomar aire, continúa: “cuando hay comunidad es como cuando vas a Estados Unidos, donde viví por más de diez años, y dices ‘aquí hay comunidad porque de ahí florece lo artístico, lo político, lo social’. Cuando uno va a otros lugares y ve eso, se da cuenta de que aún estamos en pañales. Porque en Puerto Rico existe gente que te dice que está fuera del clóset porque su familia y allegados lo saben, pero su único centro de actividad es ir los fines de semana a emborracharse a una barra. Entonces, ¿dónde está el concepto de cultura? ¿Conocen a sus escritores gay, a sus artistas plásticos? No los conocen”.
Pareciera un panorama apocalíptico, pero para el escritor y maestro de la Escuela Vocacional Tomás C. Ongay en Bayamón, no todo está perdido. “Yo creo que es posible. Hay que soñar y yo por eso sueño con una comunidad gay unida y con propósito”, indica quien ha colaborado como columnista de la revista gay “Puerto Rico Breeze”. Para lograrlo, se dan pequeños pasos, como los que da junto a la Comunidad de Osos de Puerto Rico, grupo que Max dirige actualmente. Se trata de una organización que nació de la necesidad de juntar a un grupo de hombres mayores, que “no cumplen con esos estándares que te dice la sociedad, y decirles que sí pueden amar”.
Para de hablar, toma otro sorbo tinto y prosigue: “Hay que construir comunidad. Nosotros unimos a un montón de gente que estaba aislada en su casa, que les dijeron que porque son gordos no pueden amar o no pueden ser amados, que no pueden salir a bailar a la misma discoteca que los demás; o que como ya pasaron de los 35 años, se acabó la vida gay. Estamos reuniendo a toda esa gente aislada, triste y solitaria, y los convertimos en una fuerza poderosa. Nos invitan a la radio porque recaudamos $400 para el Proyecto Matria. ¿Cuántas organizaciones de la comunidad gay están mirando para afuera y diciendo ‘yo voy a darles una mano’? Quejarse está bien de vez en cuando, pero nosotros estamos en el mismo bote jodido que está el resto el País. Cuando esto se hunda, nos vamos a ahogar todos, patos o no patos, lesbianas o no lesbianas”.
Y para hacer comunidad, al estilo de Max Chárriez, el líder de los osos prefiere no hibernar. Sale de su casa –el hogar que comparte con su Naldo y sus perritas, donde han criado a sus hijas– para dar clases, para educar.
En los 22 años que lleva impartiendo cursos de español en escuelas intermedias, sostiene que se encuentra a diario con los mismos problemas de antaño: violencia de género, desigualdad, desesperanza. Él le achaca la mayoría de estos males al machismo, así como a la pérdida de valores y expectativas en la juventud. Por eso, desde las cuatro paredes de su salón, enfrenta a sus alumnos a experiencias nuevas a través de las letras. “Cuando los pones a explorar otros temas, les resultan nuevos. Porque los discursos no han cambiado. El peor insulto para un hombre sigue siendo que le digan ‘pato’, si una muchacha no quiere llegar virgen al matrimonio y está activa sexualmente es una ‘puta’, y así siguen. Pero eso se puede cambiar”, dice y la preocupación se hace más evidente en la profundidad de sus ojos oscurísimos.
Explica que discute con sus estudiantes varios textos que hablan del fundamentalismo religioso, de los cuestionamientos de la vida. Sin embargo, una gran mayoría de los jóvenes insiste en pensar que es innecesario hablar al respecto. “Es que ellos no saben para donde van –justifica– Uno les puede explicar que tienen que terminar el cuarto año e ir a la universidad y ellos te preguntan para qué. Porque ven la sociedad y se cuestionan que allá afuera no hay nada para ellos; no hay oportunidades”. Muchos le dicen que se quieren ir de Puerto Rico, y él les contesta convencido que “se tienen que quedar aquí, que tienen que construir el País, pero persiste el sentido de que no importa, y eso asusta mucho”. El miedo los paraliza.
A Max Chárriez, en cambio, pareciera que no lo asusta nada. Pero, acepta con franqueza que no es así. Le tiene miedo al fracaso; a comenzar algo y no terminarlo o, lo que es peor, hacerlo mal. Tan es así, que cuando termina algún proyecto, suele acercase a Naldo y preguntarle si lo hizo bien. “Siempre voy a buscar a alguien que me confirme… aunque nadie más me escuche, necesito que alguien más me diga que lo hice bien”, admite y de pronto, el gran oso pardo se convierte en un cachorro. Pero ojo, que nadie se equivoque, porque tiene muy clara su relación con el miedo. “A mí el miedo no me paraliza, pero está conmigo siempre. No lo niego ni trato de luchar con él; brego con él a mi manera”.
