Para llegar a Brasil: otros lares

 

La inmensidad de un país tan vasto hace que la posibilidad de conocerlo en su totalidad se desvanezca. Si a esto se le suman las dificultades para viajar por carretera y los altos precios del transporte aéreo, el deseo de lograr esa imposibilidad posa sus pies en la tierra y los arrastra. Escoger a dónde ir y cómo llegar son las decisiones a tomar y en este cruce de caminos, el escogido imposibilita los otros. ¡Oh, existencialismo de la carretera!

Petrópolis

Aunos noventa minutos en autobús de la ciudad de Río de Janeiro, se encuentra Petrópolis, la ciudad cuya fundación inició durante su exilio Pedro I, rey de Portugal, como refugio cuando necesitaba un respiro de la agitada y calurosa vida capitalina, y que terminó su hijo, Pedro II. Ubicada en las montañas de la Sierra de los Órganos, donde el clima fresco contrasta con el de la ciudad dejada atrás, también cumplió el propósito de punto medio entre los importantes enclaves de Río de Janeiro y el estado de Minas Gerais.

Sus calles conservan excelentemente decenas de edificios antiguos de estilo decimonónico, entre los que destaca, por supuesto, el Museo Imperial. Allí se mantiene en perfecto estado el palacio/residencia de Pedro II, incluyendo las joyas de la corona. Además, se pueden visitar, entre otros, el Palacio Río Negro, residencia veraniega de los presidentes brasileños cuando Río de Janeiro era la capital, y la casa del escritor austriaco Stefan Zweig. Particular relevancia tiene “La Encantada”, el hogar de Santos Dumont —cuyo nombre preside uno de los aeropuertos de Río de Janeiro y quien fuera uno de los grandes aviadores de la historia del mundo (por ejemplo, efectuó el primer vuelo motorizado, antes que los hermanos Wright), además de inventor e ingeniero—. Su espacio, ubicado en una pequeña colina, lejos de su fama, es sencillo y austero. Un ejemplo de esto es que su escritorio de trabajo hacía las veces de cama una vez terminada su jornada de trabajo.

Esta ciudad representa pretéritos y finales. Sus conservados palacios conservan el pasado imperial y monárquico. Sus residencias guardan los secretos de quienes se cansaron de ver y escuchar, de quienes se cansaron de vivir: aquí acabaron con sus vidas Zweig y su esposa; aquí residió Dumont, otro suicidado. La ciudad es un gran museo de lo que se vivió y no debería volver a vivirse si recordamos las causas de sus muertes figuradas y literales.

Minas Gerais

Continuando la ruta en autobús, unas cuatro horas después, se llega a la tierra cuyas minas de diversos metales y piedras preciosas dieron nombre al futuro estado que por estos materiales fue pilar económico de la nación brasileña. Aunque su capital (Belo Horizonte) es una de las más pobladas ciudades de América y llama la atención por su origen urbano planificado, el ojo se aleja de la urbe y se dirige a sus montañas. En ellas se pueden encontrar varios pueblos coloniales, con casas antiguas y calles empedradas en excelente estado de conservación. Entre ellos, destaca Ouro Preto, antigua capital del estado y sede del famoso Museo de la Inconfidencia, que recoge la historia de la fallida revolución independentista del héroe nacional Tiradentes. Blancas y tejadas edificaciones, vías adoquinadas y decenas de iglesias la convierten en uno de los mejores ejemplos de la arquitectura barroca en Latinoamérica.

Cuando la capital era Río de Janeiro, junto a la ciudad carioca y la ciudad paulista, el estado de Minas era la otra base política de Brasil, donde tenían su origen partidos políticos de relevancia y de donde han surgido la mayoría de los presidentes que ha tenido el país, como lo ejemplifica uno de los más importantes: Juscelino Kubitschek. Además de todo lo mencionado anteriormente, el estado ocupa el tercer lugar en la economía nacional, siendo el mayor productor de café y de leche. Es también conocido por un queso de alta calidad y estimado sabor, llamado, precisamente, “Queso Minas”, el cual se consume en todo el país y se utiliza para elaborar una de las comidas más populares: el pan de queso.

Este estado, cuyos moradores son conocidos por su amabilidad, encarna la tercera ruta, la tercera alternativa a los perennes poderes económicos y políticos de las dos grandes ciudades de Brasil: Río de Janeiro y São Paulo. Viviendo entre un pasado deslumbrante y un presente destacado, presenta un balance de futuro que promete asegurarle un sitial importante en el país.

Brasilia

Este es el sueño de un país concretado en su corazón. La tercera capital de Brasil surge de la nada y de todo: de la nada, que es ese espacio vacío de humanos y construcciones en el estado de Goias; del todo, que son las voluntades, las esperanzas y los esfuerzos de los brasileños. Bajo el enfoque y apoyo desde la presidencia de Kubitschek, el plan organizacional de Lucio Costa y la arquitectura de Oscar Niemeyer, los trabajadores venidos de todas partes del país fueron dándole forma a la tierra barrienta goiana hasta convertirla en la ciudad que hoy conocemos como Brasilia, patrimonio de la humanidad.

