Para llegar a Brasil: Río de Janeiro, la ciudad como un afluente continuo

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Todos los caminos conducen a Río, a la Cidade Maravilhosa, a Río de Janeiro. Aunque algunas partes estén descuidadas, aunque haya violencia, aunque haya contaminación —mas cuál metrópolis no padece, en mayor o menor medida, de esos males contemporáneos—, es una de las más hermosas ciudades del mundo. Visitar sus espacios, desde los más famosos hasta las joyas mayormente desconocidas, no se olvida.

Al salir del aeropuerto, a mano derecha se puede observar una de las muchas favelas que pueblan la ciudad, aun cuando para la Copa del Mundo las autoridades intentaron tapar esa “mala imagen” con una gran valla llena de dibujos alusivos al fútbol. El nombre de estos improvisados asentamientos proviene de una planta que puebla los morros (montes, cerros) de esta ciudad o que se intentó plantar en ellos y que fue traída desde el estado de Bahía. Sus primeros pobladores fueron exsoldados de la Guerra de los Canudos de finales del siglo XIX y su crecimiento se dio durante el siglo XX, nutrido por la inmigración y el aumento demográfico. Actualmente, hay más de novecientas favelas en Río. A pesar de que la mayoría de los pobladores son personas humildes y de comportamiento pacífico, debido al narcotráfico que prolifera, no es recomendable explorarlas sin la compañía de un poblador o fuera de los varios tours que por algunas de ellas pasean. A la distancia y desde el punto de vista estético, son de admirar las construcciones de todo material que allí crecen y se acumulan. De noche, parece que cielos estrellados hubiesen bajado a posarse sobre los morros. 

 

 

Bajando el punto de vista y acercándonos a las demás edificaciones citadinas, podemos apreciar la belleza de la arquitectura carioca en general, que va desde el estilo portugués colonial (São Bento), pasando por el neoclásico francés (Teatro Municipal), el Noveau y el Deco, hasta llegar a los diseños contemporáneos, como los del afamado Oscar Niemeyer. Incluso, al mirar el piso que caminamos podremos ver la hermosura de los múltiples diseños de sus aceras: mosaicos de piedra caliza o basalto en la tradición del empedrado portugués.

Volviendo a subir la mirada a los cerros, si se desea tener la mejor vista de la metrópolis, se debe tomar un bondinho (teleférico) hasta el tope del morro llamado Pão de Açúcar (Pan de Azúcar). Desde allí, podemos ver cómo un río de edificaciones transcurre bajo y entre los montes de esta urbe costera, que, a pesar de ser la más famosa de las ciudades brasileñas, lleva por nombre un equívoco. Aquí, cuando la tierra era marrón y estaba únicamente poblada de verde, llegaron los portugueses. En una mañana de enero (janeiro) de 1522, Gaspar de Lemos creyó ver la boca de un río donde está la laguna de Guanabara. De ahí su apelativo. En 1565, Estácio de Sá funda la ciudad bajo el nombre de San Sebastián de Río de Janeiro. Dos siglos después fue la capital de Brasil, desde 1763 hasta 1960, y al presente es la segunda mayor urbe del país. La ciudad tuvo sus comienzos económicos ligados al azúcar, el café y las exportaciones a través de sus puertos de los mencionados productos y de los minerales del cercano estado de Minas Gerais. Actualmente, destaca en las áreas de servicios, industrias y finanzas. 
 

Esta también es la sede del carnaval más famoso del mundo. Aunque Trinidad y Tobago, Venecia y New Orleans tienen festividades de fama internacional, ninguna compara con la de Río. En todo Brasil, el Carnaval es la gran fiesta anual y no se circunscribe al martes antes del comienzo de la Cuaresma, sino que durante varias semanas hay celebraciones con ese motivo, aunque, claro, el día cumbre es el anteriormente mencionado. Entre todos los carnavales brasileños, el de Río es el más grande; el de Salvador de Bahía y el de Olinda son los otros más populares. A través del Sambodromo discurren las distintas escuelas de samba que con sus músicos, bailes, vestimentas y carrozas buscan acaparar la imaginación del público y los votos de los jueces que las evalúan. Algo queda aquí de aquellas celebraciones antiguas carnavalescas en que, sin importar origen ni posición, todos los habitantes festejaban la vida.

