Todas las mañanas me despierto a las seis y media, y a las siete y cuarto ya estoy en el tren: Deportivo-Universidad. Y de mucho hacer lo mismo, de tanta repetición, uno comienza a identificar patrones, a crear estrategias para ahorrarse algunos minutos, a reconocer las caras ajenas y hasta a dar los buenos días. Intento siempre sentarme en el mismo asiento y en la misma posición, así me siento más cómodo; y de camino, en el iPod, escucho las mismas canciones de todos los días.
Lo único diferente en mis mañanas es que no sé en que estación se montará Adán. Porque él se monta en cualquiera y en todos los vagones a la vez. Porque no tiene una hora específica y hay veces que no lo veo.
Lleva siempre bajo el brazo el mismo sobre manila, cada vez más flaco y con esa mirada tan llena de tristeza.
Yo no conozco a Adán personalmente, probablemente los demás que van en el tren tampoco. Pero sabemos quién es, y de memoria sabemos las palabras y los movimientos que repite, parada tras parada, en todos los vagones a la vez: Buenos días, mi nombre mi Adán y padezco de leucemia, y se quita la gorra, y se inclina un poco hacia el frente, y nos enseña su cabeza, cada vez con menos pelo, cada vez más pequeña; y continúa, les pido ayuda para costear el tratamiento, y se saca el sobre manila de debajo del brazo y se queda allí parado mirándonos a todos con tristeza, como dejándonos saber que si no fuera por eso él no estuviera allí, pidiéndonos chavos, en todos los vagones a la vez.
Dos o tres personas le dan dinero, otros se hacen los dormidos, se hacen los desatendidos o se ponen a hablar por celular. Con cara de decepción y a paso triste Adán recoge los pocos pesos que consigue y los guarda en el sobre manila. Nos da las gracias, nos echa la bendición y nos lanza la misma mirada de tristeza y vergüenza de al principio. Sale del vagón, se monta en el próximo, y en todos y vuelve a hacer lo mismo.
Yo no sé nada de Adán, no sé si ese es su verdadero nombre, no sé donde vive, no sé si todas las mañanas se toma un café antes de intentar bregar con como superar su condición, tan siquiera sé si realmente la tiene. Pero su mirada me enternece.
A veces me gustaría saludarlo, estrecharle la mano, preguntarle cómo se siente y dejar que me hable de lo que quiera. Al final yo le daría tres pesos y le desearía mucha salud. Pero no lo hago. Nunca, tan siquiera, le he dado una peseta. Y cuando veo que Adán se acerca, subo la música del iPod y cambio la mirada.
Lista de imágenes:
1-2. Miguel Ángel, Detalle de La creación de Adán, 1511.
3. Miguel Ángel, La creación de Adán, 1511.