Llegar a Brasilia luego de unas ocho horas en autobús es un alivio. Pero no solo por poder salir del encierro vehicular, sino porque la ciudad de la que casi nadie espera nada, deslumbra por su arquitectura y atmósfera. Hay algo aquí que destila silencio y espiritualidad. Tal vez son los amplios espacios de esta metrópolis planificada en su centro, cuyos edificios de ministerios gubernamentales desfilan a ambos lados de la avenida principal y que terminan dando paso a la Plaza de los Tres Poderes: el Congreso Nacional, el Supremo Tribunal Federal y el Palacio presidencial de Planalto. Quizás son sus dos imponentes iglesias: la Catedral Metropolitana (donde el visitante desciende por su entrada para verse dentro rodeado de un gran cono de vitrales coloridos) y la de Don Bosco (cuyo cuadrado recinto está constituido en su mayoría de cristales azules que la luz del día refleja en el interior). O puede que sea el aire seco y la distancia que provoca la magnitud del proyecto citadino.

Fuere lo que fuere, Brasilia es símbolo de una utopía: la de que la unión de clases socioeconómicas que se vivió en su construcción perduraría luego de terminada; la de que los humanos podemos controlar el futuro con nuestra sola voluntad y visión; la de que se puede contagiar el progreso. Pero es también símbolo de la esperanza de que un país mejor es posible. A fin de cuentas, resume al humano en sus grandezas y sus fallas.

Iguaçu 

Iguazú es en el sur y el sur es diferente. Aquí la naturaleza es el centro. Bajar a esta parte del país se vuelve más complicado por ruta terrestre debido a las distancias y al tiempo que toma recorrerlas. Así que, con suerte, un pasaje de avión barato resuelve el dilema y lo que era más de un día de viaje se convierte en dos horas. De tal manera se llega a la pequeña ciudad de Foz de Iguazú, en el estado de Paraná. Aunque llama la atención la inmensa represa hidroeléctrica de Itaipú (la segunda mayor del mundo) y la triple frontera (el punto de encuentro entre Brasil, Paraguay y Argentina, área donde confluyen los ríos Iguazú y Paraná, y que está marcada por tres monolitos, uno en cada país), el motivo no es otro que visitar una de las maravillas del mundo natural: las Cataratas de Iguazú.

Se pueden ver fotos y videos, oír relatos sobre ellas, pero observarlas de cerca, escucharlas, sentir en el cuerpo la vibración de la fuerza del agua que recorre y cae, es otra cosa. El agua sale de todas partes, como si la tierra fuera un gran colador: desborda montañas y rocas gigantescas, sale de paredes de tierra y piedra, transita la vegetación. En estos días de lluvias e inundaciones históricas que provocaron la destrucción de los paseos tablados y metálicos de ciertas partes del parque, el agua no es transparente y suave, sino es barrosa, con texturas, y brumosa. La falta de transparencia la compensa en cantidad; unas treinta veces más de lo usual en cuanto a galones por segundo. A pesar de esto, algunos solo vienen por decir que vinieron: andan rápido los caminos, hacen breves paradas en los balcones para las fotos de rigor y terminan el recorrido. Pocos miran con sus propios ojos y reflexionan. La mayoría no se detiene a inhalar la experiencia y la presencia. La fuerza del agua es tanta que poco a poco va desprendiendo rocas al caer y eso va haciendo caer partes de las montañas, abriendo cada vez más las cataratas; y, aunque no llueva del cielo, llueve desde las cataratas.

Hay una parte bastante ignorada de esta zona, a la que pocos prestan atención: el mato, la selva. Además de los árboles y plantas particulares de esta área, hay miles de especies de animales. Por muestra, las borboletas (mariposas) pasan casi desapercibidas; solo se presta atención a los cuatíes que pasean por las veredas y puestos de comida en busca de alimento. Tras eso, queda la historia. Aquí habitaron los guaraníes, aquí hicieron su hogar, aquí cazaron y cultivaron, aquí tuvieron descendencia en cierto balance. Pero desde la llegada de Cabeza de Vaca y el hombre blanco, las cosas mudaron. La cantidad de personas aumentó y la explotación natural y humana, a su vez.

Las Cataratas de Iguazú son una muestra del poder de la naturaleza y su belleza. Las creaciones humanas son también hermosas e imponentes, pero de manera distinta. Es recordatorio de que unas no tienen que desaparecer para dar paso a las otras y de que hay cosas que no podemos domar y es bueno que así sea. 

 


Lista de imágenes:

1. Pintura de familia imperial del siglo XIX, Museu Imperial, Petrópolis, Brasil.
2. Foto de mina de diamantes en Minas Gerais, por Riedel, colección de la Biblioteca Nacional de Brasil.
3. Plano original de la ciudad de Brasilia por Lucio Costa, Museo JK.
4. Foto publicada en 474 Aniversario de Cataratas del Iguazú (23 de abril de 2015), por Lic. Hugo López.