Caminando por doquier podemos sentir el peso de una mirada. Desde lo alto de una joroba nos observa el Cristo de brazos abiertos que se yergue al tope de un morro llamado Corcovado (jorobado). Los turistas, internacionales y locales, fluyen continuamente hacia y desde él. Se puede acceder en automóvil, pero la forma más segura es a través de un tren que lleva al tope, donde tomarse la imprescindible foto imitando la inmensa estatua toma casi tanto tiempo como extasiarse con la vista panorámica.

Dejando atrás este punto de referencia visible desde casi cualquier lugar de la ciudad, llegamos a un templo. Si los católicos tienen sus catedrales, los fanáticos del fútbol tienen sus estadios y, entre ellos, uno de los más míticos es el Maracaná. Asistir a un juego en ese lugar es una experiencia que arrastra historia nacional e internacional y que desea tener todo creyente del llamado “deporte rey”. 
 

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Si miramos nuestros pasos, podremos darnos cuenta, por los distintivos diseños de sus aceras, de que hemos llegado a la playa más famosa del mundo: Copacabana. Olas de piedra, en blanco y negro, anteceden las hechas de agua, en transparencias, azules y verdes. Esta, al igual que las otras famosas playas de la metrópoli, como Ipanema y Leblon, exuda belleza natural, arena agradable al contacto con la piel, olas rompientes, pequeños puestos de comidas y bebidas, y personas de todo estrato socioeconómico. Un verdadero espacio democrático, junto al carnaval y el fútbol, en medio de tantas divisiones.

Otras actividades indispensables en esta ciudad son recorrer en bundy (trolley) los Arcos de Lapa, antiguos acueductos estilo romano; surcar la Laguna Rodrigo de Freitas en uno de sus pedalinhos (pequeñas embarcaciones con pedales); cruzar el puente Rio-Niterói, uno de los más extensos del mundo, hasta el pueblo que alberga el Museo de Arte Contemporáneo, obra arquitectónica sin par de Niemeyer; caminar por la Floresta de Tijuca, el bosque urbano más grande del mundo; y visitar los pubs, los bares de samba y las calles de los barrios de Lapa y Barra. 
 

Luego de un recorrido nocturno por la menos conocida Praia Vermelha (playa roja), con sus tranquilos sonidos y reflejos del cercano Pão de Açúcar, la noche nos lleva al bar Carioca da Gema, en Lapa, a escuchar a la cantora de samba tradicional Teresa Cristina. La derrota futbolística acontecida días antes ni se comentaba, el ambiente era de fiesta. Tres horas de espectáculo y todos, de una manera u otra, bailaban y sonreían. Una amiga me comenta que si algo tiene bueno el país es la alegría. Fiestean antes, durante y después, no importa gane o pierda el equipo. Teresa se dirigió al público y dijo que tenían que sentirse orgullosos: “Brasil quedó como uno de los mejores cuatro equipos del mundo y, a fin de cuentas, un juego no nos define ni nos destruye”. Salimos a las cuatro y media de la madrugada. Recorrimos las oscuras calles humedecidas de rocío, llenas de borrachos internacionales en busca de la próxima barra; de mendigos pidiendo unas monedas o durmiendo mojados en la fría noche de invierno; de brasileños que volvían a sus hogares en autobuses, autos y motoras; de esporádicos bloqueos policiales. Los humanos no tenemos la energía de la ciudad. Mientras ella continúa despierta, nosotros descansamos, sabiendo que al despertar, alzando o bajando la mirada, nos espera con nuevos rostros. 

 


Lista de imágenes:

1) Ingrid Raggio, 450 anos do Rio de Janeiro, 2015.
2) Web.
3) Yasuyoshi Chiba, AFP, 2014.
4) Barrio Lapa.