Le achaca la inseguridad a su crianza pentecostal, porque “cuando uno crece escuchando todo el tiempo que uno es un pecador y una porquería, porque lo único bueno es Dios, es un mensaje bien fuerte”. Ateo confeso, Max analiza y afirma que, si existiera tal cosa como un Dios y fuera como lo describen, “en su infinito amor, él quiere que uno logre las cosas, pero como a uno le enseñan todo eso, pues uno crece con un montón de inseguridades que dejan muchas cicatrices”.
El plato de aceitunas lo observa con apenas dos olivos que él introduce lentamente a su boca y se queda absorto, con la mirada fija en algún punto difícil de definir. “Hay que aprender a superarlo”, rompe el silencio que aunque duró segundos, pareció de horas. “A mí me tomó mucho tiempo aprender a bregar con mi sexualidad, por ejemplo. No es fácil ser gay y haber sido abusado sexualmente, porque el machismo de la sociedad te dice que eres gay porque lo aprendiste desde chiquito. La sociedad te convierte también en un victimario. Se habla mucho del abuso contra la mujer, pero es un tabú hablar de los hombres que han sido abusados. Hay muchas cosas que aquí no se hablan. Siempre digo que pasé por el infierno, tengo las cicatrices para probarlo, pero estoy aquí todavía”, puntualiza.
De esas experiencias se nutre su escritura. Como víctima de violencia, es un tema que le gusta explorar en sus letras. Max intenta analizarlo, ir más allá del hecho. “Vivimos en un país sumamente violento y no puedo ponerme a escribir de margaritas silvestres en un país como este”, su voz melosa busca la complicidad en su interlocutor. El oso pardo vuelve con furia. “Estos escritos hacen al lector analizar lo que está pasando; hay que ponerles la violencia en perspectiva”, afirma el creador del detective Sánchez de Ojos como de hombre.
De sopetón, lo seduce otro reto: hablar de su percepción acerca de sus colegas escritores gay. “Hay mucho trabajo por hacer. Por ejemplo, a mí me habían ofrecido oportunidades de pertenecer a grupos literarios establecidos, pero tenía que dejar de escribir queer… y yo dije que no, porque yo sé lo que quiero hacer. Sé que puedo escribir y no tener ni un personaje gay; puedo hacerlo. Ya puedo decir con confianza en mí mismo, y eso es un logro bien grande, que soy escritor. Puedo sobrevivir sin ningún personaje gay y sin ningún tema queer. Pero eso no es lo que yo quiero hacer. A mí me parece que es bien importante hablar estos temas, porque la gente que escribe desde los márgenes –ya sea queer, feminista, prostitutas, minorías raciales–, son quienes realmente le están dando forma y sustancia al arte”.
Después de todo, de eso se trata, del arte que llevó a este hombre de Toa Baja a leer una enciclopedia completa cuando era apenas un adolescente, que lo sedujo cuando vio el anuncio de la Maestría en Creación Literaria de la Universidad de Sagrado Corazón –de la que se graduó– y que hoy lo tiene con la agenda repleta de proyectos que van desde el Club de Osos hasta su nueva empresa como editor de La Tuerca.
Siempre se ha dicho que los osos, esos inmensos y voraces animales peludos, gustan de aprovechar varios meses del año para dormir. O, como mejor se conoce, para hibernar. Durante ese tiempo, suelen descansar alejados del mundo, concentrados sólo en comer para sobrevivir durante el frío invierno.
Pero Max Chárriez no es un oso común. Tanta tarea no le deja ganas para esconderse en una madriguera. Porque el mundo tampoco se detiene y hace falta gente que quiera seguir soñando. “Todavía sueño… con tener una casita en el campo para escribir, con un país libre para tomar las riendas de su propio destino, con una educación liberadora que no dependa de cumplir los requisitos de unas pruebas federales para que les den más chavos. Sí, mis sueños son ambiciosos, pero creo que todo es posible. Y no es solamente el soñar, es lo que estoy haciendo verdaderamente para lograr esos sueños”.
*Las opiniones de lxs entrevistadxs y lxs entrevistadorxs no representan, necesariamente, las de lxs editores o la revista Cruce. Cruce, no obstante, sostiene un compromiso serio con la libertad de expresión y el debate desde posturas diversas.